Breve
antología
Álvaro
Mutis
Amén
Que te acoja la muerte
con todos tus sueños
intactos.
Al retorno de una furiosa
adolescencia,
al comienzo de las vacaciones
que nunca te dieron,
te distinguirá la
muerte con su primer aviso.
Te abrirá los ojos
a sus grandes aguas,
te iniciará en su
constante brisa de otro mundo.
La muerte se confundirá
con tus sueños
y en ellos reconocerá
los signos
que antaño fuera
dejando,
como un cazador que a su
regreso
reconoce sus marcas en la
brecha.
De Los trabajos
perdidos
Nocturno
Esta noche ha vuelto la lluvia
sobre los cafetales.
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de
los cámbulos,
ha vuelto a llover esta
noche un agua persistente y vastísima
que crece las acequias y
comienza a henchir los ríos
que gimen con su nocturna
gama de lodos vegetales.
La lluvia sobre el cinc
de los tejados
canta su presencia y me
aleja del sueño
hasta dejarme en un crecer
de las aguas sin sosiego,
en la noche fresquísima
que chorrea
por entre la bóveda
de los cafetos
y escurre por el enfermo
tronco de los balsos gigantes.
Ahora, de repente, en mitad
de la noche
ha regresado la lluvia sobre
los cafetales
y entre el vocerío
vegetal de las aguas
me llega la intacta materia
de otros días
salvada del ajeno trabajo
de los años.
Canción del este
A la vuelta de la esquina
un ángel invisible
espera;
una vaga niebla, un espectro
desvaído
te dirá algunas palabras
del pasado.
Como agua de acequia, el
tiempo
cava en ti su arduo trabajo
de días y semanas,
de años sin nombre
ni recuerdo.
A la vuelta de la esquina
te seguirá esperando
vanamente
ese que no fuiste, ese que
murió
de tanto ser tú mismo
lo que eres.
Ni la más leve sospecha,
ni la más leve sombra
te indica lo que pudiera
haber sido
ese encuentro. Y, sin embargo,
allí estaba la clave
de tu breve dicha sobre
la tierra.
De Los trabajos
perdidos
Batallas hubo
I
Casi al amanecer, el mar
dorado,
llanto de adormideras, roca
viva,
pasto a las luces del alba,
triste sábana que
recoge entre asombros
la mugre del mundo.
Casi al amanecer, en playas
de pizarra
y agudos caracoles y cortantes
corolas,
batallas hubo, grandes guerras
mudas
dejaron sus huellas.
Se trataba, por fin,
del amor y sus hirientes
hojas,
nada nuevo.
Batallas hubo a orillas
del mar
que rebota ciego y desordenado,
como un reptil preso en
los cristales del alba.
Cenizas del amor en los
altares del mundo,
nada nuevo.
II
De nada vale esforzarse en
tan viejas hazañas,
ni alzar el gozo hasta las
más altas cimas de la ola,
ni vigilar los signos que
anuncian la muda invasión
nocturna y sideral que reina
sobre las extensiones.
De nada vale.
Todo torna a su sitio usado
y pobre
y un silencio juicioso se
extiende, polvoso y denso,
sobre cada cosa, sobre cada
impulso
que viene a morir contra
la cerrada coraza de los días.
Las tempestades vencidas,
los agitados viajes,
sólo al olvido acuden,
en su hastiado dominio
se precipitan y preparan
nuevas incursiones
contra la vieja piel del
hombre
que espera su fin
como pastor de piedra ingenua
y aguas ciegas.
III
Y hay también el tiempo
que rueda interminable,
persistente, usando y cambiando,
como piedra que cae o carreta
que se desboca.
El tiempo, muchacha, que
te esconde en su pecho
con tus manos seguras y
tu melena de legionaria
y algo de tu piel que permanece;
el tiempo, en fin, con sus
armas ocultas.
Nada nuevo.
Pienso a veces...
Pienso a veces que ha llegado
la hora de callar.
Dejar a un lado las palabras,
las pobres palabras usadas
hasta sus últimas
cuerdas,
vejadas una y otra vez
hasta haber perdido
el más leve signo
de su original intención
de nombrar las cosas, los
seres,
los paisajes, los ríos
y las efímeras pasiones
de los hombres
montados en sus corceles
que atavió la vanidad
antes de recibir la escueta,
la irrebatible lección
de la tumba.
Siempre los mismos,
gastando las palabras
hasta no poder, siquiera,
orar con ellas,
ni exhibir sus deseos
en la parca extensión
de sus sueños,
sus mendicantes sueños,
más propicios a la
piedad y al olvido
que al vano estertor de
la memoria.
Las palabras, en fin, cayendo
al pozo sin fondo
donde van a buscarlas
los infatuados tribunos
ávidos de un poder
hecho de sombra y desventura.
Inmerso en el silencio,
sumergido en sus aguas tranquilas
de acequia que detiene su
curso
y se entrega al inmóvil
sosiego de las lianas,
al imperceptible palpitar
de las raíces;
en el silencio, ya lo dijo
Rimbaud,
ha de morar el poema,
el único posible
ya,
labrado en los abismos
en donde todo lo nombrado
perdió hace mucho
tiempo
la menos ocasión
de subsistir,
de instaurar su estéril
mentira
tejida en la rala trama
de las palabras
que giran sin sosiego en
el vacío
donde van a perderse
las necias tareas de los
hombres.
Pienso a veces que ha llegado
la hora de callar,
pero el silencio sería
entonces
un premio desmedido,
una gracia inefable
que no creo haber ganado
todavía.
Balada imprecatoria
contra los listos
Ahí pasan los listos.
Siempre de prisa, alertas,
husmeando
la más leve oportunidad
de poner a prueba
sus talentos, sus mañas,
su destreza al parecer sin
límites.
Vienen, van, se reúnen,
discuten, parten.
Sonrientes regresan con
renovadas fuerzas.
Piensan que han logrado
convencer,
tornan a sonreír,
nos ponen las manos
sobre los hombros, nos protegen,
nos halagan,
despliegan diligentes su
abanico de promesas
y de nuevo se esfuman como
vinieron,
con su aura de inocencia
satisfecha
que los denuncia a leguas.
Jamás aceptarán
que a nadie persuadieron.
Porque cruzan por la vida
sin haber visto nada,
sin dudas ni perplejidades.
Su misma certeza los aniquila.
Pero, a su vez, también
sus víctimas
suelen olvidarlos, confundirlos
en la memoria
con otros listos, sus hermanos,
tan semejantes, tan de prisa
siempre,
tratando de ocultar a todas
luces
el exiguo torbellino que
los alienta
a guisa de corazón.
Todo cuidado, toda prudencia,
en nada valen con ellos,
ni vienen a cuento.
Su efímera empresa,
al final,
ningún daño
logra hacernos.
Los listos, os aseguro,
son inofensivos.
Es más, cuando me
pregunto
adónde irán
los listos cuando mueren,
me viene la sospecha de
si el limbo
no fue creado también
para acogerlos,
sosegarlos y permitirles
rumiar,
por una eternidad prescrita
desde lo alto,
la fútil madeja de
su inocua cuquería.
Ignoremos a los listos y
dejémoslos
transitar al margen de nuestros
asuntos
y de nuestra natural compasión
a mejores fines destinada.
De los listos no habla el
Sermón de la Montaña.
Esta advertencia del Señor,
debería bastarnos.
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