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México D.F. Domingo 26 de octubre de 2003

ƑDe qué vive un director de teatro?

Luis de Tavira

ƑQué queremos decir realmente cuando decimos que alguien vive, que vive de algo, que vive para algo y que, por tanto, vive de algún modo? Habría que ir más allá de lo que entendemos ante la mera expresión común, sencillamente porque en ella quedan dichas muchas cosas que no siempre se refieren del mismo modo a lo mismo. En el fondo parece comprometerse el significado de lo que llamamos vida. En realidad, Ƒen qué consiste? Y sobre todo, Ƒqué sería la vida cuando el simple vivir es ya vida humana, social, artística, y de qué modo es posible calificarla de digna, útil, plena o de lo contrario? La acción de vivir implica al menos dos dimensiones distintas y encontradas, y por ello consiste en dos tareas distintas que no siempre se verifican en armonía respectiva, sino que muchas veces se enfrentan en las contradicciones existenciales que van tramando las identidades personales, sociales, éticas, profesionales y artísticas de lo que finalmente llamamos la vida real de uno, de algunos o de todos. En efecto, vivir supone para todos una tarea primera, irrenunciable y permanente: sobrevivir, subsistir a partir de la condición de necesidad en que consiste biológica y sociológicamente el hecho de vivir. Sólo vive quien sobrevive todos los días, todos los instantes, mientras dura la vida, apenas todavía. Esta tarea supone conquistar las condiciones básicas de la sobrevivencia humana, común a todos, y de ella dependen los valores que constituyen en esencia, esa dignidad igualitaria que demandamos para la vida de cualquiera y que es la razón de ser del contrato social: salud, educación, trabajo, libertad, etcétera. De tal manera que quien no sobrevive, no vive, ni dignamente ni de ningún modo. Sin embargo, la consecución de la sobrevivencia a las necesidades vitales no basta para colmar la existencia de nadie. Tanto que cuando la vida se reduce a subsistir, en la enfermedad, en el cautiverio o en la miseria, decimos precisamente que ''eso no es vida''. A los demás seres vivientes sólo les pedimos que sobrevivan, que sigan siendo vegetales o animales. Pero al ser humano le exigimos otra cosa, a partir de sus sobrevivencia. Así, preguntamos al niño: Ƒtú que vas a hacer cuando seas grande? Y cuando el joven alcanza la edad para asumir su destino, se enfrenta a la decisión que le exige proyectar quién quiere llegar a ser; es decir, la vida humana exige diseñarnos como proyecto. Llegar a ser lo que no somos y actuar en consecuencia. Aparece entonces la segunda tarea de la vida: realizarnos; llegar a ser lo que nos propusimos ser, médicos, padres, ricos, sabios o artistas, frente a la realidad que es como es, distinta a nosotros y a nuestros deseos. Así nuestra vida será lo que alcancemos a realizar en nosotros y los otros, por acción, por omisión, en favor o en contra, con éxito o con fracaso, ante nosotros mismos y ante los demás.

