Jornada Semanal,  domingo 26 de octubre  del 2003             núm. 451
MI TURISTA FAVORITA
Para Paloma Bernal

 Según el pequeño Larousse, el turista es la persona que viaja por distracción y recreo. Me parece que esta definición no tiene nada de insultante, pero por alguna razón que se me escapa, a muchos turistas les molesta que los identifiquen como tales aunque anden vestidos con bermudas anchas, camisas floreadas, tenis, gorra de beisbolista y cámara de video. En México, además, existe el dicho "me quiere ver cara de turista", pero según yo ese dicho sólo revela la disposición tramposa de algunos mexicanos y no denigra al turista. Un turista, dice Jorge Ibargüengoitia, que se las sabía de todas todas, es por supuesto, un pescado fuera del agua. Aprovecharse de eso está muy mal –lo digo pensando en un taxista catalán que hace dos semanas nos paseó a mi amiga P. y a mí por las calles más atestadas de Barcelona, fingiendo que buscaba un atajo.

Otro misterio es que la mayoría de los turistas mexicanos que he visto andaban disfrazados de turistas gringos.

Yo me resigno a ser turista. No sé cómo dejar de serlo. No creo que a nadie en el extranjero se le ocurra ofrecerme trabajo; no me voy a sacar la lotería porque no he comprado billete desde hace mucho; mi marido es mexicano. Siento un odio verdadero aunque un poco abstracto por los "polleros" y espero no necesitar jamás sus servicios. Total, cada vez que saque la nariz de este país será como turista. Pero no me agobia, siempre y cuando pueda viajar acompañada por alguien que sea mejor trotamundos que yo, porque nunca en la vida he podido descifrar un mapa, me hago bolas con el cambio aunque sea en pesos mexicanos y tengo una lamentable tendencia a olvidar la bolsa en todas partes. El único lugar del mundo que conozco bien es Coyoacán. Y esta ciudad tiene un tamaño tal, que muchas veces siento que al pasar de una delegación a otra un patrullero me va a pedir el pasaporte.

Mi amiga P. es como la Marco Polo de los turistas mexicanos. En primer lugar ha ido sola a China y a la India. Regresó muy satisfecha, aunque en China se bebió una copa de aguardiente de arroz mezclada con sangre de tortuga debido a la barrera insuperable del idioma y a su falta de prejuicios gastronómicos. En la India inventaba que su marido la esperaba en el hotel jugando cartas, para alejar a los tipos que la perseguían. Mi amiga ha encontrado huesos de pollo entre las sábanas de un hotel en Marruecos y eso no le quitó la alegría de descubrir a la mañana siguiente el excelente jugo de naranja marroquí; ha usado elevadores siniestros en Praga; se ha bañado en el hammam de Estambul y ha quedado hecha un manojo de nervios al volar en un avión raquítico sobre el Cañón del Colorado. Conoce bien México, ha vivido en España y ahora vive en Francia.

A los que ya estén alzando la ceja al leer esto, les aclaro que mi amiga no es rica. Tiene la misma disposición estoica y curiosa desde que teníamos dieciocho años. Entonces, lo más lejos que llegábamos era a Puerto Escondido, Oaxaca, a finales de los setenta A. de S. (antes de Salinas: cuando apenas era una calle con un tráiler park y una fonda). Durante uno de esos viajes, un ciclón cayó sobre el puerto y nos quedamos atrapadas una semana en una tienda de campaña. No sé cómo me soportó. Yo me divertí como loca a pesar de que abundaban unos sapos que parecían salidos de Jurassic Park; de que el mar estaba encrespado, y de que como no llevábamos repelente para los moscos, se nos metían a la boca cuando bostezábamos.

Al escribir esta enumeración, me he dado cuenta de que mi amiga no es una turista. Turistas son los gringos haciendo cola en el Mac Donald’s de Venecia; los ingleses y gringos borrachos que cada primavera destruyen los hoteles de la península yucateca; algunos mexicanos que compran todo, dando gritos para que se sepa que hay billete; los grupos de franceses e italianos otoñales que ventajosamente hacen excursiones sexuales en la Habana.

Esos son turistas, de los que dan mal nombre al turismo. Ella no es así. No ve al mundo como un enorme centro comercial, o como algo que se puede uno llevar de vuelta a la casa. Sabe que cada lugar es único y no insiste en comparar, aunque tampoco es malinchista. Padece, naturalmente pues es mexicana, una incurable nostalgia gastronómica. Ojalá le pudiera mandar unos tamales oaxaqueños.