La Jornada Semanal,   domingo 5 de octubre  del 2003        núm. 448
A Enrique Serna en propia mano

Margarita Villaseñor

Tengo un árbol de insomnios
al que noche tras noche acudo.
Un jazmín y una madreselva en el patio.
La casa entera se llena de perfume.
Mis pasos son las lecturas repetidas.
Voy cada vez hacia el tiempo perdido,
hacia la Invención de Morel,
hacia Darío.
Enrique, te voy a contar un cuento...
Uno soñaba que era rey,
y yo vendo mis muebles, mis cristales,
hipoteco mi casa. Pongo en subasta mis poemas.
Estoy en cruce con la vida.
No suenan los claros clarines del bosque.
Cuando me muera, Enrique, quiero una palabra.
De esas palabras viejas, desgastadas
como una camisa lavada en casa, como una Miss México ya perdida.
Me voy a la cama para soñar que nada es cierto.
Para huir.
Para olvidar los ruidos y deglutir el silencio.
Para el insomnio o el sueño final.
Para borrar el miedo a los animales.
La noche ¿no es lo más hermoso de la vida?
¿En dónde quedó enterrada la pierna de Santa Anna?
Seguramente en las páginas de tu libro
o quizás entre las hojas de mi magnolia.
Tal vez en el insomnio de este país equívoco,
en su extensa geografía de pobres,
en sus sueños, sus tristes sueños de esperanza.
O en el amor y su sombra.
En el olvido, ayer, hoy y mañana.

No hay nada para medir un orgasmo. Nada.
Puede ser el recuerdo,
el humor cáustico de una narración,
el humor de una buena amistad, el sabor nuevo.
¿Qué queda de la vida?
Enrique, te voy a contar un cuento
para que lo leas a Lucinda en secreto.
El destino y la suerte se llevan de la mano.
Diástole y sístole le dan ritmo al corazón
en un mambo enloquecido.
Enrique, te voy a contar un cuento...
Es algo personal.
En el sueño o en el insomnio
–para mí cotidiano y a veces placentero–
la palabra duele como premonición de muerte.
¿La muerte es silencio?
Muerte inminente por el despeñadero del tiempo,
el desbarranco de los años
lo que nunca callamos o dijimos,
el precipicio de los deseos y de los proyectos
incumplidos o que se desvanecen. Se van.
Esta noche, para situarme en el momento que escribo,
esta noche, amigo, me adolorizan más las palabras
y las promesas.
En el teclado, la página o la pantalla
sólo aparece mi desolación.
Digo lo que no vale y pienso no sé qué.
O sí. Sé lo que pienso.

Sin dramatismos, y al vértice de la muerte
–seductora y enamorada–
miro en el patio mi árbol de magnolia
que por primera vez ha florecido.
La magnolia, las camelias, la añorada gardenia
han florecido en mí
como vocablos sin espejismos de desierto,
casi sin luna,
dentro de un cristal envenenado de tristeza,
sin espacio para el transbordador que se difuma.
Al final de esta noche, al mero final
cuando el sol se asome o cuando logre neutralizar el ciclorama,
o cuando menos ponerlo en Kroma Key,
esta noche, digo, a orillas del abismo fatal del duermevela
apareces como fantasma alegre.
Mañana Rafael y yo vamos a la irrealidad de otro clima,
al rescoldo de un jardín amistoso,
al bienestar de la charla. Otra vez la palabra. La voz.
Semánticos, semióticos. Sonidos y significado.
Presencia para esta encanijada soledad que nos cargamos.
Jodido desamparo adentro de las páginas escritas,
de las páginas en blanco,
de la obra virtual, del atinado plot de la telenovela.
Enrique, te voy a contar un cuento...