La Jornada Semanal,   domingo 5 de octubre  del 2003        núm. 448
Rius

La Escuela Vargas de Manejo (de historieta)

Aunque nací en Michoacán, desde los dos años de edad mi mamá cargó con todos sus bodoques (y sin papá, ya fallecido) para ponernos a vivir en las folclóricas vecindades del Centro Histórico de la Ciudad de México. Ya cuando comencé a leer los anuncios de los camiones Mixcalco-Tacuba o algo así, mis hermanos mayores me dejaban leer las historietas de esos años, o sea de los años cuarenta.

Recuerdo alborozado todavía El Pirata Negro, las historietas de Valdiosera, Los Supersabios, de Butze... y unas que me hacían reír con ganas, firmadas por un tal Gabriel Vargas que se llamaban Los Superlocos, donde el personaje central era un gordo, chaparro y bigotón llamado Filemón Metralla y Bomba, un mexicano dedicado a vivir sin trabajar, o a vivir haciendo trabajar a los demás. Uno de ellos era un escuincle lleno de lombrices, cuyas tripas hacían música por la acción hambrienta de las lombrices. Todo un personaje de historieta, claro. Había en ella otros personajes igualmente folclóricos y cómicos, como un gringo Nepomuceno Coca-Cola. (Por cierto, siempre le he querido preguntar a Varguitas de dónde sacó a un gringo que se llamara Nepomuceno...)

Bueno. Esas historietas y la xew eran mi máximo acercamiento a la cultura. Había también las lecciones de catecismo en la chuca iglesia de Loreto, donde el atractivo era ver los cortos de Chaplin y tratar de verle las piernas a la catequista. Obvio decir que lo que más me gustaba era leer y admirar los dibujos de Los Superlocos, con perdón de Monsiváis, experto mexicano en Gabriel Vargas y La Familia Burrón.

Ya dedicado a esta especie de profesión de hacer monos, soñaba con conocer al autor de mis historietas favoritas. Logré cumplir el sueño cuando nombraron al gordo Carreño Hijo Predilecto de Tehuacán, y nos invitó a varios cariaturistas a acompañarlo a pasar el trago que, acompañado con ron y otras marranillas, resultó soportable. Uno de los invitados fue Gabriel Vargas, de quien con mucha suerte y gusto me hice amigo desde entonces y a quien traté de hacerle confesar sus secretos para hacer la historieta. Varguitas me llegó a decir que en realidad él no tenía una fórmula para hacer su historieta. Se ponía a hacerla con lo primero que se le ocurría, y ya estuvo. No hacía libretos, y sólo cuando tuvo ayudantes hacía los diálogos detrás de la cartulina donde se iba a dibujar la historieta, diálogos que sus ayudantes ilustraban dejando el espacio en forma de globo para incluirlos más tarde, ya en tipografía. Ni siquiera trazaba los dibujos y sólo supervisaba el trabajo de los ayudantes. Decía que finalmente los muchachos dibujaban mejor que él.... Claro, los primeros cien Burrones los dibujó él, y ya después sus ayudantes –que tuvo muchos– los copiaban. Pero siempre confesó su imposibilidad de hacer libretos.

Esa negación a hacer libretos la compartí con Varguitas. Cuando hice historieta y cuando todavía me pongo a hacer algunas planas del pesado género, le hago como don Varguitas: me pongo a hacer la historieta con lo primero que se me ocurre y listo. Si algo le aprendí leyendo sus monos, fue la manera de hacer los diálogos. En eso, igual que Butze con sus Supersabios, Varguitas no ha tenido competencia. Sus otras virtudes, la modestia, el sentido del humor discreto y oportuno, la sensibilidad para captar el lenguaje popular y su ingenio para crear nuevas palabras, lo destacan como el gran historietista de nuestro país. Y finalmente comprobé que Gabriel Vargas no se parecía a don Jilemón, pero sí a don Regino Burrón...