La Jornada Semanal,   domingo 19 de octubre  del 2003        núm. 450
Soñar en Colombia

Eduardo Cruz Vázquez

A mi padre, a sus noventa y dos amorosos años

Al enterarse de que estarías próxima a mí, sentenciaron que sería complicado amarte.

Los temores quisieron desnudarme, cierto. Con ellos toqué por primera vez tu fragmento bogotano, mientras un pedazo de la poderosa cordillera andina, verde como ella sola, gozaba al ver mis ojos empapados de esa agua que cae de pronto tan fina, que parece el lagrimeo del diluvio casi permanente que le da consistencia a tu sonora capital.

Ese primer impacto fue suficiente para adoptar un mandamiento: aprender a amarte sobre todas las cosas. Más allá de la memorable historia compartida, de los ecos de nuestras poesías, del realismo mágico, mucho más allá del realismo de todos los días.

No podrían intimidarme las gargantas que expulsan pólvora o cocaína, a pesar del dolor que se apropió de mí al ver de cerca las ofensas que día a día te infringen.

Tomé tu mano y echamos a andar. Así, juntos, aprecié mejor tus formas joviales, incitadoras, la diversidad de tus territorios y el contraste que brindas por estar en transición permanente.

El mayor acto de comunión ocurrió en el Amazonas. Ese día la selva estaba coronada por nubes aún deseosas de exprimirse para refrendar que la humedad lo renueva todo. Tarde en la que, en la plaza principal de Leticia –la capital del trapecio amazónico– miles de loros en canto desaforado, me recordaron el valor de conmoverse sin decir una palabra.

Con los vecinos peruanos y brasileños, este punto del Amazonas expresa una vitalidad étnica a la que no le inportunan los estertores de la globalidad. El río es la vena madre y van y vienen por él en busca de los más variados bienes y sapiencias. La sobriedad de los nativos hace palidecer la pedantería urbana.

Tuve, entonces, alucinaciones.

Al ir río arriba, juraba ver la redondez de la Tierra; al meter la mano en las aguas teñidas por el revoloteo de la tierra, me creí valiente; al pisar la Isla de los Micos, con docenas de monos frailes a mis pies, pensé ser el más osado científico; al caminar la selva en busca de las victorias regias o de las frondosas ceibas, aspiré a penetrarte recostados en el fango; al advertir los saltos llenos de magia de los delfines rosados, sentí el orgullo del que es envidiado.

Ante el silencio que se puede oír en este trapecio de tu geografía, nadie se niega a una transmutación estimulada por el aguardiente y la carne de uno de los miles de pescados que hacen morada en el gran río.

Muy lejos de aquí, otro silencio impone la magnificencia de la sangre prehispánica.

En San Agustín, deidades e ídolos petrificados invitan a orar en tumbas y templos en tanto que las aguas del río Magdalena incitan a bañarse cual cenote sagrado. Cauce que en ruta de ardua navegación baña a la ciudad blanca de Mompox, colonial y cuna de ritmos que, en "Totó" la Mamposina, engrandecen su coloquio universal.

Pura e impecable, con ritmo religioso, Popayán.

Semana Santa tiene en sus procesiones la escenificación más apasionada y vistosa del ser católico de esta gran matria que eres después de todo.

Son los "Pasos" que, sobre los hombros orgullosos de tus hombres, desfilan en medio de la noche cargados del peso de santos y mártires, recubiertos de una disciplina que no admite error en cada pisada, en cada atuendo pacientemente tejido por madres y abuelas, en las notas de la música ceremonial y a veces jocosa que sale de las bandas que les presiden.

San Juan de Girón, a un costado de cálida Bucaramanga, la "ciudad bonita", es otra isla colonial que nada envidia a sus hermanas mayores, pues sus empedrados y recodos bien alimentan el placer de la contemplación. Callejuelas por cierto emparentadas con las de Villa de Leyva cuya enorme plaza central da rienda suelta a los vientos de agosto y con ellos, al festival de cometas, festín de arco iris.

Altar y oratorio es tu eje cafetero, el Aztlán del mito colombiano. En Manizales o Armenia, fincas y cultivos se pierden a la vista, llenos de una vitalidad que se niega a morir ante el devaneo de los mercaderes. Emblema del mito, el Parque Nacional del Café nos recuerda que por tus granos se sabe soñar en grande.

Las venas que inyectan tu rostro tienen en la cosmopolita Cartagena un aplaudido baluarte. Murallas, calles, plazas, casas y balcones de emblemática arquitectura y colorido, todo lleno de músicas al caer la noche, son puerta al infinito y maltratado Caribe que se divisa mejor desde el Fuerte de San Felipe.

Tu vientre generoso, Colombia mía, me entrega el hiperreal Medellín.

