Jornada Semanal, domingo 19 de octubre del 2003        núm. 450

COCINA FAMILIAR (II)

Debo hacer notar que no todo en el norte es, como pretendía Vasconcelos, la cavernícola ceremonia de asar carne a las brasas. En Saltillo, por ejemplo, hay un arroz con nueces y otros “tropezones” que es una delicia barroca. En Ensenada la langosta se presenta envuelta en una gran tortilla de harina, bañada en mantequilla, y el abulón se asaba a las brasas en su propia concha; Sinaloa tiene muchas formas de preparar pollos y camarones, la magnífica cuachala y los crujientes tacuarines. Baja California y Sonora saben preparar ese sorprendente pescado que es la totoaba e, in illo tempore, cocinaban un ilustre estofado de caguama; Chihuahua tiene sus mochomos y Durango su caldillo, mientras que las Huastecas hacen prodigios con las jaibas y el maíz.

Sin embargo, la parte central del recetario se refiere a la comida familiar del occidente y el centro del país. Mi tía estaba segura de que su trabajo no sólo estaba a la altura del arte sino que podía ser útil para organizar y mejorar las economías domésticas. Iba a los restaurantes, a las fondas y a los puestos callejeros a comer lo que no se podía, debido a la complicación de su manufactura, hacer en la casa o a darse gusto con los llamados antojitos. Su corresponsal meridana le había enseñado que “para salir a comer sólo con los franceses los italianos, los chinos, o los libaneses, pues ni en “Los Almendros saben hacer la cochinita pibil como la hacía mi abuela”. Doña Chole era menos regionalista o, mejor dicho, parroquialista, pues en su recetario sólo figuran las fórmulas tradicionales y, salvo excepciones fiesteras, los platos de todos los días, de bajo costo y, eso sí, de factura entretenida, prudentemente entretenida, pues era todo menos fast food. Era slow food doméstica como sólo se puede encontrar en las casas o en algunas fondas que guardan celosamente los métodos y las costumbres tradicionales. Un buen ejemplo lo encontramos en “La cocina”, ilustre fonda ubicada en el mercado de Santa Cruz Atoyac en el monstruo capitalino. En ella se respetan los métodos y las costumbres tradicionales, se cumple diariamente el milagro de la sazón y, por otra parte, se intenta, con buena fortuna, asomarse a otras cocinas y platos más sofisticados.

El recetario de la Tía Chole habla de platos de todos los días y de comidas especiales para fiestas o para las distintas celebraciones o limitaciones religiosas. En este último aspecto ofrece un suculento caldo de habas adornado con chile pasilla frito; ejotes con huevo, dos o tres recetas de bacalao, una de ellas de estirpe portuguesa y un arroz cocido y adornado con camarones secos. Recuerdo que hace muchos años tuve que explicar a un grupo de especialistas franceses que cuando hablaba del caldo de habas, Ramón López Velarde se refería a un plato típico de la época de la cuaresma y, de esa manera, describía un estado de ánimo social en el cual los niños combinaban las devociones religiosas con el regreso a sus pueblos para pasar una temporada de vacaciones. En torno a este tema recuerdo una anécdota familiar: al salir de la escuela llegaba muerto de hambre a la cocina de la casa para que mi nana me hiciera un prodigioso taco que tenía en la sencillez su mejor virtud: una tortilla untada de manteca de cerdo caliente y rellena de cebolla, jitomate y cilantro con sal de Colima. La combinación era genial, pero de repente, una de mis tías ordenó que no se preparara mi antojito los días viernes de cuaresma. La razón era clara y fundamentalista hasta el extremo maohometano o hebreo: mi humilde delicatessen tenía manteca de cerdo.

Las sopas canónicas eran las de fideos, coditos con espinacas, letras, moños, pipirín y otras formas de pasta; la de huevo que hilaba en el caldo con jitomate; la de albondiguitas, pan, tortilla y las cremas de zanahoria, calabacitas o aguacate. Recuerdo especialmente una sopa tapatía de jocoque en caldo. Se dejaba secar el jocoque y se partía en cuadros que flotaban en el caldillo. Por supuesto que, debido a lo largo del procedimiento, este plato se servía en ocasiones especiales.

Seguía la sopa seca. En primer lugar el arroz, los mexicanos somos orientalmente arroceros, colorado con chícharos y zanahorias (se servía con plátanos rebanados), blanco (aquí el ajo juega un papel fundamental) con plátanos machos fritos (en Puerto Rico, los tostones son de plátano verde y los amarillos o maduros son de nuestro plátano macho casi ennegrecido por la maduración), el verde con chiles poblanos y perejil o cilantro y, para manteles largos, el patriótico tricolor acompañado de rajas de aguacate o de un guacamole bendecido por el todopoderoso cilantro (culantro le llaman los españoles, culantrillo en el Caribe, pero como nosotros somos muy decentes le damos el nombre absurdo de cilantro. En la India y Tailandia ocupa un lugar predominante en muchos platos. Algo se usa en Andalucía y los chipriotas lo consumen en buenas cantidades). Nuestro trato de la pasta italiana es poco ortodoxo, pues está muy lejos de quedar al dente. En nuestras casas se ponía a cocer y, después, bañada en salsa de jitomate y crema y cubierta de queso se horneaba y se llevaba a la mesa bien gratinada. Debemos reconocer que algunos platos del sur de Italia y de Sicilia deben haber sido la inspiración de nuestro modo de tratar a la pasta. Estamos en el territorio de los macarrones. Por eso nos tomamos esas libertades. Había un curioso pastel azteca hecho de tortillas, mole, carne molida, crema y queso. Se servía como segunda sopa o, a veces, como plato principal en una comida que generalmente consistía de cinco platos.

(Continuará.)


 


HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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