La Jornada Semanal,   domingo 9 de noviembre  del 2003        núm. 453

RULFO Y CANETTI

El 21 de septiembre recordamos los cincuenta años de la aparición de El Llano en llamas de Juan Rulfo. En la Sala Manuel M. Ponce de nuestra catedral del art déco, nos reunimos unas trescientas personas de todas las edades y todos los colores y sabores para hablar, recordar, homenajear y aplaudir las precisas palabras del más exacto y ahorrativo de nuestros escritores. Hablamos Claudia, la hija de Rulfo, Alberto Vital, estudioso infatigable y preciso comentarista de la vida y la obra rulfianas; el novelista Eduardo Antonio Parra, el dramaturgo Víctor Hugo Rascón Banda y este columnista que, en sus mocedades, anduvo varios caminos al lado del autor de Pedro Páramo.

A fines de 1964 se celebró en Génova una reunión de escritores latinoamericanos que presidió nuestro poeta, Carlos Pellicer. Los resultados no fueron la gran cosa, pero se logró condenar la invasión de Estados Unidos a República Dominicana y se hicieron varios homenajes urgentes a escritores que ya mostraban en su cara y en sus pasos la necesidad de que Pereira, el periodista cultural de la novela de Tabucchi, empezara a escribir sus notas necrológicas. Terminada la reunión viajamos a Roma, Rulfo, Asturias, Alberti y este tembloroso bazarista y chofer a cargo de la dirección de un Opel vetusto y poco confiable. Alberti miró de lado el armatoste, Asturias acomodó su corpachón en el asiento delantero y Rulfo, con la confianza que nos daba el paisanaje, me preguntó: "ƑLlegaremos en esa cosa?" Lo tranquilicé y le dije: "Tómate tus mejorales con Coca Cola, fúmate tu cigarrito, acábate tu espresso y rézale a la Virgen de Talpa." Se rió comedidamente, ocupó su lugar y me dio su apoyo moral.

En el largo camino a Roma hablamos de la visita que Alberti y yo habíamos hecho a Ezra Pound en Rapallo. Nos recibió en la puerta de la quinta un amable jardinero. Pidió nuestros nombres. Se cercioró de que estábamos en la lista de visitantes y nos condujo a un extremo del jardín en donde había un pequeño estrado, unas sillas de plástico y una mesita con una gran jarra de limonada y vasos (todo el tiempo pensé en los preparativos teatrales en la chejoviana casa de La gaviota). Nos sentamos y, a los pocos minutos, apareció el viejo tembelequeante y silencioso en que se había convertido Pound. Al salir del manicomio en el que lo había enjaulado su gobierno, inició la actitud de silencio total que lo acompañó hasta el fin de sus días. En Rapallo le ayudaba una amable mujer (compañera, enfermera, secretaria, en suma protectora). Llegó hasta nosotros y nos saludó con un leve movimiento de cabeza. Se sentó y escuchó nuestros datos de labios de su secretaria (inmensa la lista de actividades albertianas, modesta, demasiado tal vez, la relación de mis hechos). Pound nos miraba con benevolencia y un poco de curiosidad. Recuerdo que sonrió ligeramente cuando se mencionó el amor de Alberti por los cómicos del cine mudo norteamericano. La protectora sacó una hoja de papel en la que estaba escrito una especie de manifiesto o un intento de defensa. Nos dimos cuenta de que se lo leían a todos los visitantes. Su contenido no tenía intenciones exculpatorias sino un intento de explicación de la tragedia vital del poeta de los Cantos, del autor celebrado por Eliot como il miglior fabbro. Reconocía que había participado en varios programas de radio de apoyo al fascismo, pero que lo había hecho guiado por su odio a la usura institucional representada por los gobiernos burgueses, la banca internacional y el empresariado (todos recordamos su canto en contra de la usura). En eso coincidía con el programa de Mussolini; por lo tanto, era normal que lo hubiera apoyado en las transmisiones radiofónicas. El pequeño manifiesto aseguraba que a eso se había limitado su participación al lado del fascismo; consideraba que el castigo del gobierno estadunidense había sido a todas luces excesivo y terminaba diciendo que Pound, con su silencio total, protestaba por las incontables vejaciones sufridas, pedía perdón por los errores cometidos y dejaba de utilizar la palabra que había sido su razón de vida y ya no tenía sentido alguno. Nos miró a los ojos y, ayudado por su protectora, se levantó y caminó hacia la casa. El jardinero nos sirvió la limonada, la tomamos y nos acompañó a la puerta. No dijimos una sola palabra por un largo rato. Hacía viento en Rapallo y, a lo lejos, pasaban unos barcos de carga. Las gaviotas cruzaban el cielo de la tarde y nosotros seguíamos en el jardín, viendo al viejo poeta y escuchando su terrible silencio.

Alberti y Asturias, lectores de El Llano en llamas, querían saber muchas cosas sobre su autor y los personajes, pero a Rulfo le fastidiaba hablar de su vida y de su obra y, con pericia casi silenciosa, se fue llevando la charla hacia Brasil (conocía muy a fondo su literatura), Graciliano Ramos y su novela Vidas secas, algún texto de Machado de Assis y otros del médico y diplomático Guimarães, el mineiro universal. Unos días más tarde, Miguel Ángel y Rafael me pidieron que les hablara más de Rulfo, de su vida, sus actividades y su silencio.

Recordé en mi participación en la mesa redonda, una visita a don Elías Canetti el año mismo de su muerte. El gran escritor de Rushtuck (la Russe Rumana), la ciudad danubiana, de lengua alemana y de cultura ladina, andaba ya en las últimas. Visitó a su médico y fue advertido de que el tiempo ya lo andaba dejando. Educado y sereno, don Elías le dijo: "Doctor, yo me moriría con mucho gusto, pero, de momento, no tengo tiempo."

Hablamos con el autor de Masa y poder, comimos y, en la sobremesa, nos confió los nombres de sus cuentistas predilectos: Bocaccio, Cervantes, Gogol, Maupassant, Chéjov, James, Daudet, Carver, Kafka, Borges y... Rulfo. Habló con entusiasmo de "Diles que no me maten" y lo consideró un prodigio de construcción y de equilibrio entre la emoción y la inteligencia. Al llegar a esta parte de mi recuerdo, pensé que Juan debía estar, detrás de una de las columnas de la Ponce, mirándome con sorna. Fue entonces cuando le dije: "Tómate tus mejorales, termina tu espresso y tu Coca Cola, prende tu cigarrito y, como dicen los peninsulares, šjódete y ocupa tu lugar en la literatura universal!"


HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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