La Jornada Semanal,   domingo 2 de noviembre  del 2003        núm. 452
Eduardo Antonio Parra

Una novedad llamada 
El llano en llamas

Por los cincuenta años de la publicación de El llano en llamas, por hablar con la voz de su pueblo y con su propia e intransferible forma de decir las cosas de la realidad y del sueño, de la vida y la muerte, celebramos a Juan Rulfo, escritor mayor de la lengua española, autor firmemente enraizado en el llano en llamas de nuestra literatura. En ésta y en la próxima entrega, Federico Campbell, Jorge Edwards, Roberto García Bonilla, Hugo Gutiérrez Vega, Álvaro Mutis, Eduardo Antonio Parra, Guillermo Samperio, Luis Tovar, Felipe Vázquez y Alberto Vital documentan con sus análisis esta revisión de la obra rulfiana y, con la sencillez y la ausencia de pompa y circunstancia exigidas por el modo de ser de Rulfo, le rinden los homenajes que se desprenden de cada relectura de la siempre vigente obra de este maestro de la narrativa universal.

¿Por qué es un clásico El llano en llamas? ¿Por qué la mayoría de los escritores y críticos están de acuerdo en que este pequeño volumen de diecisiete relatos constituye el más alto logro de la narrativa corta en México? ¿Por qué década tras década los lectores continúan abriéndolo con gusto e interés, al grado de haberlo convertido en la colección de cuentos más leída en la historia de México y de hacerla parte de nuestro imaginario colectivo?

Para responder a estas preguntas, ahora que estamos celebrando su primer medio siglo de edad, quizás habría que intentar un acercamiento "inocente" al volumen, un recorrido a través de sus páginas tal y como lo hicieron sus primeros lectores hace cinco décadas. Esto es, leerlo sin tomar en cuenta todo lo que se ha escrito acerca de Juan Rulfo y su obra, tal y como lo haríamos con un libro de cuentos que apenas viera la luz en estas semanas.

De este modo las preguntas iniciales pueden reducirse a una sola, tal vez a dos: ¿Cuál sería la reacción de los lectores si El llano en llamas hubiera aparecido este año? ¿Qué escribiría un comentarista literario de la aparición de un cuentario semejante en el panorama de la narrativa actual? Seguramente, tras abrir el volumen como si lo acabara de tomar de la mesa de novedades de cualquier librería, no podría parar de leerlo sino hasta la última página. Y después, entusiasta, escribiría una reseña que informara al público sus impresiones en términos como estos:

De las publicaciones que empezaron a circular en las mesas de novedades durante el segundo semestre de este 2003, destaca el libro de un autor jalisciense hasta ahora desconocido, pero que con seguridad llegará a ocupar un lugar importante en nuestras letras. Se trata de un hombre de treinta y cinco años, de nombre Juan Rulfo y el título de su volumen es El llano en llamas, constituido por piezas cortas que, según afirma la cuarta de forros, retratan la vida de cierta región de Jalisco, pero que bien podría ser un modelo a escala de la vida nacional.

Escritos con un lenguaje denso, poético, cuyo sustrato nunca se aparta del habla popular, los textos aquí reunidos constituyen un desafío para las tendencias urbanas actuales de la narrativa mexicana, pues el ámbito reflejado en El llano en llamas es, sin ninguna excepción, rural. No obstante, de una manera elíptica, metafórica, las historias trazadas en cada uno de los relatos representan los conflictos que aquejan al hombre de finales del siglo xx y de principios del xxi, no importa si vive en el campo o en la ciudad. 

En estas páginas el lector encontrará la desesperación producida por la falta de dinero, que a ninguno de los "hijos de la crisis" en México nos puede resultar desconocida; también la violencia política y social que durante los últimos años se ha extendido por todos los rincones del país; y, por supuesto, la movilidad individual o las migraciones colectivas, siempre para buscar mejores condiciones de vida, que parecen ser el sino de quienes transitamos la postmodernidad. Los personajes del joven Rulfo son individualistas, sufren de incapacidad para comunicarse con los otros, incapacidad que no pocas veces deriva en egoísmo pleno y, en situaciones críticas, también en estallidos de violencia. 

Desde el primer relato, "Nos han dado la tierra", Rulfo se apodera del lector por medio de una atmósfera oscura, envolvente, pesada, que habrá de perdurar todo el volumen y da la sensación de aplastar a los personajes que se desplazan sobre un llano en busca de la tierra prometida. Escritas en un tiempo presente, las acciones se sustraen de la temporalidad, o si se quiere, se insertan en una suerte de eternidad donde la voz del narrador-personaje fluye en una constante espiral sintáctica, llena de frases simbólicas que acentúan el tono trágico. Porque lo que se cuenta es una tragedia, sólo amortiguada en ocasiones por algunas expresiones en las que se destila una ironía triste que provoca en el lector, si acaso, una sonrisa amarga. La estructura abierta nos indica que, imposibilitados para encontrar lo que buscan, los personajes están condenados a seguir deambulando sin rumbo, siempre sobre ese llano candente, como ahora mismo lo están haciendo los migrantes en cualquiera de los tantos desiertos de nuestro país.

