La Jornada Semanal,   domingo 26 de octubre  del 2003        núm. 451
Mi querido Álvaro,

Philippe Ollé-Laprune

Llega al parecer un tiempo para el escritor, en que los premios, honores y medallas invaden la existencia. El tiempo del reconocimiento. Reconocimiento: suena como si pudiéramos conocer a un autor, o mejor, haberlo conocido, para tener el placer de visitarlo nuevamente. Como una lección aprendida que tuviéramos el deber de repasar. Palabras y actitudes que deben hacer reír a Maqroll, y a ti sonreír en silencio. Más aún, "reconocer" sería negar a la poesía su condición privilegiada, de portadora de enigmas que no se deja atrapar definitivamente, y de misterios que dejan tras de sí algo como puntos suspensivos. Pero hay también el placer de festejar a los amigos, el deseo de compartir con otros los momentos de complicidad con todo íntimos, de mostrar la admiración, el respeto y la curiosidad siempre alerta cuando tu nombre es pronunciado. Te escribo entonces esta breve carta para decirte en voces altas estas pequeñas cosas que me regocija tanto vivir y que te conciernen.

Teníamos ya en común algunos amigos, un río, el Sena, que sabía hablarnos a los dos, y algunos nombres de escritores cuya huella volví a encontrar en tus libros (quién más ha citado bajo otras latitudes a mi querido René Crevel...). Había sobre todo la dicha sincera de verse y celebrar la vida y sus placeres.

Y luego un día, durante una comida, cuando nos disponíamos a lanzar el proyecto de la Casa Refugio Citlaltépetl, tuviste una mezcla de generosidad y de inconciencia al decirme que podía pedirte lo que quisiera de ti. Te propuse entonces asumir la presidencia de nuestra asociación y aceptaste. Sin embargo todo mundo conocía tu reticencia ante las "máquinas culturales", tu escepticismo (oh, cuán justificado...) frente a un universo que se dice literario pero que responde a un orden más próximo a la promoción indiscriminada que a criterios dignos de un artista. Pero construimos juntos este proyecto y nuestras únicas herramientas fueron la terquedad, el cuidado de hacer bien, las dudas permanentes y las risas que liberan de angustias sin embargo justificadas. Que nadie se llame a engaño: nunca tuve la indecencia de pedirte algo que no desearas o no pudieras hacer. No. Pero las cartas que enviamos llevan tu nombre y dicen: Álvaro Mutis, Presidente. Y eso reconforta e incluso hace sonreír. Y hay luego todos esos momentos en los que te acercas al público, en la Casa Refugio, en el Palacio de Bellas Artes, en Puebla o en otra parte, y encuentras las palabras que permanecen, las que saben decir sin demagogia las tragedias de nuestro tiempo sin caer en los lamentos ni en el horror del discurso mediático. Deseaba entonces decir el placer y el orgullo de sentirte a lado nuestro y cómplice de nuestras esperanzas y nuestras decepciones, más que hacer el elogio de una obra ejemplar, que de eso se encargarán mejor que yo muchos críticos y universitarios.

Sigo intrigado por la relación que mantienen la literatura y el poder, como si los autores que dan vida a seres de papel pudieran a veces tener la tentación de ocuparse de la vida de los mortales. En cuanto a los políticos, hubo un tiempo, que hoy parece lejano, en que gustaban de la compañía y consejos de esos creadores que los transformaban o inspiraban cuando tenían que resolver los problemas de la Ciudad. En nuestros días la ambigüedad de estas relaciones es fuerte y muchos escritores dejan el mundo de lo imaginario para hacer profesión de dador de lecciones. Tu reserva benévola, tus estímulos discretos y tu generosidad te sitúan en las antípodas de esas maneras de actuar. Por mi parte, sé de tu incomodidad ante los elogios, pero no tengo muchas otras soluciones para hablar de mi "Presidente", de quien he aprendido mucho más de lo que piensas, y que sabe dejar trabajar cuando es preciso e intervenir cuando lo siente. Y sabe sobre todo hacerlo con el tacto y el respeto nunca desmentidos del "hombre que tiene modales", como dirían mis compatriotas de tu generación.

Señor Presidente, sólo me queda desearte lo mejor, decirte nuevamente mi placer por haber compartido nuestra Casa Refugio, con el vigor de nuestras dudas compartidas y contentos de resistir modestamente el triste orden de las cosas, o de hacer al menos el esfuerzo. Mi esperanza y mi ambición, pese a todo modestas, son seguir oyéndolos, a Maqroll y a ti, reír de nuestras locuras y acompañar nuestro recorrido. 

Tu amigo y tu fiel lector.