La Jornada Semanal,  domingo 5 de octubre  de 2003         448

ENTRE EL ENIGMA Y LA POLÉMICA
 MARÍA ROSA PALAZÓN
Lewis H. Morgan y Adolph Bandelier
(prólogo y edición de Jaime Labastida, traducción de Stella Mastrangelo
y Josefina Anaya),
México antiguo,
Conaculta/ INAH/ Siglo XXI Editores,
México, 2003.
 

Hemos de congratularnos de tener entre manos los ensayos de Lewis Morgan "La comida de Moctezuma" y "La confederación azteca". Las ratas de biblioteca hemos leído y releído las clasificaciones taxonómicas de este etnólogo norteamericano que, como Tylor, fue deslumbrado por aquel suceso que planteó la evolución de la humanidad desde una génesis a un desarrollo que se desplaza de lo simple a lo complejo, y postulante, con Bandelier, su discípulo, de una linealidad histórica universal que reza: la humanidad ha pasado o pasa por tres etapas: el salvajismo, la barbarie, la inferior, ejemplificada con los iroqueses, la media o societas organizada en gens, fratrías, tribus y confederación, que se apoyan en hipotéticas relaciones de "consan–guineidad, lo cual es una realidad a medias, porque no se basa en la familia nuclear, y sí en la extensa, y esto es así porque no sólo prohíbe el incesto, sino el matrimonio entre la misma gente, e incluso hay derecho de adopción de alógenos o foráneos; la ficción de la consaguineidad procede de la propuesta de un mítico antepasado común o tótem (águila fue el de Moctezuma). Se trata de una fase sin conocimiento del hierro, con propiedad común de la tierra y los medios de producción (entre los mexicas la diferencia sólo se marcaba en el traje de los jefes) y, por lo mismo, sin Estado; de una sociedad con un viso democrático porque las decisiones se consultaban en cada calpulli, a su vez presidido por su propio numen o dios protector (en este saco Lewis Morgan mete a babilonios, egipcios y aztecas), y termina su taxomonía con la etapa superior, civitas o la civilización, que la registra desde la Grecia homérica y la Roma en los años de Rómulo. Como partidarios del plurievolucionismo y, adicionalmente, convencidos de que si bien cualquier estudio echa mano de generalizaciones de causa-efecto y de que las sociedades, sean las que fueren, están abiertas entre sí, pensamos que la historia y la etnología estudian los procesos de una organización humana en un espacio-tiempo; luego, han de resaltar su carácter uno y único (aunque todos los elementos de un cronotopo fueran comunes con otros, la estructuración de tales elementos siempre es individual o única). Por culpa de las lecturas sesgadas de Morgan hemos sentido un profundo hartazgo, porque aún estamos descubriendo el método holista o sistémico, que parte de lo complejo y termina en lo complejo, relacionado de manera tal que si se altera una parte, se altera el todo. También creemos que el traslado mecánico de la noción de "especie" a ramas del saber preocupadas por describir el carácter único de un devenir histórico específico, sus motivos y razones, significa la machacona obsesión por las semejanzas (aunque sean en los procesos históricos) con exclusión de las diferencias (cada etapa de la historia de México es única: aún cuando pueda compartir algunas características con otros procesos, su modo de vincularlas es suyo).

Sin embargo, estos "fósiles" teóricos, según los califica Jaime Labastida, obedecieron a un momento teórico y, al leerlos como textos completos, quedamos impresionados por la inteligencia de quien cava hoyos profundos en viejos paradigmas metódicos. Al enfrentar este clásico de la etnología encontramos tesis que mantienen su vigencia, como aquella de que la historia, aunque niegue algunas, mantiene instituciones antiguas, asignándoles nuevas funciones. De no obstinarnos en las recurrencias homotaxiales (taxonomías con base en las funciones), quedamos deslumbrados. El acierto de Labastida y su equipo radica "en poner, ante el lector, especializado y lego, el conjunto de textos, polémicos sin duda, de estos dos etnólogos para descubrir sin prejuicios sus tesis" (xvi). Dicho según la lógica: si Morgan y Bandeleier en sus clasificaciones cometen falacias de composición –juzgar la parte por el todo–, leer sólo parcialmente autores, con un rigor académico fuera de duda, es una falacia de división –juzgar el todo por la parte. También deshagámonos de la historia efectual y de las nefastas consecuencias que ha tenido este afán civilizatorio de los países, clases y centros que se promocionan como vanguardias de la humanidad.

