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México D.F. Jueves 9 de octubre de 2003

Adolfo Sánchez Rebolledo

Los olvidados

Hay una recurrencia trágica en la presencia de menores de edad en los actos violentos que la ciudad presencia entre la impotencia y el temor. Entre los niños-sicarios empleados por las bandas mafiosas de Tepito, los jóvenes que un día asaltan un comercio y al otro agreden estudiantes a las afueras de las escuelas, y los que acuden a los estadios a armar broncas con ferocidad inexplicada, hay algo que los identifica, más allá de si son delincuentes, porros o mercenarios de la última causa violenta. Todos comparten el mismo universo sociológico y una moral forjada entre la desesperanza y la impunidad. Son los hijos de nuestra modernidad en crisis, del desarrollo mil veces prometido pero siempre inacabado, inconcluso. Ellos son uno de los extremos de la fractura educativa y cultural que arrincona a los urbanos depauperados a un estado prealfabético, donde imperan los valores del gregarismo pandilleril y la ley del más fuerte, que es la única ley viviendo en el hacinamiento y la inseguridad.

Ya es hora de que reconozcamos que hay un problema grave con ese sector de la juventud que está de antemano condenado a pudrirse entre el delito cada vez más organizado y el comercio informal, sin que a nadie parezca preocuparle demasiado. Abundan los discursos sobre la inseguridad, el empleo que se esfuma y hay, eso sí, infinidad de estudios sobre el riesgo que representa para el futuro del país una juventud sin brújula, es decir, sin oficio ni beneficio, vegetando en la marginalidad, como ocurre con los niños de la calle, que están en la mira de la hueste de Don Giuliani.

Pero en cuanto se trata de pensar seriamente en soluciones, las únicas medidas que saltan a la cabeza de los expertos, que prefieren la caridad a las políticas sociales, además de inocuas rutinas ocupacionales, deportivas o musicales, son las disposiciones coercitivas, la represión policial como maestra y, ojo, la gran panacea: el aumento de la edad penal de los menores infractores, es decir, algo así como esconder la basura bajo la alfombra.

Ni una palabra en serio sobre la necesidad de buscar alternativas que permitan crear oportunidades para los que hoy carecen de lo indispensable y un porvenir productivo para toda la juventud. Silencio absoluto sobre la realidad de un sistema educativo que absorbe la demanda, pero no educa. Temor a encarar una situación demográfica y laboral que se torna inmanejable, cuando no explosiva. Miedo a enfrentar el desencanto de millones de jóvenes que no se reconocen en el espejo de las instituciones, los partidos, la ley.

Es patético, por decir lo menos, que un grupo de jóvenes, disfrazados con la identidad de otros jóvenes (que a su vez son objeto de persecuciones), se preste al juego de la provocación destructiva y violenta, pero es igual de lamentable que nadie lo detectara a tiempo, que los demás no lo vean ni lo distingan, que la tolerancia hacia las actitudes más irracionales le permita hacerse invisible entre la multitud. Hace ya muchos años que ciertas corrientes lumpenizadas alzan las banderas de la izquierda más radical para abrirse un espacio de poder, sobre todo en las escuelas públicas, pero hay también grupos políticos que no tienen el menor escrúpulo y los alientan, a cambio de obtener la adhesión vicaria a sus locuras militantes. Se dirá con razón que estos grupos son una minoría. Y, en efecto, lo son. Pero bastan 250 vándalos para hacer añicos un acto político cuya importancia trascendía claramente la conmemoración tradicional. ƑQuién se va a hacer responsable por la conducta de esos adolescentes? ƑDe veras le importa a alguien?

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