La Jornada Semanal,  domingo 2 de noviembre  de 2003         452

EL PERIPLO NARRATIVO DE SERGIO PITOL

 DANIEL SADA
Sergio Pitol,
Obras reunidas tomos I y II,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2003.
 
 

Sergio Pitol confiesa, en el prólogo del primer tomo de sus obras reunidas, que ejercitarse en la traducción de novelas lo estimuló a probar suerte en ese género que hasta entonces consideraba vedado. Todavía la magnitud de esta premisa sugiere un largo andamiaje de lecturas en diferentes lenguas, como son, en su caso, el inglés, el polaco, el italiano y el ruso, lenguas de las cuales ha traducido Los papeles de Aspern, de Henry James; Las puertas del paraíso, de Andrezejewski; El buen soldado, de Ford Maddox Ford; El corazón de las tinieblas, de Conrad; Las ciudades del mundo, de Vittorini; y Caoba, de Boris Pilniak. Cierto es que la denodada asimilación de tan fragosas y sutiles lógicas de lenguaje habría de dimensionar un registro perceptivo que, en su traslado al español, matizó los puntos de vista que Pitol sustentaría en sus futuras empresas literarias. También la gama de contagios y contactos, fruto de sus periplos europeos, así como de su incursión en el Servicio Exterior Mexicano, incidiría en sus temas, circunscritos hasta entonces a un ámbito familiar donde mediante el ejercicio de la memoria decantaría lo fársico y aberrante de un entorno que a poco se asfixiaba en sus convenciones. No obstante, ya desde sus cuentos Pitol prevé que todo género puede desestructrurarse, y la novela, terreno fértil para la incorporación de elementos discordantes, pero con carga estética, alcanzaría una naturalidad hegemónica, capaz de refutar toda suerte de cánones y preceptos.

Para ubicar las primeras novelas de Sergio Pitol hay que remitirse a los años setenta: época de consolidación de las vanguardias de último grito y a la dispersión exasperada de teorías acerca de la novela. En aras de atisbar en una identidad, ya por demás desperfilada, Pitol intenta esquivar todos esos tufos circunstanciales y a su vez huir de los embates canónicos; ¿cómo hallar la vía personal en medio de la efervescencia? Una novela como El tañido de una flauta da fe cabal de ese dilema. La apuesta por la novedad debió consistir en acoplar la experimentación a un propósito nítido de principio a fin. Depurar ese decurso no tenía más objeto que la combinatoria entre una narración conjetural que a su vez concluyera en una narración eminentemente dramática. Si para Pitol, como para todo gran narrador, la novela no es otra cosa que el crecimiento de la psique, en ese primer acceso se obligó, como lo ha hecho siempre, a efectuar constantes replanteamientos de la trama. No hay en El tañido… un rígido desarrollo vertical, pero sí una jerarquización de motivos. Los personajes actúan a expensas de su exasperación en un afán de querer asirlo todo. Es entonces que se ponen en juego sus delirios así como sus sofisticados tedios: personajes como Carlos, Paz Naranjo o Morales, todos portadores de una nutrida dosis de referencias literarias, se entusiasman por cuanto se desalientan con sus proyectos, y el narrador se imbrica en esos devaneos, por patéticos y extravagantes que sean, afinando una y otra vez una suave ironía que es la que domina el espíritu de la novela. De ahí también que el narrador calibre, con absoluta vivacidad, tanto descrédito artístico y tanta aspiración necia. Si algo exhibe El tañido de una flauta es una abundancia de estados de ánimo supeditados a un sinfín de contrariedades que, en definitiva, son la substancia de la trama. Dejarse contagiar por ese espectro cultural cuyos tentáculos apresan cine, literatura, pintura, filosofía, historia y demás, es el efecto de una tentativa siempre nebulosa y siempre grotesca que terminará por desvanecerse. Pareciera que en El tañido de una flauta todo es ocasional. Es una serie de montajes que pronto se desmontan y es así que las subtramas cobran un peso inusitado. Son las incidencias las que fortalecen al eje narrativo, de tal suerte que un hecho, o una idea apenas engrosada, fuese el vehículo que suscitara insospechadas digresiones. A esta estrategia discursiva habría que añadir el tratamiento y la sincronía de la prosa con el tema de la novela. Se impone un fraseo desbordante, tan expansivo como las ideas. Más que en ninguna otra obra de Pitol, en El tañido… abundan las perífrasis y las frases subordinadas, así como su sentido enfático y expletivo, a veces contaminados de exabruptos, cuyos efectos determinan las ansiedades o los despropósitos de los personajes. El narrador no es dictatorial, sino que se desdobla y así se afana en ser fiel a las contingencias anecdóticas, a menudo percibidas como síntomas fortuitos cuya repercusión jamás se demora.

