Jornada Semanal, domingo 5 de octubre  de 2003           núm. 448

NMORALES MUÑOZ.

TU NOMBRE NO SE HA ESCRITO

La actriz Ángeles Marín, el director Ricardo Ramírez Carnero y la dramaturga Verónica Musalem han tomado como punto de partida la novela Tu nombre escrito en el agua, de Irene González Frei, para construir una narración escénica sórdida y descarnada sobre el erotismo femenino, en la que lo ambiguo y lo implícito prevalecen como pautas para cifrar un discurso en el que se pretende mostrar un enfoque poco convencional de la cosmovisión femenina respecto a su propia sexualidad. Bajo el nombre de Tu nombre no se ha escrito, este trío creativo, navegando las siempre riesgosas aguas del monólogo, presenta la historia de Sofía, que de tan atribulada bien podría definirse como un compendio de todo cuanto puede sucederle a una mujer en conflicto permanente consigo misma y con las circunstancias de su entorno. Sadomasoquismo, escatología, lesbianismo y aborto son algunos de los estadios de lo crepuscular que la protagonista visita a lo largo de esta deshumanizante búsqueda en pos de su propia personalidad, en la que, desde luego, el otro, que no podría ser sino el universo masculino, se constituye como un referente constante y necesario.

Tan cruda y violenta exposición del erotismo resulta en modo alguno novedosa, considerando que el tema ya ha sido abordado previamente, con un tratamiento similar, en todos los géneros de la creación literaria. Lo que se insinúa como una inquietud personal del director (tómese como referencia su versión a El lector por horas, de José Sanchis Sinisterra, su montaje inmediato anterior), esa preocupación por fragmentar el relato, por dejar un margen amplio a la ambigüedad y conferirle al espectador la libertad de leer y reconstruir a su manera el discurso escénico presenciado, vendría a establecerse como la particularidad más importante de esta escenificación, que se presenta en el teatro El Granero. De esta manera, la voz del relato, el punto de vista del personaje único, se quiebra y habilita la posibilidad de saltos intertextuales, de planos de realidad y de paralelismo en los tiempos de la narración, en un juego de espejos con el que se persigue dotar a la historia de una complejidad mayor y más enriquecedora.

A diferencia de otros trabajos de Ramírez Carnero, esta apuesta no consigue la efectividad proyectada, en gran medida debido a las características del texto que le ha dado origen. La novela de González Frei (que el suscrito desconoce), o al menos la dramaturgia de Musalem, parece regodearse en la concatenación de eventos dolorosos, a tal grado copiosos y crueles, que terminan por perder buena parte de su significado. Pareciera, incluso, que algunas de estas situaciones no repercuten como se esperaría en la psique del personaje, o que ven minada su fuerza en favor de esos juegos narrativos ya referidos anteriormente. Si bien no llega a la inverosimiltud, la propuesta sí se desgasta, y se vuelve reiterativa, al evitar cualquier tentativa de distanciamiento, incluso paródica, que quizás le hubiera provisto de una mayor consistencia.

A diferencia de quienes han preferido reforzar la sordidez de un texto con una ilustración cruda en escena (como sucedió recientemente con Devastados, de Sarah Kane, dirigida por Ignacio Ortiz), Ramírez Carnero ha optado por la ruta de la abstracción. La escenografía de Arturo Nava es un claro ejemplo de ello: una estructura giratoria, con una forma casi espiral, que simboliza sutilmente la tormenta del mundo interior de la protagonista. La inclusión de una suerte de koken, figura de apoyo propia del teatro japonés, contribuye también a darle fluidez y atractivo estético a la puesta en escena. No sucede lo mismo con el recurso de las pantallas de video, que en teoría debieran reforzar la idea de fragmentación del punto de vista (no queda claro si la mujer a quien la protagonista se dirige permanentemente como interlocutor es otra persona o un desdoblamiento), pero cuyo significado se diluye con el correr de la representación.

En la labor histriónica de Ángeles Marín, por el contrario, sí se percibe una clara tendencia a la ilustración. No es que falte intensidad o interiorización en su trabajo; en todo caso se echa de menos una dosificación del esfuerzo, una canalización más sensata de la energía que le imprime. Pareciera que la búsqueda de la emoción no se corresponde con los estímulos que la debieran originar, o que se le consigue con métodos artificiales, más formales y menos orgánicos. Sin duda alguna, es el actoral el aspecto que requiere de más trabajo por parte de un equipo con inquietudes estéticas y formales genuinas, aunque en este caso no del todo logradas en la escena.