Pero he aquí que hay proyectos humanos paradigmáticos cuya realización en determinadas condiciones del mundo y de la sociedad suponen conflictos ejemplares, cuya reflexión ilumina con elocuencia las radicales contradicciones que traman la vida humana en el dilema entre estas dos tareas vitales: o sobrevivir o realizarse. Tal es la proverbial condición histórica de los artistas, tal el caso de la profesión teatral en la actualidad de nuestro país. Por eso, cuando se me pregunta ''Ƒde qué vive un director de teatro, hoy en México'', puedo adelantar, sin hipérbole, que de morir por serlo, o mejor, de crear vida. Semejantes expresiones implican, al menos, dos sentidos en uno: una pasión vital que atenta contra la sobrevivencia, o que si no, sucumbe en su sobreviviente distracción. Sería entonces necesario precisar la pregunta en cada caso: ''Ƒde qué sobrevive un director de teatro, hoy en México?'' Y entonces habría que contestar que de cualquier cosa, excepto de su profesión, dado el caso de que se trate de un profesional, porque aún haría falta estar seguros de lo que entendemos por profesional de la dirección teatral y de cuántos pocos podemos considerar cabalmente como tales entre los muchos que dirigen obras en nuestro país, sin una mínima responsabilidad artística reconocible. Porque, Ƒno es tantas veces el ejercicio teatral de nuestro país un juego de simuladores, un asalto de intrusos improvisados que bajo el sofisma de la imposibilidad de determinación objetiva del arte han convertido al teatro en el oficio de aquellos sastres del traje del emperador que nos contaba Andersen? En semejante confusión social, ausencia de crítica, insolidaridad gremial y hostigamiento burocrático, Ƒcómo defender hoy la dignidad de la profesión teatral en México? Es tal la hostilidad al teatro en una sociedad como la nuestra que uno no vive del teatro, sino que subsiste de lo que puede y como puede, para poder vivir para el teatro. Pocos saben en qué consiste el trabajo de un director de escena y poco se sabe de todo lo que es preciso hacer antes de propiamente dirigir. Porque para un director de teatro en nuestras circunstancias es necesario, además prodigarse en múltiples previas que posibiliten su trabajo creador, ser antes pedagogo, traductor, exegeta, hermeneuta, productor, gestor y promotor cultural, en muchos casos, tramoyista y técnico, conductor de dinámicas grupales, ya que su tarea parte de su condición de autor de la iniciativa teatral, convocante de la colectividad que lo realiza, conformador de elencos, inspirador de los diversos procesos creadores que integran la puesta en escena; ha de saber acerca de casi todo: actuación, dramaturgia, técnica, filología, historia, estética, ética, sicología, música, artes visuales, escenografía, economía, administración, comunicación social y política, además -por supuesto- de lo propio: dirección de actores, composición y dirección de escena, si quiere estar en condiciones de ser capaz de formular el pensamiento rector que articula en la unidad escénica del espectáculo, la pluralidad lingüística, técnica y poética que lo conforman. Semejante artista excepcional, facultado por una formación superior que en otros países supone el nivel académico de un postgrado, en nuestro país queda conminado a la responsabilidad del autodidacta, que resulta en una profesionalidad aún más excepcional. Caso raro, difícil de hallar entre las personalidades artísticas. Por eso no es de extrañar el alto aprecio con que suelen ser estimados en aquellas sociedades que saben valorar el patrimonio vivo de su cultura. Es sólo cuando un director mexicano es contratado para trabajar en el extranjero cuando descubre el valor y el significado de su condición profesional. En Europa o Norteamérica, el conjunto de sus graves responsabilidades artísticas se encuentra equilibradamente recompensado por el respeto, reconocimiento y remuneración que sucita. En esos países, el sueldo que recibe un director de escena profesional por su creación y por sus derechos autorales le alcanzaría en México para vivir dignamente tres años en la desocupación. Sin embargo, el director mexicano suele volver a su país, principalmente porque lo que artísticamente le interesa en su país, donde paradojicamente no encuentra ni reconocimiento ni justa remuneración. Aquí, un director resulta responsable de todo, pero sin ningún derecho legalmente reconocido. En nuestra legislación autoral persiste la grave omisión que desconoce la autoría de la puesta en escena, que ni siquiera es reconocida como interpretación. Irónicamente la obra de los dramaturgos, escenógrafos, coreógrafos y actores que dependen productivamente hablando de la obra de su director, si están en cambio reconocidos como objetos de derechos autorales o de interpretación.