Toda conjetura está sometida a un efecto inmediato, y ese efecto genera nuevas y sorpresivas subtramas. En tal sentido Pitol es consciente de que la novela es un territorio impregnado de deseos y de renuncias. Ninguno de los personajes llevará sus empeños hasta las últimas consecuencias, por eso es que El tañido de una flauta tiene todos los visos de una tragicomedia. Carlos, Paz Naranjo, Morales y la Falsa Tortuga lucharán por alcanzar sus fines, a sabiendas de que una vez alcanzados sufrirán una desilusión, misma que habrá de empujarlos a alimentar sus deseos desde un nuevo, y tal vez sombrío, punto de partida. Lo excepcional de esta primera gran novela de Segio Pitol es el acopio de recursos conceptuales y estilísticos que deja traslucir todo el caudal de lecturas con que el autor contaba desde entonces. Ahí está la densidad psicológica de Pilniak; la propensión conjetural de Henry James; la fuerza afectiva de Conrad, o el discernimiento digresivo de Ford Maddox Ford, amén de otras múltiples influencias útiles para consolidar el nivel preciso de una intriga; esto se infiere en que, a pesar de la copiosa exposición de anatemas y analogías, el narrador jamás divaga, y si lo hace sólo es para darle a las situaciones otra dirección y otro relieve incidentales.

En El tañido de una flauta se respira el vértigo de una época en la cual pervive una sociedad ávida de cambios en todos los órdenes. También el deseo paradójico de conquistar al mundo y servir de ejemplo, acaso nada más a través del arte, atisbando en lo que debe ser el nuevo estigma mexicano y, por deducción, latinoamericano. Algo se logrará. Acaso legitimar un arte de anticipación o la catadura de una estética propositiva, lo cual no llegará a ser más que la resaca de recuerdos morbosos, a fin de que los personajes se agencien una nostalgia imperecedera. La aventura europea será tan fascinante como incierta, y justo al final la imagen de una Venecia lánguida será el sinónimo del abatimiento espiritual que ha postulado todo el decurso de la obra.

Quizá Juegos florales sea la novela más desconocida de Sergio Pitol, o al menos la menos comentada. No obstante, a mi juicio, es una de las que posee mayor unidad dramática. El mismo planteamiento insinúa un juego de venganzas y todo gira en torno a un personaje ampuloso, Billie Upward, cuya locura deviene de un embrujo; esa es la sospecha general, aunque también se desprenden otras atribuidas al amor, siempre dislocado, por la literatura, y al amor por el amor mismo. Se trata de un personaje tan magnificente que corroe a los demás sin siquiera proponérselo. Sus explosiones discursivas terminan en un llanto inconsolable, salpimentado de carcajadas y berridos. Y es a partir de Billie que la interrelación entre los demás personajes se afecta y se vulnera. Así es como el texto transita sugiriendo una suerte de venganza y sospecha irrefrenables. Es un monstruo que tiende a crecer, a costa de empequeñecer a cuantos lo rodean, pero la rutina y el trato al sesgo con ella es lo que evidencia sus taras, sus sobresaltos mecánicos, y es entonces que para todos el personaje se vuelve previsible. Pese a su intensidad, o tal vez a causa de esa intensidad, al final de cuentas Billie no tiene misterios. Su magma efusivo se contrae, pero queda inserta el ancla de su profusión como un rescoldo fatídico. La compleja estructura de Juegos florales ofrece, en principio, una verticalidad anecdótica donde el presente narrativo se amplifica. Luego hay una suspensión episódica que da paso a las especulaciones emanadas de un relance de sospechas, y es ahí donde Sergio Pitol arremete con toda su fuerza narrativa. El sentido conjetural de su prosa adquiere visos dramáticos insospechados. En la medida que los personajes intentan alejarse de ese ente esperpéntico, más parecen depender de él. Habrá que ignorarlo para destruirlo, pero aun así quedarán los efluvios de un encantamiento maldito o el proceso de un difícil olvido que aún enverva y lastra. En Juegos florales Sergio Pitol calibró con total certidumbre la mecánica del drama: las cosas parten de la normalidad, se complican, y vuelven a la normalidad. No hay suceso que alcance una contundencia tácita, porque el roce humano sólo suscita una serie difusa de contrariedades, y el olvido no es resignación, sino un casual desprendimiento. Me atrevo a pensar que con Juegos flores Pitol encontró lo más genuino de su voz, así como también afinó su percepción. Por ello mismo da gusto que el Fondo de Cultura Económica haya tenido la iniciativa de publicar, en esta bellísima edición, los dos primeros tomos de sus Obras Reunidas. Por su dimensión universal y por lo excepcional e insólito de su obra, Sergio Pitol ya es un clásico de nuestras letras •