Jornada Semanal, domingo 5 de octubre  del 2003                núm. 448

LUIS TOVAR
SÓLO ENTRETENIMIENTO

Hace dieciocho años, Hugo Rodríguez (Buenos Aires, 1958) fue responsable del sonido de Calacán, película dirigida por Luis Kelly en 1985. Miembro de la octava generación –conocida como "los Teporochos"– del Centro de Capacitación Cinematográfica, donde estudió la especialidad de producción, en 1985 codirigió con Salvador Aguirre el documental Con los pies en la tierra, y dos años más tarde presentó su tesis, la ficción México, ciudad amiga. Con apoyo del imcine, Rodríguez dirigió hace once años su primer largometraje, el thriller titulado En medio de la nada, basado en un guión coescrito por él y por Marina Stavenhagen. Nicotina, coproducción de México, España y Argentina, con guión de Martín Salinas, marca un regreso que, dados los luengos tiempos entre una cinta y otra, más pareciera debut.

“PINCHE NOCHE DE LOCOS...”

Ese es el último diálogo de la película, pronunciado por un policía que acaba de sustraer una cajetilla de cigarros del bolsillo de un muerto que yace en la banqueta. Colofón y calificativo al mismo tiempo, la frase resume bien lo que se acaba de ver. Un equipo creativo torpe habría titulado así a la película –claro, quitándole el "pinche", dada la gazmoñería que tan bien domados tiene a los autores de la censura y de la autocensura también–, con lo cual habría conseguido una descripción sucinta y veraz, aunque demasiado parecida a los títulos sublimes que suelen regalarnos los traductores, capaces de fastidiar a Thelma & Louise poniéndole Un final inesperado.

Valga la mención al asunto del título porque éste no es cosa menor, sobre todo cuando del mismo depende buena parte de la decisión de quien elige qué película desea ver. En particular Nicotina es, acertadamente a mi modo de ver, un título "políticamente incorrecto" en estos tiempos de rechazo a quienes gustan rodearse de "esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa en los dedos" o, por lo menos, del "humo que tapiza las gargantas" (Cortázar dixit). Y es también, al mismo tiempo que leitmotiv, un hilo conductor eficaz para una trama armada como pensando en el efecto dominó.

Hacker, casero y fisgón de una inquilina al mismo tiempo, Lolo (Diego Luna, contenido y solvente) es quien echa a andar el enredo, basado en la confusión de un cd con información de un banco suizo obtenida clandestinamente. Los pasos básicos de la historia pueden preverse con bastante anticipación: Lolo con un plumón en la mano, a punto de rotular el cd pero siempre interrumpido, delata desde el principio que terminará entregando a sus socios el disco equivocado; su distracción para colocar un cacharro con agua en la estufa indica sin lugar a dudas que algo pasará con el gas, etcétera.

Sin embargo, esta previsibilidad no deja a Nicotina desprovista de cierto grado de sorpresa. Con tantas pistolas como aparecen a lo largo de la cinta, no es difícil pensar que habrá balazos, pero el momento y el sitio elegidos por el guionista para hacerlos estallar sí resultan inesperados y, al mismo tiempo que va dejando poco a poco a la trama con cada vez menos personajes, cuando uno llegó a suponer que casi seguramente los vería vivos hasta el final, consigue un par de logradas vueltas de tuerca que sostienen la tensión narrativa y el interés del espectador.

“YO TENÍA DIEZ PERSONAJES...”

Como si se tratara de la versión chilanga postmoderna de los "Diez perritos" de Cri-Crí, se llega al punto de saber de antemano que alguien más morirá, pero aquí de lo que se trata es de saber de qué manera. Los personajes van cayendo –el secuaz antitabaco de Jesús Ochoa, el farmacéutico ex fumador Daniel Giménez Cacho, el policía ingenuote Jorge Zárate et al.–, de un modo que a más de uno le pondrá a Quentin Tarantino en la punta de la lengua, y que no sin motivos le hará recordar bastante dos películas recientes de Guy Ritchie: Juegos, trampas y dos armas humeantes, y Snatch (en México tuvo el innecesario y vendetramas apellido cerdos y diamantes).

Como éstas dos, Nicotina recurre al humor no tanto en los diálogos o en el perfil de los personajes, sino sobre todo en el sentido del absurdo impreso en los hechos presentados; absurdo disfrazado de consecuencia, de relación causa-efecto, útil para hacer pasar, como por debajo, un discurso –no a favor, tampoco en contra– acerca de la violencia, ésa sí fáctica, verbal, omnipresente, a la que sólo se le opone el tímido balbuceo de Lolo, incapaz de armar una frase completa y al mismo tiempo audible.

Puestos en México casi de manera unívoca a filmar y exhibir comedias que tienen la dura conquista de la taquilla como exclusivo cometido, es de agradecerse que al menos estén hechas con la suficiente pericia como para no decepcionar a ese buen número de cinéfilos que de la sala oscura sólo quieren obtener entretenimiento.