La diferencia mayor entre el teatro mexicano y el teatro europeo consiste en la clase de desafío que enfrentan en Europa, el dilema de los hacedores teatrales consiste en tener o no tener éxito; luego sigue la discusión sobre el tipo de éxito que se persigue: de taquilla o de crítica, estético o de público, de calidad o de cantidad, porque un tipo de éxito suele conllevar algún fracaso en otro rubro. De ahí surge el debate social y artístico sobre el teatro, sus políticas, proyectos y estrategias. En cambio en México, el dilema del teatro consiste en existir o desaparecer. Paradójicamente, la subsistencia del teatro atenta contra la subsistencia de sus hacedores. Para semejante aberración sólo cabe una explicación: en este país, salvo honrosas excepciones, no hay conciencia de la necesidad social del teatro, por parte de la sociedad y del Estado. A nadie se le ocurriría pensar que el proyecto social de los mexicanos podría prescindir de maestros, médicos, obreros, ingenieros, agricultores, científicos, etcétera. En cambio, no parece importante a casi nadie, ni siquiera a la comunidad intelectual, si en México hay directores teatrales profesionales. Y en última instancia, si hay teatro mexicano y por tanto identidad nacional cabal, porque si México existiera en la alta dimensión de el teatro, afirmaría la existencia de su historia en oposición a toda uniformidad; México aparecería ante el espectador como algo que pertenece a lo envolvente, a lo dramático, que es donde reside la plenitud de la cultura.

México como historia y como representación surgiría como realidad en la dignidad de una pregunta que no pierde la esperanza de una respuesta. En la pregunta dramática del teatro está ya anticipada, la dramática respuesta de la historia.

ƑQué libertad reclamamos para el arte en la sociedad del simulacro, la civilización demagógica que sólo garantiza la libertad formal? Un sistema en el que oficialmente nadie debe rendir cuentas sobre lo que piensa, pero en el que, en cambio, cada uno está encerrado en un sistema de relaciones e instituciones que forman un instrumento hipersensible de control social. Quien no desee arruinarse debe ingeniárselas para no resultar demasiado ligero en la balanza de tal sistema. En efecto, en la industria cultural también rige la ley de la competencia del liberalismo según la cual sólo alcanzan la libertad los más capaces. La función de abrir camino a esos virtuosos se mantiene en un mercado ampliamente regulado en otro sentido. Un mercado en el que en los buenos tiempos, la única libertad que se permitía a los artistas era la de darse el lujo de morirse de hambre. No por azar surgió el sistema de la industria cultural en los países más liberales, donde han triunfado los medios masificadores, industriales y monopólicos.

El itinerario del teatro de los últimos tiempos ha sido el de una gradual radicalización que atraviesa crisis, momentos de esplendor, agonías, construcciones, desconstrucciones, hallazgos, extravíos, cuyas constantes son una mayor radicalidad en cada etapa y un exilio cada vez más distante del centro dominante del sistema del establishment, hacia la periferia de la cultura donde aún existen la relación personal, la comparecencia viva del lenguaje, la utopía social y los valores que al no tener precio no pueden tasarse en el mercado ni cotizar en las bolsas de valores. En síntesis, un debilitamiento de sus índices cuantitativos a cambio de un considerable fortalecimiento de sus cualidades. El teatro ha dejado de ser un fenómeno de masas para convertirse en una experiencia profunda de personas y pequeñas comunidades. Lo que ha perdido en alcance numérico es proporcional a lo que ha ganado en poder artístico. Por otra parte, en buena medida el hostigamiento que padecen los hacedores de teatro en la actualidad es el resultado de la acumulación de acciones erróneas y de graves omisiones que son responsabilidad del estado, los funcionarios gubernamentales, los legisladores, los funcionarios públicos de la cultura y desde luego, los mismos artistas teatrales. Lo más peligroso reside en la permanencia de condiciones que no parecen anunciar ningún cambio porque así sólo se garantiza su empeoramiento para las próximas generaciones y en última instancia, para la sociedad que así pierde su derecho al teatro.

Sin embargo, sin hacerse demasiadas ilusiones, aparecen algunas señales alentadoras en el horizonte. Hay que reconocer un cambio de perspectiva en la actual gestión del CNCA, que parece rescatar el interés por propiciar las manifestaciones artísticas colectiva y efímeras como lo son las artes escénicas, que en el pasado reciente se hallaban vergonzosamente postergadas. Hace unos días, el Fonca, el CNA y el INBA han anunciado un programa emergente diseñado para propiciar la estabilidad y el desarrollo de las artes escénicas, con el concurso responsable de los grupos artísticos. Cabe esperar, si no una panacea, al menos el inicio de un cambio real.

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