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México D.F. Jueves 9 de octubre de 2003

Olga Harmony

Pasiphae

A Henry Millón de Montherlant apenas se le recuerda entre nosotros. Novelista principalmente y dramaturgo más bien tardío, sus estudiosos coinciden en su gusto por el deporte -entre otros la tauromaquia-, por sus textos de amistad fraterna y su catolicismo paradójicamente teñido por Nietzsche. Pasiphae -respetando la ortografía francesa del original y que los creadores escénicos dan a su espectáculo- es una tragedia casi perdida (de la que no encontré datos en los libros consultados) que en traducción y dramaturgia de Raúl Falcó, Juan José Gurrola -quien ya la había estrenado hace años en un montaje que no llegué a ver- rescata junto al traductor para ofrecerla ahora en temporada universitaria.

Es curioso que este personaje mitológico no haya inspirado más textos dramáticos, a pesar de que se abre con ella una dinastía trágica desde Eurípides -con Hipólito- hasta nuestros días. El escritor francés desdeña los antecedentes de Pasifae como maga (al igual que sus hermanos, entre ellos la muy conocida Circe) y los crímenes que cometía contra sus posibles rivales en el amor del rey Minos. Tampoco es la hija de Helio. Es una mujer, aunque sea un ser ''que se sale de lo común" en conflicto entre su deber de esposa y la pasión antinatural que le despierta el toro blanco. Se encuentra entre los dos extremos que se atribuyen a la obra del autor, la sensualidad y la culpa, la necesidad de sucumbir al impulso del momento y su conciencia de que ello es su perdición. El texto, que empieza en un tono muy alto y se sostiene así casi siempre, termina en el momento en que se encamina al cumplimiento de su destino.

La obra está estructurada con largos monólogos -desde luego los del Prolegómeno y los del Coro, pero también de la propia protagonista- entreverados con algunos parlamentos entre Pasifae y la nodriza, o entre la nodriza y el guardia, estos últimos en un tono menor, pero que ubican al espectador en el momento de la historia. Vendría a ser éste de Montherlant un tipo del ''teatro de la palabra" del que tan despectivamente se expresara Genévieve Scarrau y al que ahora se regresa en todo el mundo, aunque cierta ampulosidad que el autor reconoce en algunas de sus obras largas, en contradicción con las ''magras, escuetas, desnudas cortas" en las que cuenta a ''las dos inéditas que he escrito en el transcurso del año 1948" (en el prólogo taurino-teatral a sus obras anteriores) entre las que puede estar Pasiphae, sin anterior traducción al español y que resulta diferente a las más conocidas.

Ignoro una buena definición de lo que es el ''tono trágico" de una escenificación, pero es algo que resulta muy evidente cuando se la presencia. Juan José Gurrola lo logra, y con creces, en ésta. Al respeto a la palabra añade el movimiento, sobre todo de la excelente Katia Tirado como Pasifae, que se mueve por todo ese laberinto en la espléndida escenografía del mismo Gurrola coronada por grandes cuernos desiguales de fibra metálica -mientras expresa su desesperación extrema-. Resulta notorio que las escenas en que la nodriza (Tina French, más coloquial) echa los caracoles a la reina o la prepara como una novia, ungiendo de aceite todo su cuerpo, así como la erótica del guardia (Héctor Mendoza, a quien sugeriría usar otro nombre artístico, porque el que lleva es el de uno de los grandes de nuestro teatro) con la nodriza son aportaciones del director que crean un clima sensual y mágico.

Nicolás Núñez hace el doble papel, quizá uno solo, del Prolegómeno y del Coro con el dolido aliento del personaje, a la vez trágico y abstracto, casi siempre apartado, por momentos moviéndose como sombra entre las actrices. Otra casi sombra es Dédalo (Alberto Mejía Barón) que a veces cruza la escena en un papel sin palabra -quizá otro añadido de Gurrola- y que en la parte alta posterior del escenario prepara el artefacto en forma de vaca que servirá para la satisfacción de la protagonista, como después diseñará el laberinto del Minotauro y el hilo de Ariadna. Griselda Coss convence poco como la pequeña Fedra. Apoyan, y en mucho, la música casi constante de Arthur Henry Ford, el vestuario diseñado por Dyan Pritamo y la iluminación de Pablo Villegas y Héctor Borges.

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