La Jornada Semanal,   domingo 9 de noviembre  del 2003        núm. 453
Para hablar sobre Pedro Páramo

Guillermo Samperio

Alguna ocasión, cuando Juan Rulfo visitaba la biblioteca de una universidad de Estados Unidos y el diligente rector lo introdujo a una sala especial, en cuya puerta pendía un letrero con el nombre del autor de El gallo de oro, el mexicano se quedó un momento observando los estantes repletos de ensayos, tesis y estudios sobre su obra. El rector lo miraba orgulloso y esperaba el comentario del escritor, quien no hizo esperar más a su interlocutor: "ƑY todos éstos han vivido y se han alimentado de lo que yo he escrito?" Las palabras de Rulfo fueron de gran incomodidad, pero de cualquier modo señalaban hacia él mismo: aunque era el narrador mayor del siglo xx latinoamericano y representaba la cumbre de la prosa literaria en México, Juan Rulfo tuvo que seguir trabajando en unas oscuras oficinas burocráticas hasta su muerte.

Por otro lado, la voluminosidad de estudios sobre su literatura señalaba también que la obra rulfiana había sido analizada desde múltiples ángulos, apreciaciones, metodologías y sistemas de pensamiento. El escritor mexicano-guatemalteco Augusto Monterroso comparaba este fenómeno de hiperanálisis al que durante siglos ha perseguido al Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, pues hay sobre El Quijote desde ensayos que demuestran las partes judaicas de Cervantes hasta la revisión de las costumbres descritas en la novela, pasando por diversos análisis de escritura, según la época y la retórica en turno.

La respuesta que algunos han dado a este suceso, el de la múltiple lectura a través del tiempo, es que dichos libros se encuentran, en su interior, en constante movimiento debido a sus múltiples registros, niveles de profundidad, universo complejo de lenguaje y circunstancias literarias e históricas en que se escribieron y a partir de las cuales cambiaron la relación texto-lector. Cervantes, fundando la novela moderna, y Rulfo fundando la novela moderna para América Latina.

Otra razón que se ha esgrimido para la carretada de ensayos, como éste que presento, es que al cambiar las épocas se transforma, por necesidad, la visión del lector ante su entorno: valores, relaciones sociales y culturales, pensamiento, costumbres. Desde este cúmulo de modificaciones el lector realiza su propia lectura, pero ésta no podría hacerse de forma creativa si la novela que tiene enfrente no fuera también un cosmos vivo, en movimiento, pese la apariencia de sus páginas quietas. Las novelas que se han disipado en el clamor del paso de los siglos han entrado en la parálisis narrativa; los lectores se van resistiendo cada vez más a hacer su lectura, hasta que esas novelas comienzan a dormir el largo tiempo del olvido en un estante, ante la ausencia del ojo de las siguientes épocas.

Si bien Cervantes logra la develación satírica de su momento (literario e histórico), hace oblicua la relación lector-texto: su base de credibilidad, de verosimilitud, la establece al introducir historias y anécdotas de la gente del pueblo, incluso contadas por ella misma como personajes secundarios.

Sancho es la terrenalidad, el personaje protagónico que crea complicidad con el lector. Don Quijote representa la imposibilidad del lector, en tanto que los sueños fantásticos del Hidalgo de la Mancha echan por tierra los sueños de conquista, de colonialismo, de los cruzados y la sensiblería narrativa dominante en el imaginario europeo e ibérico. Por su parte, Pedro Páramo rompe con la tradición realista, con la relación directa entre significante y significado, y le propone al lector el desciframiento de un magma literario extraño, acentuando la presencia de la oscuridad, lo sobrenatural, lo fantástico y, por consecuencia, el lado de la muerte.

Ya en la mejor novela de la época, La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, el papel que juegan las sombras y la oscuridad es tan importante que no sólo acentúan dramáticamente las atmósferas, sino que, de pronto, las sombras mismas se convierten, a través del mecanismo de la fábula, en personajes. Es posible pensar, incluso, la sombra que proyecta el Caudillo (Obregón, en la realidad) sobre la historia de México, hacia el pasado y hacia el futuro, como la sombra que lanza el Golem de Gustav Meyrink sobre la tradición judía; pero, en el caso de la sombra que construyó Martín Luis, nos encontramos con un Golem perverso que representa la sombra de la traición violenta, el autoritarismo y el poder ejercido desde las penumbras, esa oscuridad desde la que se han decidido asuntos de nuestra nación.

Tanto en El Quijote como en La sombra del Caudillo encontramos que sus referentes son verificables en el contexto histórico en que aparecieron. Estas novelas representan, aparte de su valor literario, acontecimientos sociales, culturales e históricos que devienen hacia un valor universal que las sustenta y las hace perdurables: levantan su presencia literaria a partir de la fuerza del acontecimiento que marca la vida de una época a profundidad, para mostrarla en distintas trayectorias históricas. Aquí, la relación lector-texto es directa, con referentes interpretables y varios casos verificables con más o menos sencillez.

Sin embargo, avanzando este siglo, aparece una idea que cambiaría la manera de escribir historias: la novela tiene que captar el espíritu de la época en que se está escribiendo o a la que se hace referencia. La idea la difundió el escritor austrohúngaro Herman Broch en su experiencia narrativa y ante la aparición de novelas como Ulises, de James Joyce. La palabra "espíritu" introduce una concepción abstracta, porque tal espíritu, el de una época, es todo y nada; el escritor se ve en la necesidad de hacer una apuesta al escribir su novela: captar dicho espíritu. La escritura tiene que registrar la esencia de la época para poder encontrar ese espíritu. El problema es que ese momento histórico se le aparece al escritor como un magma incognoscible, una opacidad impenetrable: si se lanza a la aventura de escribir una novela, va sobre ella como a ciegas, a pesar de contar con un proyecto ya muy estructurado.

