Jornada Semanal, domingo 12 de octubre del 2003          núm. 449
ANGÉLICA
ABELLEYRA
MUJERES INSUMISAS
MÓNICA PATIÑO:

LA COCINA, OCÉANO DE CONOCIMIENTO

Tiene claro que no cocina para ella sino para los demás. Y quiere alimentar más a los comensales que van a sus espacios que a su ego de chef reconocida en este inflado mundo de la gastronomía vuelto moda, élite y negocio. Por ello, Mónica Patiño (DF, 1956) sigue la regla de servir más que de ganar; de dejar primero satisfecho el paladar y el ánimo de la gente y después obtener réditos como empresaria en esta esfera ligada a los apetitos, la alquimia y la hermandad de sabores, texturas y olores.

Creció como muchas de esas niñas interesadas en la cocina sólo para saber que en ellas puede guardarse un pequeño molcajete en el cual se machacan las hojas de un árbol y los pétalos de una flor. Fuera de ello, su nexo con ese espacio se daba tanto por la sorpresa que los domingos le daba su abuela respecto del guiso del fin de semana o la diversión de acudir a esa tradición de su padre de llevarla a conocer un restaurante cada lunes.

Todo cambió cuando a los diecinueve años salió de su casa para reunirse y vivir con un grupo de amigos que buscaban un camino esotérico en la vida. Ella, siendo la única mujer, debía hacer la comida y no encontraba ninguna salida suculenta para cubrir la tarea. Se encontró entonces con algo que la iluminó. Era un libro viejo, con recetas del siglo XIX que se convertían en verdaderos cuentos donde los términos estaban en desuso en pleno xx: cedazo, hornear a dos fuegos y muchas palabras más que Mónica empezó a poner en práctica con una mezcla de placer y temor.

Cuando siguió las instrucciones vio la magia surgida en la cocina: al poner en una cazuela un tubérculo duro como la papa, vio que el agua hirviendo lo tornaba tierno; y cómo al pasar por un cedazo el jitomate, se desparramaba una pulpa tersa y espesa. Sus papas en salsa roja al horno fueron esa primera experiencia que le abrió una puerta de posibilidades para pensar que esa transformación era mágica y creativa y que podría dedicar su vida a aprender de ella.

Además del libro hallado en una tienda de antigüedades, Mónica tenía el apoyo invaluable de la portera. La cuestionaba sobre el menú del día y la acompañaba al mercado para preparar los mismos guisos. Las albóndigas no quedaban tan mal pero el arroz resultaba un fiasco: batido y pegado. El defecto se convertía entonces en un reto a investigar y poco a poco fue conociendo los trucos de combinaciones y tiempos para salir airosa en cada platillo. Encontró la alquimia, la transformación de sabores y consistencias de una misma materia prima. Y gozó de la diferencia en el paladar entre un jitomate cuya piel asaba o si lo ponía a hervir o a revolver con aceite de oliva en la licuadora.

Su decisión de ser chef hizo que aquel camino autodidacta tomara rumbos más formales. Veía la cocina como un océano de conocimiento, así que practicó por ocho meses en la Hacienda de los Morales y luego abrió un restaurante en Valle de Bravo: La Taberna del León donde, dice, "hacía lo mejor que podía pero siempre con mucho sufrimiento y dudas". Era joven y su mundo resultaba "limitado porque me gustaban pocas cosas"; se llenaba de libros y revistas que le traían amigos viajeros por Europa y copiaba de vez en cuando alguna receta. Pasaron dos años, juntó dinero para irse a París y allá se formó en las escuelas de La Varenne y Lenôtre.

Regresó con más confianza y conocimiento. Las puertas se le abrieron para tener una cocina "más fresca" en su combinación de lo francés con lo mexicano. Entonces estaba de moda la nouvelle cuisine française y le agradó el toque alegre de esa forma de aprehender sabores y texturas, menos rígida que la cocina gala tradicional. La experiencia en Valle de Bravo duró doce años, con hijos como compañía, un divorcio y un nuevo matrimonio caminando. Además del restaurante tenía una tienda gourmet donde vendían lechugas orgánicas, mermeladas caseras y repostería. Y junto con esos dos espacios, vivía con "la culpa" de no poder ser madre, empresaria y chef al mismo tiempo. Para reconfortarse, a veces pensaba que su crecimiento como profesional de la cocina redundaría en cierto orgullo en sus hijos. "Hasta ahora no sé qué piensan los cuatro de mí", sonríe Mónica, dos veces divorciada y quien además ha experimentado su alquimia en el programa de tv, El rincón de los sabores y en los restaurantes La Galvia, Bolívar 12, La Taberna del León (Plaza Loreto) y el bistró que lleva las iniciales de su nombre y apellido desde hace tres años, en Polanco.

Un viaje a Asia la acercó a la comida tailandesa y de otros países del Lejano Oriente. Su duda fue como embonar los conceptos de comida asiática y mexicana hasta que una noche se le ocurrió que no debía mezclarlos sino hacer una selección de platillos de allá y de acá hasta conformar una carta de platillos de ambos lados del mar, junto con los europeos, haciendo gala del mestizaje inherente en la cocina. Hoy piensa que esa fusión enriquece, tratará de investigar también en la comida india y continúa planteándose la misma pregunta: "¿A quién quiero agradar, a mí misma o a los demás?" La respuesta, con el tiempo, sigue siendo que cocina para los demás y quiere escuchar con atención esos paladares ajenos.