Jornada Semanal, domingo 26  de octubre  de 2003            núm. 451

ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

MÚSICA Y LITERATURA (II)

Si en la canción parecen encontrarse dos de las formas más complejas de música y literatura, la obra de cámara y el poema –modalidades de sonido y palabra que tienden, por igual, al intimismo y la abstracción–, el éxito de la obra pareciera deberse a la mezcla de ambos medios expresivos, aunque la composición musical crezca alrededor de un poema previo: en tal caso, el desarrollo de la génesis creativa es semejante al de La siesta de un fauno, pues un texto se produce a partir de otro y, entonces, es palpable que casi todo el repertorio vocal se ha derivado de obras preliminares: oraciones o rituales litúrgicos, poemas, novelas, obras de teatro, argumentos para ópera, y es infrecuente el caso en que escritor y compositor colaboren a cuatro manos simultáneas, o coincidan en la misma persona, como Richard Wagner.

Aunque la textura verbal haya podido influir en mesuras y estructuras rítmicas de la música, aunque el compositor pretenda ser fiel al espíritu del texto, el resultado es el de una traducción o una interpretación: no importa si el poema elegido tenga calidad o no (como en el caso del discutido gusto literario de Beethoven y Schubert), lo que el compositor ofrece es una lectura del poema traducida en medios musicales. ¿No será que, frente a una buena canción de Schubert, resulta irrelevante si el poema es malo ante la posibilidad de resultar embellecido por la música? En tal caso, la complicidad es trasmutación y mejoramiento, camino de perfección, aunque se dé el caso de los compositores que han cuidado mucho su repertorio poético, como, en términos generales, Monteverdi, Brahms y Hugo Wolf.

La ópera, mezcla de género narrativo y dramático, música y escenografía, summa artis, es la diva de la casa, farolera y presuntuosa. Alejada del intimismo de la canción de concierto, suele ser extrovertida, exhibicionista, llamativa y relumbrona: se trata del coqueteo más reconocible entre las artes del tiempo y el espacio. Si la palabra y las notas corren de la mano, eso se debe a que el peso espacial de una escena permite ver lo que música más texto poético más actuación más escenografía dejan percibir: la célebre aria de despedida de Dido, "When I’m laid in earth…", de Henry Purcell, expresa cabalmente los sentimientos involucrados en la muerte, en el suicidio por amor de la reina cartaginesa ante el abandono de Eneas, pero el artificio barroco pudo producir objetos tan disímiles, en términos de la expresión del texto, como las arias "Ombra mai fù…", de Händel, y "Sposa son disprezzata…", de Vivaldi: la primera, una música solemne y suntuosa para un texto mínimo (la curiosa comparación entre el destino personal con la sombra de un árbol… del plátano); la segunda, una intensísima y desgarrada pieza en la que una esposa desdeñada declara amor por su marido. Si la belleza acompaña ambas arias, el mejor matrimonio entre música y texto ocurre, paradójicamente (por el tema implícito), en la de Vivaldi.

También hay misas para todas las épocas (de Pascua, en tiempos de paz y de guerra) y de difuntos, pasiones, glorias, oratorios, motetes y cantatas sagradas o profanas: dentro del repertorio religioso, en la tradición occidental, no puede eludirse la Palabra por la obviedad de que "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros", sin importar que se trate de autores católicos, luteranos o masones; de Bach, Fauré, Arvo Pärt, Górecki o Britten. Palestrina luchó contra las resonancias de la antigua Basílica de San Pedro para volver audible su Misa del Papa Marcelo, evitando que los ecos atentaran contra música y texto, y Beethoven se permitió la inclusión de momentos militares en el "Agnus Dei…" de su Missa Solemnis, de acuerdo con el espíritu belicista de la época, como si tratara de describir una lucha entre las huestes angélicas contra los pecados del mundo: son la música estelar descrita por Pitágoras, acontecimiento inaudible producido por el matemático y geométrico movimiento de las esferas celestes y que el oído no percibe por estar acostumbrado a ella, sumada a la palabra humana para prosternarse ante el Verbo.

Frente a tales desmesuras, la música incidental parece ejercicio menor, invitada pobre en fiesta de ricos: en representaciones teatrales como Egmont o El sueño de una noche de verano, daba esplendor a la dramaturgia, acompañaba sin protagonizar y enfatizaba sin acentuar, aunque ahora ya no se reproduzca completo el espectáculo de ese extraño amancebamiento entre desarrollo dramático y soporte musical.