Lewis Morgan se adentra en un relato descriptivo sobre lo único, molesto por la ceguera de los conquistadores y algunos frailes, quienes calificaron la organización, los usos y las costumbres mexicas bajo el lente europeo, cometiendo errores, como llamar rey al "jefe de hombres" o hablante, reducir aquello que sucedía a un feudalismo despótico, sin detenerse en los consejos, verdaderas cimas del poder representativo que hubo en la cuenca lacustre de México, ni en las confederaciones o alianzas; se enfada porque no se preocuparon por entender la carga semántica del náhualt y las traducciones que usaron fueron para ejercer el dominio (por ejemplo, Cortés no tuvo empacho en llamar mezquitas a los templos prehispánicos. ¿Quiénes eran esclavos o mercancía que trabaja y de cuya vida el amo dispone, cuando en realidad mediaron contratos?) Con las limitaciones bibliográficas y arqueológicas de su espacio-tiempo (siglo xix), Morgan y Bandelier se adentran en unas normas sociales y su razón de ser, con frecuencia idealizándolas –sostienen que hubo comunismo y democracia militar–, aunque al menos deshacen prejuicios insostenibles, y nos dejan meditando en los privilegios en una comunidad, no dinástica, donde se heredaban algunos cargos superiores de hermano a hermano o de tío a sobrino, pero era factible destituirlos (como le ocurrió a Moctezuma); en las decisiones que nacían tras escuchar la voz de cada individuo: el número de las poblaciones lo permitía (las mujeres, no obstante, eran meros objetos utilitarios). Si aislamos estos datos, lo cual no deja de ser un error, convendremos en que, quizá, mirando al futuro, es factible una aglomeración demográfica menor mucho más democrática que la vigente en nuestro tiempo y megalópolis (¿dónde queda, pues, el tan caro "progreso de la humanidad" que abunda en este planteamiento morgasiano con visos positivistas de darwinismo evolucionista?). Morgan y Bandelier dicen que en México antiguo hubo una democracia militar, con sus dosis xenófobas. También existió un dominio, en agudas observaciones de Labastida, que explotó a los pueblos, a los otros, mediante el tributo y los rehenes destinados al sacrificio, y esto es decir que Marx se equivocó: la explotación del hombre por el hombre es anterior a las clases definidas como propietarias de los medios de producción, en especial de la tierra, concluye. Desde esta perspectiva, más que democracia privó la "genocracia", afirma Labastida.

Los textos del suizo-norteamericano Bandelier "Sobre el arte de la guerra y el modo de guerrear de los antiguos mexicanos" (ahí se entiende por qué los mexicas y tlaxcaltecas fueron derrotados por los españoles), "Sobre la distribución y tenencia de la tierra y las costumbres relativas a la herencia entre los antiguos mexicanos", "Sobre la organización social y la forma de gobierno de los antiguos mexicanos", "Sobre los calpulli mexicanos: su administración, su origen y el principio comunista implicado en ellos", son un regalo. Un gran regalo, porque son una primicia: no existen en ninguna biblioteca mexicana. Labastida, haciendo suyo el tótem hormiga, los trajo de Washington, acompañándolos de las notas toponímicas, históricas, filológicas, geográficas, de citas, de fuentes y otras más,"tan prolijas que superan tres a uno, por su extensión, al texto mismo".

El prólogo también es prolijo en tanto se preocupa de la recepción entre un público que no acepta ser mezcla de español y amerindio, o sea su papel de víctima y victimario, de Marx y el despotismo asiático, fallida hipótesis, del corpus teórico de Morgan en su clásico Ancient Society, de las agudas observaciones de Bandelier; de cómo Cortés, que no se hallaba en una situación de privilegio legal, tomó nota de cada una de sus acciones, exagerándolas e interpretándolas torcidamente para beneplácito del rey y su propio encumbramiento, y otros asuntos igualmente apasionantes.

Jaime Labastida no deja de reconocer que los "fósiles teóricos" que ofrece serán "piedra escándalo" por su método y visión. Pueden serlo para quien carezca del más mínimo sentido histórico: la oferta no es la última palabra sobre el México antiguo, ni pretende serlo; pero también es menester estudiar lo que se dijo e hizo palabra. Por si fuera poco, la edición va acompañada de notas editoriales, de índices –general, toponímico, onomástico y analítico–, de la correspondencia de Bandelier con García Icazbalceta (debida a Ignacio Bernal) y del informe del oidor y defensor de indios Alonso de Zorita, así como de dos semblanzas de Morgan y Bandelier, los clásicos que mantienen su actualidad donde menos se espera. Nosotros, los lectores, hemos de seguir dos caminos: ubicar las cosas y hechos en su momento histórico, sin anacronismos; tampoco será posible que nos desprendamos de nuestra proyección futura: la reconstrucción histórica del pasado depende de horizontes presentes que miran de soslayo el futuro, con un talante profético. Tal es la naturaleza de las ciencias sociales.

Termino, pues, felicitando a Labastida, a su equipo, a las editoriales participantes, y felicitándome porque en mi biblioteca también ocupa su lugar México antiguo. Confieso que leí este libro en una semana y que lo disfruté. Ahora estoy llena de enigmas, y esto me hace feliz •