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México D.F. Martes 30 de septiembre de 2003

Vilma Fuentes

Cigarro, prohibición y militancias

Nunca he militado por causa alguna y no creo poder hacerlo ni siquiera contra el cigarro. Sin dejar de agradecer la segunda oportunidad que se me ha concedido, al borde de la muerte en parte a causa del cigarro, hace apenas cinco meses, salvada por el milagroso efecto del amor y la voluntad, no puedo dejar de sonreír con simpatía cuando veo a los fumadores. Gente perseguida, me digo, con verdadera compasión -y no por el peligro al que exponen su salud, sino por la guerra que sufren de parte de las buenas conciencias, las bellas almas de la política correcta y conforme. Los pacíficos fumadores que se han convertido en el chivo expiatorio de todos los males y a quienes ni siquiera se agradece los millones de euros que pagan como impuestos al cigarrillo.

El pretexto para taxarlos es doble: primero, su futura enfermedad cuesta cara a la medicina que alargará sus viciosas vidas, es decir, al Estado; segundo: el dinero recolectado sirve para rellenar algo del abismal agujero económico del seguro social.

ƑCómo oponerse a esta inquietud estatal por la salud de fumadores reales y posibles fumadores? ƑCon qué argumentos criticar las alzas de precio que se suceden? Se sabe que los impuestos sobre los cigarrillos sobrarían para cubrir el déficit de la noble institución, pero no todo el dinero puede dedicarse a llenar un solo hoyo cuando hay otros.

Por eso me pregunto, cuando me llega el aroma de un cigarrillo y levanto la vista para contemplar con envidia al gozoso fumador, quien busca de qué abstenerse para pagarse otra cajetilla, si las autoridades pertinentes no se dan cuenta que están matando a la gallina de los huevos de oro. Sobre todo cuando escucho afirmar que el objetivo es acabar con el cigarro: esa maldición que rebasa los peligros de la contaminación automotriz y las industrias químicas, nucleares y otras. Esa amenaza a la vida más grave, por lo que parecen afirmar los expertos, que el de las armas nucleares, por más tino quirúrgico que tengan, las guerras, el sida, las epidemias... las distintas formas de la violencia que carga el hombre contra su medio ambiente y contra él mismo.

Pero no sólo están matando la más pacífica de las gallinas de los huevos de oro, sin atreverse a llegar a la ''prohibición'' decretando ilegal el tabaco, sino que están provocando el contrabando, la fabricación y la venta ilícita de cigarrillos. Tal vez muy pronto asistamos al éxito de una serie televisiva sobre la guerra entre un moderno Eliot Ness y los contrabandistas de cigarrillos más adulterados, si ello es posible, que los fabricados por la industria actual.

Nunca milité por el cigarro mientras fumé, pero tampoco voy a militar contra él, y no porque no quiera arrepentirme de los 34 años que fumé sin creer poder siquiera imaginar que dejaría de fumar un sólo día de mi vida, prefiriendo imaginarme con el cigarro en los labios a la hora del fusilamiento o de cualquier otra forma de umbral a cruzar para acceder a la eternidad. Sencillamente porque soy alérgica a cualquier forma de militancia y la sola idea de militar por algo me causa urticaria.

Militar significa, en mi egoísta opinión, seguir una idea ya conceptualizada por otro, combatir por un principio al cual se adhiere y llega a sacrificarse inclusive la vida, sin nunca ponerlo en duda. Lucha y mística que ocultan con sus velos la pereza de pensar por sí mismo y ante cada situación, de manera constante, a solas. Que esconde también, acaso, el miedo a la soledad del pensamiento.

Lo que no significa que no desfile para protestar contra algo que me parece injusto. Pero siempre sin seguir a ciegas un maître penseur, un guía intelectual, un gurú. En este sentido, me sorprende uno de los debates actuales de la intelectualidad francesa, la cual lamenta la desaparición de esos maestros, al estilo Sartre, que poseían la autoridad moral y ayudaban a juzgar cuanto ocurría en el mundo. Me pregunto cómo pueden olvidar el número de veces que Sartre y sus semejantes se equivocaron con la Historia. Sin duda todo era más fácil cuando el mundo parecía poder dividirse, gracias al muro de Berlín, la cortina de hierro y otras posibles paredes, en buenos y malos, de izquierda y derecha, olvidando perezosamente la libertad y el privilegio de pensar.

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