En "La cuesta de las comadres", los típicos malditos del barrio, tan comunes en el cine y en la literatura mexicana, se nos presentan como los abusadores de un caserío rural situado, como su título indica, en una cuesta. Con malicia, el narrador nos dice en un principio que los Torrijos han muerto y enumera sus crímenes. Pero poco a poco, como quien retira las capas de una cebolla, nos enteramos de que él era cómplice de los malhechores, que vio morir al primero y mató al segundo. En este cuento presenciamos tres homicidios cometidos sin rencor, descritos con ironía, sin dramatismo, con una fría naturalidad que los torna aún más violentos. El ritmo de la narración, pausado, monótono, no hace sino incrementar nuestro pasmo ante una violencia brutal pero serena, que parece surgir de los hombres como un acto cotidiano.

En "Es que somos muy pobres" la tragedia se urde alrededor de la pérdida de una vaca durante una inundación. El narrador es un niño que describe el siniestro y la angustia de su padre al presuponer que su hija de catorce años, la dueña de la vaca, se va a tirar a la prostitución al ver perdido su único capital. Apoyada en una estructura más compleja que las anteriores, donde a partir del presente las acciones se remontan al pasado y de ahí se proyectan hacia el futuro, la voz irónica con la cual se narra la historia se desdobla por momentos en humor negro sin que se pierda nunca la inocencia de la perspectiva infantil. Por el tema de este relato y por la manera de resolverlo, Rulfo nos demuestra que ha leído y ha asimilado muy bien la obra de los cuentistas norteamericanos más destacados del fin de siglo.

En las tres primeras piezas de El llano en llamas la complejidad literaria va en crescendo, hasta llegar a "El hombre", verdadero prodigio de estructura y dramatismo. Narrado en varios tiempos y a través de múltiples puntos de vista, trata de la persecución de un asesino que ha ultimado a toda una familia. Mediante la técnica de acciones paralelas, Rulfo logra aquí dar la sensación de simultaneidad, presentando al mismo tiempo los pensamientos del perseguido y del perseguidor sin detener el movimiento en ningún instante. Tanto el asesino como el vengador son hombres inconscientes, y por lo tanto inocentes, con lo que su violencia se asemeja a la de la naturaleza, que destroza lo que se le atraviesa al paso sin motivos reales, por pura fatalidad. El autor consigue desde la primera frase una tensión insuperable gracias a la persecución y, cuando el lector cree que esa tensión va a estallar, introduce, en boca de un testigo de los hechos, un discurso distinto, con ciertos giros cómicos que, no obstante, no alcanzan a diluir la sensación de tragedia. 

Con sólo comentar estos cuatro relatos iniciales quedaría puesto en relieve el talento de este joven narrador. Su oído es uno de las más agudos que han aparecido en nuestras letras durante los últimos años. Rulfo es un ventrílocuo dotado. En sus textos finge callar para que sean sus personajes quienes hablen. Sin embargo, podemos adivinar detrás de esas voces un origen único que imprime unidad de estilo al conjunto. La estrategia narrativa que más llama la atención en su libro es aquella que, según Borges, la narrativa empezó a perder desde principios del siglo xx. Me refiero al uso del "oyente implícito". 

En todos los relatos de El llano en llamas, tanto los personajes como el narrador externo, cuando lo hay, cuentan una historia dirigida a alguien que escucha. Este oyente puede existir "de bulto" como en los relatos "En la madrugada", "Luvina", "Acuérdate" y "El día del derrumbe", en los cuales los narradores le hablan directamente a otro personaje, o puede ser tácito, como en casi todos los demás. Incluso hay algunos dialogados, como "Paso del norte", en el que el lector parece escuchar una conversación real, oculto junto a los protagonistas. 

Los personajes de Rulfo son dados a las confidencias, nos platican muy cerca del oído cosas que vieron o vivieron o les contaron otras personas, como en una conversación casual. Pero a veces esas confidencias devienen confesiones terribles, y los lectores sentimos que nos están usando de algún modo para aligerar la culpa que les dobla el espinazo.

Esto sucede en el cuento "En la madrugada", donde un viejo, desde la cárcel, afirma que no se acuerda de haber matado a su patrón, pero tampoco lo niega. "Puede ser…", dice. O en "Talpa", en el que un adúltero, amante de la mujer de su hermano enfermo, nos cuenta cómo llevaron a éste a una peregrinación para que muriera y así se quitara de en medio. O en el relato que da título al volumen, "El llano en llamas", donde un bandolero nos enumera, como hazañas heroicas y con una ironía que raya en lo insólito, una ristra de crímenes brutales cometidos en toda la región. 

