La Jornada Semanal,   domingo 28 de septiembre  del 2003        núm. 447
Dos poemas sobre Gauguin

Guillermo Landa

Bonjour, monsieur Gauguin


 
Pont-Aven, envolée blanche et rose de l’aile d’une coiffe légère
qui se reflète en tremblant dans une eau verdie de canal…
Marcel Proust. Du côté de chez Swann
Cantos monótonos de rubios Zebedeos
oliendo a sardinal amoniacado
allanaban las radas finisterienses
cuando abandonaste la granítica y solitaria Armórica
de antiguos hombres taraceados
en cuyos ojos zarcos rebalsan aguas atlánticas,
también retinas glaucas donde reverbera
un evocado oleaje verdegay.

Te gustaba Bretaña,
allí encontraste lo fragoso,
lo rústico. Tus zuecos taconeando
la piedra barroqueña
hacían resonar el tono
cavernoso, compacto,
viripotente que buscabas
en la pintura.

Te gustaba Bretaña,
donde se llama "Perdón" la romería
en que las viudas desoladas de Nizon,
como las Santas Mujeres,
cargan al Cristo-marinero ahogado,
áspero granito exangüe del vía crucis
que con "dibujo huella" grabaste
sobre madera tropical.

Te gustaba Bretaña,
pero tal como Jacob partió de Fanel
con el tendón de un muslo seco,
tú te marchaste del hotel Gloanec
en Pont-Aven con el tobillo quebrado
por un rijoso concarnés.

Así arrastraste tu tata,
el purulento estigma de la violencia,
hasta las islas Marquesas,
tu tatuaje bretón de étimo polinesiano
como signo de lance más osado:
No fue la lucha con el ángel innominado
de tu premonitoria visión tras el sermón dominical,
sino la conciencia de esa contienda que libraste
por alcanzar la victoria de tu arte como el malogro
de esa justa sobre el desdén.
Olvidando el amarillo bilioso
del Ungido de la iglesia rural de Tremalo,
a quien el crucifixor hizo gozar
de la piedad del vino mirrado
y cubrió su desnudez con paño lumbar,
fuiste al encuentro de los dioses
ecuatoriales de la muerte
que observan a través de tu mirada
ausente y lánguida, intrusa
en el Paraíso del Dios Taaroa.

Apoyados junto al mar

Apoyados junto al mar, Fatata te Miti, participaremos del ritual de unión con la Naturaleza; dos troncos de cocoteros esculpidos en forma de dioses canacas sostienen tu cobijo sitiado con una plantación de flores rubicundas: tu bermellón favorito jardinando con la Dahlia juarezzi de color escarlata, que llevó de México a Europa Andrés Dahl, discípulo de Linneo; la nostalgia de tu niñez formando un ramillete del peruano Cosmos sulphureus que se marchita sobre una silla en el Museo de la Ermita de San Petersburgo; la capuchina, Flor de la sangre, Tropaeolum majus para ensalada de los tahuantinsuyus, que con su broquel rojo anaranjado también retoza en la verdura mexicana; los pétalos de la Mangifera que acarician con su carmín las sonrojadas areolas de las muchachas tahitianas. Tal vez falten la Tuscany superb sobermeja, la James Mason encendida, la Sissinghurt Castle púrpura malva, la Belle Sultane violácea, que con sus triunfantes corolas enrojecidas testimonian el amor de la Tierra por sus cultivadores.

Si rosas encendidas no tienes, tocando tus pinceles inflamarás el alborozo de tu corazón y los colores Lefranc y Compañía cubriendo cuarenta metros de tela estallarán envueltos en las llamas de esos árboles jubilosos rojo fuego, los flamboyanes, mientras el dandismo bohemio se pasea a la sombra de los arces blancos que enraizan su melancolía en los bulevares tumultuarios de París.

En vez del elegante callejeo de las doncellas opiladas que apisonan el macadán de la calle Saint-Denis con el allegro vivo del Scherzo del Op.15 de Fauré, prefieres el tañido dulce o lamentoso de la flauta maorí y las danzas rituales que ejecutan bronceadas mujeres ante la letargia protohistórica que sobrevive en los ídolos oceánicos. Tus "Pasatiempos" pintados, Amusements, Arearea, nos sumergen en un ambiente de plácida animación donde el variopinto juego de colores de la selva y el sortilegio de la música aborigen nos hacen pasar del estado silvestre al estado de gracia de una mirada nueva.

A las islas Marquesas, a las islas del viento, dans l’atmosphère, une odeur, enivrante, indefinissable…, la alegría olfativa embriagando la engrandecida acuidad de tus sentidos. Como el lobo guará percibe el olor de la luna y el perfume del día ausente en el Chaco así, bajo el imperio nocturno de las estrellas y constelaciones australes de Oceanía, olisqueas la fragancia de frutas maduras y de yodada vianda marina que exhalan los cuerpos maoríes; tus dedos mansuetos acarician el pequeño bronce vivaz, el ámbar aceitunado, el grano fino de su piel que el sol adoba sin el hostigoso almizcle ni el pachulí de la perfumería europea.

Tus sentidos palpando la felicidad a miles de millas de la civilización lejos de los miasmas urbanos, del mefitismo de los muros, aereado del moho de los cuartos cerrados olvidas el olor rancio de las antiguas tapicerías, los armarios cubiertos de polvo, aquí no se ventean los efluvios amoniacales ni las emanaciones excrementosas de las bacinicas inglesas. Aquí respiras a pleno pulmón y realizas información de limpieza de espíritu ante los nativos para recuperar tu inocencia.

Para vengarte de los malos sueños que se ciernen sobre nuestras ciudades te convertiste en un completo indígena. Ya no andas enfundado, casi encorcelado, en el sombrío fraque para subir la escalinata de la Ópera, "le temple du plaisir" de Napoleón III; ahora llevas el cuerpo desnudo como tu instinto primitivo sólo con el pareo que te cubre el pudendo. Ya no degustas en vajillas de plata la lujosa porción de foie-gras y trufas, en platos de Sèvres fresas heladas con champaña Saint-Marceaux y avivadas con un chorro de éter, agua de Evian y de Bussang; ahora comes camarones de agua dulce que pesca tu vahiné, un poco de las Aguas misteriosas, Pape Moe, y algunas guayabas y mangos.