La Jornada Semanal,   domingo 9 de noviembre  del 2003        núm. 453
Roberto García Bonilla

Entrevista con Álvaro Mutis

Más de un Rulfo


La imaginación sonriente

Yo conocí Pedro Páramo por Carlos Fuentes, con quien hice amistad al llegar a México; él es un amigo de gran generosidad y gentileza. Me hizo hincapié en que leyera los dos libros de Rulfo. Los leí y quedé verdaderamente deslumbrado; era algo tan nuevo, tan sencillo y tan bien escrito a la vez. Lo sentí como una experiencia única en la producción literaria de América Latina.

Después conocí a Rulfo cuando yo trabajaba en la empresa de Manuel Barbachano Ponce (Mérida, Yucatán 1924); fue una amistad que aprecié enormemente, llevada por él con enorme decoro.

Nos encontrábamos en las librerías o en las oficinas de Manolo Barbachano para madurar y poner en marcha la idea de filmar Pedro Páramo. Donde más veía a Rulfo era en la casa de Albita y Vicente Rojo, mis grandes amigos; ahí nos veíamos con mucha frecuencia. Ahora, Rulfo era un hombre que llevaba la amistad con una discreción, con un pudor, con un cuidado realmente muy elegante y muy respetable; muy conmovedor. Pero era un contacto muy intenso e interesante. Casi nunca hablábamos de literatura, apenas si la tocábamos. Hablábamos de la vida, de la vida de cada uno.

Después Rulfo y yo viajamos juntos a Salamanca en una cita de escritores mexicanos que con mucha generosidad me incluyeron a mí. Fuimos Rulfo, Andrés Henestrosa, algunos historiadores... en fin.

Ahí tuve una experiencia muy curiosa en la librería őque tiene un gran valor porque sigue la tradición de la universidad y la historia de Salamanca. Hablando con el librero me dijo: "šAy! pero por Dios, si ustedes traen a la persona que más conoce sobre los cronistas de las Indias." "ƑQuién?" "Un señor Rulfo que estuvo aquí ayer y nos dejó deslumbrados. Sabe todo sobre el tema." Luego Rulfo me dijo: "Ay, esos tipos exageran!", y empecé a hablar con él y me di cuenta que el librero tenía razón. Esas eran las sorpresas que le daba a uno Rulfo.

Por ejemplo en la lectura de los clásicos, yo que creo que no hay en América Latina alguien que haya leído a los poetas españoles, sobre todo del Siglo de Oro, con el cuidado, con la profundidad, y que los haya asimilado tan hondamente como Rulfo. Y jamás hablaba de eso, jamás.

Rulfo era un hombre que no se hacía ilusiones sobre el género humano; era un hombre de ideas muy claras sobre lo que puede un hombre hacer de mal y al mismo tiempo, hacer de bien. Era un gran escéptico. Yo creo que eso lo llevaba a mantener ese pudor, que no era distancia sino una discreción, una especie de imaginación sonriente, con cierto humor, pero jamás ően presencia míaő lo vi internarse en una discusión o tomar partido de un determinado sentido. Era un hombre que ya venía de regreso de muchas cosas, de casi todo.

Su silencio después de Pedro Páramo siempre me pareció totalmente comprensible. Lo he dicho en muchas ocasiones: alguien que escribe El Llano en llamas y Pedro Páramo no tiene la obligación, ni tiene por qué continuar escribiendo. Lo que escribió tiene una plenitud y tal intensidad y tan logradas, que lo hacen ya un clásico.

Esa idea de convertir a los escritores en una especie de deportistas, que cada día establecen marcas, es la cosa más falsa que puede existir; y nunca puede ser tan falsa en alguien como Rulfo, que era un hombre de la verdad literaria, muy profundo. Me parece que estuvo bien que no escribiera más. Y si escribió y quemó, me parece todavía mejor.

Él era un hombre muy tierno. Un día, viajando a Salamanca hablamos mi esposa y yo de una fruta colombiana que para mí es como la esencia de mi tierra; se llama coruba, y entonces Rulfo, que iba dos asientos más adelante, volteó, me vio la cara y me dijo: "Esa fruta existe en México y se llama cordelina o granada en Perú. Existe, te lo puedo garantizar."


El otro Rulfo

José González Méndez

"Hubo una última vez en que estuve con Juan Rulfo, platicamos", dice el ánima de Saturnino Calleja. "Ya estaba muy enfermo. Me contó de la operación en sus ojos; eso fue en 1985. Recuerdo que me dijo: ŅCuando mejore de mi vista pienso ponerme a escribir.ņ Esa vez me pidió el último café."

"Yo lo conocí como compañero, y como persona siempre se podía confiar en él", comenta por su parte el alma Antonio Contreras, mientras otra voz, la de Antonio San Juan ősin parentesco alguno, según parece, con Susana, el amor idílico de Pedro Páramoő, afirma: "A nosotros nos ayudó a obtener nuevos nombramientos en la imprenta; era a todo dar y por Rulfo logré el nombramiento que tengo."

En 1986, unos meses después de la desaparición física del escritor, el Instituto Nacional Indigenista (ini, hoy Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas) rindió un homenaje al hijo pródigo de Apulco őo de Sayula, Jalisco, según se va o se viene en el debate sobre el lugar exacto de su nacimientoő mediante una edición extraordinaria de la revista México Indígena, una joya literaria de la biblioteca que lleva su nombre en el instituto, según comenta su directora Luz Lozano.

