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México D.F. Martes 4 de noviembre de 2003

Rafael Alvarez Díaz*

ƑSeguridad pública a toda costa?

La seguridad pública como derecho humano y legítima demanda ciudadana se enfrenta a una aparente encrucijada. Para lograr la seguridad pretendida Ƒes válida cualquier acción del Estado? ƑCuáles son los límites de la autoridad en el cumplimiento de su obligación de brindar seguridad a los ciudadanos? ƑPodemos aceptar que se nos reduzcan o condicionen algunos derechos a cambio de que se preserven otros, como el de la seguridad pública?

El pasado 26 de septiembre se llevó a cabo en esta ciudad el foro Seguridad pública y derechos humanos, perspectivas internacionales, lecciones para México, convocado por la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés), el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro y la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, en el que participaron expertos, académicos y especialistas nacionales e internacionales.

Los asuntos medulares del debate se ubicaron en los distintos conceptos y modelos empleados hasta ahora en diversos países para entender y combatir la criminalidad. Si reconocemos que la seguridad es un derecho humano fundamental, es ineludible vincular esta garantía con el tipo de gobierno y Estado que se trate. La manera de comprender y enfrentar, por parte de un determinado Estado, el fenómeno de la inseguridad pública, refleja qué tan cerca se encuentra de la democracia o de la tentación autoritaria.

A veces se tiende deliberadamente a fundir y a confundir seguridad ciudadana con seguridad pública, seguridad pública con seguridad nacional, seguridad nacional con seguridad de un gobierno o, más aún, del grupo en el poder. Estos enredos oscurecen el problema central: la indefensión de los ciudadanos ante la omisión del Estado, obligado por ley a brindar seguridad a todos.

Los modelos basados en políticas punitivas de seguridad máxima, que privilegian la mano dura y condicionan o limitan libertades por encima de la prevención, la persuasión y el consenso, a menudo han fracasado, pues no han reducido el número de delitos y, en cambio, sí han arrasado bases democráticas de convivencia social.

Estas medidas, adoptadas por regímenes autoritarios, han llegado a considerarse como violencia política de baja intensidad, a pesar de que tengan adeptos entre quienes creen en espectaculares alardes de fuerza más que en acciones preventivas, legislativas y en reformas estructurales inscritas en una estrategia cuyos resultados tardan en percibirse más allá de un periodo de gobierno.

Estigmatizar a ciertos grupos por su apariencia, costumbres, edad, orientaciones sexuales, ideológicas o políticas, como principales causantes de la inseguridad, suele ser una respuesta inmediata de la autoridad. Con ello se está trasladando un problema de toda la sociedad a una parte débil de ella. Esta medida, aunque es incorrecta, puede generar tranquilidad y sensaciones de seguridad en el resto de la sociedad, que no comparte este estigma.

Abusar de la prisión preventiva, vulnerar la legalidad por parte de la autoridad, aumentar la discrecionalidad al aplicar la ley, avanzar en la criminalización de conductas que no son delitos y justificar o trivializar violaciones a los derechos humanos frecuentemente han generado mayor violencia y no se han conseguido reducir el crimen. Además, al elegir estas medidas, un gobierno se aleja de uno de los propósitos fundamentales de todo Estado democrático: brindar seguridad respetando los derechos humanos.

Esta visión de seguridad máxima o de seguridad a toda costa supone la renuncia a los derechos humanos como centro de la política pública de un Estado.

El dilema entre un inocente en la cárcel o un delincuente en la calle nos habla de la controversia entre un modelo de seguridad máxima y otro de seguridad mínima. Desde la perspectiva de la defensa y promoción de los derechos humanos, en un Estado democrático no hay duda posible. El respeto a principios básicos, como la presunción de inocencia, la seguridad jurídica y la opción por el débil, por la víctima del delito y de las violaciones a los derechos humanos, nos dicen que no se puede perseguir el delito cometiendo otros y que no hay seguridad pública posible sin seguridad ciudadana, con pleno respeto a las garantías fundamentales de todos.

La manera en que se resuelva esta contradicción en el Distrito Federal y en nuestro país en general nos dirá qué tan cerca estamos de la democracia anhelada y, al mismo tiempo, nos mostrará el rostro del Estado y de la sociedad que realmente somos. Las autoridades, los legisladores y los jueces tienen la palabra.

* Defensor de derechos humanos

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