Debo confesar que acudí al sepulcro de Pablo Escobar, en Jardines de Montesacro. Quería mirar de frente al narcotraficante que te fracturó el rostro para siempre. Quería advertir sus huesos, el cráneo que protegió el cerebro que ideó casi con perfección un sendero oscuro de la historia que compartimos.

Fui también, lo confieso, a mirar el techo de la casa en el que cayó muerto, al barrio que lleva su nombre. Pablo Escobar me genera inquietud, debo decir.

El hiperreal Medellín, metido en el Valle de Aburrá, culto, regionalista y trabajador, curtido por el pesar, entrega a la vez la más concurrida de las asambleas de mujeres hermosas. Ni Cali, ni Bogotá se le alcanzan a medir.

Y es que eres (para mucho presumir) un país de cuerpos. Aquí o en otros escenarios de tu vasto territorio, el erotismo no se anda por las ramas. Uno debe enfermar por los amores contenidos, a manera de sencillo homenaje. Las mujeres que has engendrado despiertan obsesión, seguimiento casi detectivesco, imaginería, cierto grado de locura.

Cuerpos dotados de brillante inteligencia y genial coquetería que desfilan, con atuendo seductor y sin importar la edad, en escuelas, universidades, oficinas, centros comerciales, buses, comunas, avenidas, parques.

Desorbitado, el aparente sexo fuerte queda sometido a la lotería de la conquista y a la dictadura del suspiro embalsamado.

Pero este imperio tiene templos sagrados: las pasarelas y los reinados de belleza. Innumerables los unos y los otros. Recintos a los que de una u otra forma todos pueden acceder. Es una verdadera cultura democrática la belleza y sus cómplices por excelencia, la moda y las clínicas de estética, éstas, en la bulliciosa Cali.

Yo me convertí, por fortuna, en dogmático del tema. Oro sin recato, sin pena y con mucha gloria.

En el país de cuerpos el baile es ritual. Rumba por todos lados, señores. Salsa, cumbia, vallenato, champeta, porro, bullerengue, rock, ska, tecno... Cali, la Catedral de los bailadores, como bien dicen.

Aquí, allá, Colombia te mueves, sacudes tus dolores, es el medio de depuración del alma.

Un recorrido lleva tiempo y complica relatarlo, bien lo sabemos. Tomo tu mano y deletreo al aire miles de palabras ya que eres múltiple y diversa en oficios, quehaceres, olores, letras, cantos, ecosistemas, pieles, lenguas, artesanías, texturas, pinturas, partituras, granos, flores, aromas.

Una confesión que olvidaba. No pude con la bandeja paisa. Esa combinación de fríjol con carne que parece picadillo, huevo frito, morcilla, chorizo, aguacate, plátano frito, chicharrón y arroz, me resultó un reto imposible de asumir. Buena resistencia di ante el ajiaco, el sancocho de gallina y la sobrebarriga a la santafereña.

Sobra decir, Colombia mía, que me ha tocado atravesar casi de cabo a rabo tu cuerpo, teniendo a Bogotá como epicentro.

No es sólo el eje de tu esplendorosa existencia, es también la cuna de mis sueños. Aquí te sueño y me sueño Colombia.

Dije que su cordillera y su lluvia casi infinita me dieron la clave de mis amores.

Pero también el barrio de La Candelaria y las joyas que atesora el Museo del Oro. La irreverencia urbana de la ciclovía y del Pico y placa*. La arquitectura varia y los miles de ladrillos que perlan la ciudad. Los cientos de muchachos que rebosan rumbeaderos y crossover cada fin de semana, y la agenda cultural que da mucho para cada día.

Son tantos los que te dan consistencia con sus obras y acciones en cada fragmento de tu brújula, que a veces ni tú misma los reconoces.

Pero amarte también me ha dolido. Quiero pero no llego a comprender que muchos de tus niños, jóvenes y adultos, lleven rifle en mano; que esas manos cultiven, cuiden y preparen aquello que no es alimento. Que otras se ocupen de transportarlas hasta tierras lejanas y de eliminar a quien se oponga a ello.

Quiero pero no llego a comprender que muchos de los tuyos estén secuestrados y otros tantos deambulen por el país en busca de un lugar donde dormir.

A más de dos años de habitarte, se impone una sonrisa desbordada de reconocimiento, complicidad y esperanza. Despunta la falsedad de la advertencia: en verdad que ha sido fácil amarte. Que lo oigan bien todos.

Lo que hoy nos desvela, lo que otorga dualidad a mis sueños, tendrá que terminarse y entonces seremos plenos. Te apretaré con desenfrenada fuerza entonces. Ahí, en ese momento, estaré a su vez atento al llamado de alguna de las musas en que sueño para terminar de poseerte.

*Restricción vehicular organizada por horarios y números de placa, de tal manera que no hay manera de burlarla, aunque se tenga auto nuevo. Bogotá cuenta con 350 kilómetros de ciclovías.