Rulfo laboró en el ini los últimos veintitrés años de su vida como director de publicaciones y en ese volumen se da cuenta de los murmullos anteriores, testimonios que, a diferencia de sus personajes, corresponden a personas reales de carne y hueso, que se desempeñaron como colaboradores cercanos o subalternos suyos.

Completados ya cincuenta años de la aparición de El Llano en llamas, la edición especial de México Indígena devuelve a esas almas una plena vigencia por una razón sencilla: pintan a un Rulfo terrenal, cotidiano, alejado de los calificativos marmóreos, pintan al Rulfo jefe, al Rulfo compañero, al Rulfo sindicalista, al Rulfo hermano, retraído, callado, ausente, enfermo... a un Rulfo a punto de tomar posesión de su Media Luna.

"Estos veintitrés años de trabajo en el ini significaron el final más sosegado de la azarosa trayectoria laboral que hasta entonces había seguido Rulfo őprecisa el editorial de la publicaciónő, tiempo en el cual fue querido con la respetuosa distancia que imponía la consciencia, por parte de sus compañeros, de trabajar con uno de los grandes."

"Ya les dieron el nombramiento"

"Antes de que Rulfo fuera mi jefe, lo conocí como compañero, y como persona siempre se podía confiar en él. Siempre pedía Ņpor favorņ lo que necesitaba: ŅMira, cuando tengas tiempo haces esto, cuando se puedaņ", refiere el testimonio de Antonio Contreras, quien en 1986 acumulaba veintidós años de trabajo en el ini y diez bajo el mando del autor de Pedro Páramo.

őƑQué tal el libro que le dedicó?

őPues fueron los dos: El Llano en llamas y Pedro Páramo. Se los enseñé y le dije que me los autografiara, y le puso: "Para mi hermano." Palabras sencillas, pero que llegan.

Antonio San Juan, por su parte, sumaba veintisiete años de labores en el instituto a la muerte de Rulfo y cuenta su experiencia con el escritor más importante de México: "En una ocasión me preguntó: ŅƑYa les dieron el nombramiento?ņ ŅNo, para nadaņ, le respondí, y entonces él dijo: ŅVamos a ver cómo le hacemos.ņ Así obtuve mi contrato."

Pero sin duda, si alguien puede dar un testimonio más certero sobre autor de El Llano en llamas sería Flor de María de Mijangos, "Florecita", su secretaria durante los últimos dieciocho años de su vida:

"Conocí a Rulfo al ingresar a las oficinas generales [del ini]; yo no sabía que era escritor... Fue muy bueno con sus colaboradores; siempre le consultábamos nuestras dudas... bueno, no podíamos decir que lo consultábamos, pero nos daba margen a opinar, decir y hacer.

"Otro detalle es que no le gustaba dictarme; él escribía y yo lo pasaba en limpio y cualquier duda me la aclaraba. Como jefe fue muy lindo y nosotros [los subalternos] fuimos más bien los que nos fijamos un límite de respeto hacia él, porque nunca nos limitaba [en el trato]."

Hacer la tarea con Rulfo

"Su privado era muy sencillo. Yo procuraba una plantita, un florerito, nada de ostentación. Si él nos veía ocupadas, era tan noble que él mismo intentaba servirse su café, aunque nunca lo dejamos que lo hiciera. Lo que sí nos pedía siempre era que le tuviéramos su Coca Cola, era cocacolero, por qué no decirlo, y sus cigarritos.

"Sobre las personas que venían a solicitarle datos sobre indigenismo, atendía sobre todo a estudiantes de clase media. Recuerdo que cuando mi hijo estaba en primaria, en una ocasión le dejaron de tarea muchas palabras de ortografía. El maestro Rulfo estaba ocupado en ese momento, pero escuchó que mi hijo se iba a esperar para que pudiera atenderlo. Lo llamó, le indicó que pasara, tuvo la gentileza de dispensarle unos minutos y enseñarle el manejo del diccionario.

"Puedo decir que se puso a hacer la tarea con mi hijo, algo que mi hijo y yo recordaremos infinitamente. Sobre todo cuando él crezca y Dios mediante sea un profesionista, va a tener la satisfacción enorme de recordar que un día hizo la tarea con Juan Rulfo."

De estas personas őo personajes, no se sabeő no queda rastro alguno en el ini. Sólo el testimonio de otras almas en pena que participaron en el homenaje a Rulfo en México Indígena: Carlos Monsiváis, Carlos Montemayor, Fernando Benítez, Andrés Henestrosa, Ricardo Pozas, Leopodo Zea y Federico Campbell, entre otros.

Nada tampoco de las voces y murmullos que rondaron su casa en Felipe Villanueva 98, departamento 305, a unas cuadras de la oficina que ocupó Rulfo en la Av. Revolución (ahora 1279). Sólo el testimonio de Luz Lozano, la directora de la biblioteca, que contiene el acervo más grande de América Latina en materia de indigenismo, según sus palabras, y que se entusiasma al comentar esta edición de 1986.

Queda también un ruego, una elegía lanzada desde el editorial de este número extraordinario: "Estamos con un cuerpo presente que se esfuma, con una forma clara que tuvo ruiseñores", según dijo Federico García Lorca a Ignacio Sánchez Mejías en el lecho de muerte.