Como en todo libro de relatos, en El llano en llamas hay algunos que se pueden considerar menores. Tal es el caso, desde el punto de vista de este lector, de "Macario", "La noche que lo dejaron solo" y "Acuérdate". "Macario" es el monólogo de un idiota, narrado con un lenguaje más bien simple, con un ritmo demasiado entrecortado y cuyo hilo conductor es una serie de asociaciones de ideas que, si bien revela muchas cosas, no conduce a nada. "La noche que lo dejaron solo" es una estampa de la guerra de los cristeros, bastante desteñida ya en nuestra memoria colectiva. "Acuérdate" es un relato-anécdota muy incompleto, donde un policía de pueblo termina colgado por asesino.

Pero estas páginas también contienen verdaderas obras maestras, además de otras piezas que llaman la atención por su novedad estructural o estilística. Entre las primeras ya se mencionó "El hombre" a causa de sus audacias técnicas, aunque la virtud del joven Rulfo como narrador no se reduce al uso de técnicas novedosas. Hay que mencionar que en su libro, cuando el tema o la historia del relato posee suficiente fuerza, la complejidad estructural disminuye. Es decir, se trata de un escritor con el criterio suficiente para obviar los alardes técnicos si éstos no son necesarios para conseguir el efecto deseado. 

Tal es el caso de "Talpa", cuento en el cual se nos narra un crimen peculiar, que hubiera sido perfecto de no ser por la culpa que atenaza a uno de los homicidas: la mujer del muerto, Tanilo. "Talpa" tiene su complejidad en el argumento, donde los adúlteros llevan al cornudo a una peregrinación para ver a la virgen. Las peripecias del viaje, la multitud que camina en torno a los protagonistas, las descripciones de los penitentes, la muerte y el entierro de Tanilo, así como el desenlace con los remordimientos y la decepción de los homicidas le dan a este relato una fuerza difícil de igualar en nuestras letras.

Lo mismo sucede con "Luvina", cuya originalidad reside en su falta de argumento preciso. Se trata de una larga descripción que ni siquiera es física, sino la de una atmósfera de horror que parece apoderarse de los personajes, aunque éstos no hagan nada –de hecho no hacen nada–, y que ha exprimido toda la vitalidad del narrador-protagonista. En la literatura mexicana existen muy pocos relatos como éste, cuya fuerza y tensión dramáticas estén sostenidas por el puro lenguaje.

Otra de las piezas que se encuentran en este nivel de perfección es "No oyes ladrar a los perros". En él, el movimiento incesante, la marcha de un hombre que carga sobre los hombros a su hijo herido en un pleito, se convierte en el gran distractor que permite que lo que no está dicho en el texto sea lo que en realidad importa, la historia oculta que otorga toda su fuerza y una tensión sombría a lo que sí se dice. Con resonancias mitológicas y un sustrato popular que trae a la memoria aquel corrido de "El hijo desobediente", "No oyes ladrar a los perros" parece haber sido concebido y escrito mejorando las técnicas más originales de la cuentística universal de nuestros días. 

En cuestiones de calidad, las piezas mayores de este volumen no están tan alejadas de las piezas menores. Hay aquí un alto nivel literario que se sostiene desde el primer relato hasta el último, lo que indica el pulso firme de su autor, su sabiduría e intuición. La unidad del volumen se debe a muchos factores, entre los que destacan el lenguaje poético, a la vez complejo y sencillo, y una visión del mundo en la que se mezclan angustia e ironía, tragedia y humor negro.

El llano en llamas refleja varias de las tribulaciones del hombre de nuestros días. El individualismo y el egoísmo. La movilidad incesante de quienes tienen que emigrar de su tierra natal para no sucumbir. La pobreza de tanta gente ya sea en los caseríos o en las ciudades. La miseria de los campesinos mexicanos en la era de globalización. La vida caótica en el inicio de milenio acaso esté plasmada en las estructuras múltiples y abigarradas de muchos de los relatos. 

Pero, sobre todo, la violencia que vibra en cada una de sus páginas es la que todos los días vemos por televisión o leemos en los periódicos: los estallidos motivados por la miseria; los crímenes causados por la codicia; la explotación del hombre por el hombre; los asesinatos pasionales; los rancheros norteamericanos balaceando a nuestros migrantes en el río Bravo, como en el cuento "Paso del norte"; la enfermedad; la guerra; la violencia del clima y de los elementos, como los terremotos, las sequías y las inundaciones que en estas últimas semanas se habrán llevado quizá muchísimas vacas como la de la niña de "Es que somos muy pobres".

Libro inaugural del joven Juan Rulfo, El llano en llamas no es tan sólo la promesa de una brillante carrera literaria, sino la primera entrega de un cuentista natural, un narrador que ha llegado a la literatura completo y maduro. Pocos escritores se dan a conocer con un volumen tan sólido, que emana de nuestra mejor tradición y se integra al mismo tiempo a ella en un sitio visible. 

Sin duda varios de los relatos incluidos en esta colección formarán parte de las antologías más estrictas del cuento mexicano y latinoamericano. El llano en llamas tiene, según el punto de vista de este lector, su permanencia asegurada. Es un libro del que mucho se hablará y escribirá durante los próximos años.