Jornada Semanal,  19 de octubre de 2003         núm. 450

ANA GARCÍA BERGUA

PONTE EL SUÉTER

Me llamo Ana García y soy adicta al suéter. Por alguna extraña razón, quizá genética, pertenezco al club de los capitalinos dependientes de la prenda lanuda: somos los que la cargamos aunque en el cielo luzca un sol esplendoroso o aunque de él caiga una lluvia pertinaz que nos empapará a pesar de su protección. También lo sé, pues los hay, los dependientes del paraguas, que lo llevan cuidadosamente desde enero hasta diciembre, y si lo pierden se compran otro más grande, que también se perderá, pues perder el paraguas es parte del destino trágico del hombre, en varios sentidos. Pero les decía que yo dependo del suéter. Es como una especie de desconfianza de nacimiento: sale uno de su casa y en realidad no sabe a dónde irá a parar, y si en aquel lugar borroso, lleno de peligros inimaginables, haga frío. También responde a una orden materna que se queda grabada en la corteza cerebral con letras de oro desde la infancia y que una repite a sus hijos con prontitud de perico nomás nacen (probablemente si se grabaran todos los murmullos de los quirófanos en las maternidades se oiría un coro de clichés recitados por mujeres anestesiadas y sorprendidas de lo que sale de sus bocas: ponte el suéter, no hables con extraños, mira a los dos lados antes de cruzar). 

Los dependientes del suéter tenemos siempre un miembro inútil, que es el que lo carga; ya sea el brazo que doblamos como si ayudáramos a cruzar la calle a una suave viejecita o a un gato surrealista, ya sea la mano, ayudándonos de ella para echarlo por la espalda cual tameme deportivo –este estilo es más de hombres y me recuerda inevitablemente a las películas de César Costa, llenas de suéteres claros y abiertos con una U o una Z o cualquier cosa. Quien todavía se siente muy joven se lo amarra a la cintura o se lo cuelga de la espalda dejándose las mangas sobre los hombros, como si alguien lo abrazara todo el tiempo (y uno puede llegar a ver, si se aplica a ello, que junto a su cuello asoma el rostro sonriente y triunfal, ciertamente un poco perverso, del suéter: por eso Cortázar escribió lo que escribió). Así quedan libres los brazos para gesticular a gusto, pero las piernas deben tener cuidado y medir la velocidad de sus pasos; en un descuido el suéter podría caer y despojarnos de su protección contra cualquier contrariedad climática o sentimental, pues no hay cosa más socorrida que llenar el suéter de lágrimas que la prenda nunca absorbe y sentir la pelusa roja, gris, azul, en la nariz congestionada por el llanto. Los suéterdependientes (miren el término que he acuñado) de manera inevitable salimos de nuestros hogares con la sensación de que algo limita nuestra libertad –y debe limitarla, por supuesto: si no, se convertiría en libertinaje, como dicen los maestros de secundaria y prepa. Los que poseemos un coche respiramos al echarlo en el asiento de atrás, como a una compañía latosa pero indispensable, más semejante a un chaperón. Imagínense qué haríamos de no cargar el suéter o la chamarra, quién nos podría parar: con suerte nos echaríamos a correr en camiseta por el eje vial más cercano como caballos desbocados. Quítenme el suéter y conquistaré el mundo, dirán algunos muy aguerridos a quienes su mamá persigue con el suéter en la mano por el periférico. 

Uno de los momentos más luminosos en la historia nacional del suéter ha sido la del reinado del suéter de Chiconcuac; ahí definitivamente el suéter triunfó sobre la sensualidad del estudiantado mexicano, y es bastante probable que a raíz de aquella época en que resultaba preferible ocultarse bajo la lana que tenerla o dejar ver las gracias de cada quien –incluso en las manifestaciones más acaloradas o los mítines más multitudinarios–, la población haya disminuido de manera considerable. Definitivamente, el Consejo Nacional de Población debería erigir un monumento a la contención reproductiva en aquel pueblo pintoresco.

Pero aquella época ya pasó y ahora estamos en la de los vicios y las adicciones. Por eso he decidido confesarles, no sin esfuerzo, que soy una suéterdependiente, a ver si así logro vencer esta terrible adicción que me ha convertido en la hazmerreír de mi familia y en una madre que acosa con el suéter a sus hijas. Lo malo es que se avecina el invierno.