Necesita, como un cazador de maravillas, lanzar su sensibilidad y sus recursos literarios hacia el vacío y el silencio de la oscuridad, a fin de toparse con la esencia de la época. No está de más decir que la palabra "esencia" es otra abstracción que, a primera vista y antes de la escritura, es también todo y nada. El acontecimiento de elementos verificables se ha disuelto ante la percepción del escritor. Se encuentra ya no entre sombras, desde donde puede todavía percibir y observar la Historia para deducir y traducir sus sensaciones a términos literarios. Se encuentra a ciegas, totalmente, en la opacidad silenciosa, casi en el borde de la adivinación.

Al cambiar la relación "escritor-objeto a narrar", tendrá que modificarse asimismo la relación "texto-lector", acto en que se realiza el ciclo "percepción-escritura-lectura". El novelista ofrecerá, entonces, una novela donde los referentes se han enrarecido, los acontecimientos se vuelven simultáneos (pertenecen a la "esencia de una época") y la intervención y la realidad comienzan a mezclarse. Es en este punto donde se encuentra Juan Rulfo, antes de escribir Pedro Páramo.

Se ha dicho que, en términos generales, una narración formula un suceso que ya aconteció y donde la actualidad del narrador emprende la escritura para traer al presente, vía actos de la memoria, la historia, independientemente de que la conozca o no antes de escribirla: narrará algo consumado. Esta relación es, tal vez, la primera que modifica Rulfo, invirtiendo el tiempo del recuerdo. Por lo general, son los vivos los que recuerdan a los muertos. En Pedro Páramo son los muertos los que recuerdan a los vivos. El acontecer se encuentra trastocado: la muerte anima la vida y la vida no existe más que en la memoria de la muerte. El presente es muerte, sombra, fantasmagoría. El pasado es la vida, la luz, el olor y el sonido de las vivencias. Juan Preciado, que entra a la novela y al paisaje árido de Comala, representa la vitalidad de los sueños de su madre, Doloritas Preciado, para cobrarle a Pedro Páramo nada más que lo que les corresponde a los Preciado. Juan, a mitad de la novela, en el fragmento núm. 24 del texto, fallece e ingresa a la fantasmal Comala, donde hasta los caballos y los perros son espectros: en la tumba que comparten, Preciado le cuenta a Dorotea La Curraca que lo mataron el ahogo y los murillos.

Dorotea siempre quiso tener al hijo que reconoció el cacique por mediación del padre Rentería, ya que la madre de Miguel había muerto al dar a luz. De esta manera, Pedro Páramo tiene un hijo sin madre, como tiene a Susana San Juan, esposa sin hijos; mientras, Juan Preciado, su único hijo legítimo, está expulsado de Comala, junto con su madre Doloritas (primera esposa del tirano). Es decir, las relaciones familiares de los Páramo se encuentran también trastocadas, confusas, pervertidas y decadentes, como le sucede a las dinastías caciquiles.

A partir de la muerte de Juan Preciado, la novela entra en la oscuridad total, en la vida extensa, desde donde se recuerda a los vivos. El trastocamiento, que opera por medio de símbolos, llega hasta el final. El día en que muere Susana San Juan, mujer querida y perdonada por el pueblo, en Comala se festeja, con música, bailes, repique de campanas, cohetes, circo y borracheras, el día de la Natividad: para Pedro Páramo es la mayor ofensa que recibe de parte de sus subordinados y amedrentados. Páramo no entiende que el festejo de la Natividad es, para Comala, la pertenencia de la vida después de la muerte de Susana. Entonces, Pedro Páramo sentencia a muerte a su pueblo: se sentará en su equipal jalisciense en espera de que todo se derrumbe, sin mover un dedo. Tampoco comprende ese día que, cuando movía un dedo, era también una sentencia de muerte y que el festejo de la Natividad le marcaba este hecho fatídico: sus movimientos y su palabra eran muerte, pensara lo que pensara, hiciera lo que hiciera. Por ello, su destino es trágico. Este hombre fuerte, poderoso, dominante, la gran figura de la región, significaba lo contrario para el pueblo: la muerte, la desaparición de su tierra, la próspera Comala, la que sueña la madre de Juan Preciado al inicio de la novela.

De esta forma, a través de trastocamientos, Juan Rulfo entra en el espíritu de la época. La primera edición de Pedro Páramo es de 1955: esto quiere decir que lo empezó a escribir unos tres o cuatro años antes. Pero anteriormente ya había escrito El Llano en llamas, conjunto de cuentos que le sirvieron de base y de experiencia narrativa para redactar luego el texto mayor. En la niñez y la adolescencia de Rulfo residen los recuerdos de los últimos estertores de la Revolución mexicana, pero en especial la guerra cristera (de ahí que el padre Rentería se incorpore a las fuerzas de Cristo Rey). El símbolo trastocado de mayor importancia se encuentra en la señalación de esos acontecimientos violentos. La guerra la hizo el pueblo vivo que, en la visión de Rulfo, devino en pueblo muerto: la guerra se hizo para que viviera el pueblo, por la natividad de una nueva república. Rulfo vaticinó que el último reducto del poder arbitrario y terrible, para México, serían caciques como Pedro Páramo. Allí donde se ha generado la pobreza extrema, la marginación, el miedo y la sumisión, allí se encuentra uno de los Páramo.