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México D.F. Domingo 28 de septiembre de 2003

Marcos Roitman Rosenmann

Chile: una elite prisionera de su mentira

Rastrero, adjetivó Salvador Allende a uno de sus generales al sa-berlo partícipe del golpe de Es-tado aquel 11 de septiembre de 1973. Asimismo, en su alocución llamó al pueblo de Chile a tener fe en su futuro y superar el tiempo amargo de la traición. Tras las primeras horas de represión siguieron los días, las semanas y los años de la tiranía. El ocaso de la vida republicana y democrática tra-jo consigo una era de oscurantismo cuya machacona cantinela fue haber logrado un triunfo sin igual en la lucha contra el comunismo internacional. Con años de tortura en su espalda, y el asesinato como norma, el grito de libertad no pudo ser acallado. Mientras la dignidad del pueblo chileno se aglutinó en torno a la gente humilde de las poblaciones, a los trabajadores, a las mujeres violadas durante la tortura, en las madres, esposas, hermanas, hermanos y maridos de los detenidos desaparecidos, en el pueblo mapuche, el campesino y la juventud rebelde, la vergüenza, salvo excepciones, se concentró en la elite política. Dividida inicialmente entre quienes apoyaron y coparticiparon en la muerte de la vida democrática celebrando el bombardeo de la casa presidencial y quienes defendieron el ordenamiento constitucional llamando a resistir al fascismo, con el paso de los años unos y otros acercaron posiciones hasta hacer imperceptible las diferencias.

Una parte importante de la oposición al pinochetismo viajó con el apelativo de ex diputado, ex senador o ex ministro. Ha-ber sido miembro del gobierno, parlamentario de la Unidad Popular o amigo de Allende imbuía de "categoría histórica" a los susodichos. El exilio abrió brecha. Los del interior y los del exterior. Unos y otros se arrogarán la representación y la legitimidad para pactar o firmar acuerdos. Del otro lado, la democracia cristiana, cuya cobardía la hizo cómplice de la felonía del 11 de septiembre, decidió alejarse del po-der militar al verse desfavorecida en el reparto de prebendas. Sus dirigentes no tuvieron suficiente tajada y ello los encolerizó. Parecía que la división tan clara el 11 de septiembre de 1973 se difuminaba con el autoexilio de algunos destacados golpistas democratacristianos.

A principios de los años 80 la demanda de libertad hizo tambalear a la tiranía. Nuevamente el miedo y la falta de gallardía permitieron que el Estado militar siguiera gobernando. La oposición negoció plazos, amnistías y aperturas controladas para evitar perder el control postrero de una transición amañada. Pinochet y sus servicios de inteligencia sabían el material de que estaban hechos sus interlocutores. No les debían demasiado respeto y por ello se sentía seguros. La Constitución de 1980 dio el marco legal para consolidar el proyecto pinochetista de refundación del orden. Es más, un plebiscito podría acortar en un periodo el mandato del "líder carismático". Ardid que maquilla una traición orquestada por unos y otros. Pinochet, con su habitual soberbia, llamó a los opositores más connotados y ofreció un pacto "de caballeros": negociar con él. Los invitados aceptaron, asegurándose una cuota de poder bastardo. Pero no aspiraban a más. Ese era todo su reclamo tras 15 años de eclipse político. Contentos y sin grandes dubitaciones emprendieron la tarea de airear el régimen militar. Los plazos eran flexibles, no así los contenidos. Los derechos humanos sólo podrían ser reivindicados a titulo propagandístico.

Se inventó la coalición de partidos Concertación por la Democracia, un engendro que excluía a quienes por años ha-bían luchado sin tregua contra el tirano y unía, contra natura, a golpistas y víctimas de la tiranía. No casualmente su candidato y primer presidente sería el sedicioso Patricio Aylwin, instigador civil y miembro de la trama pinochetista. Todavía hoy, democratacristianos y pinochetistas siguen sin responsabilizarse de las muertes cometidas durante la dictadura. Es más, se ufanan de ello convencidos de haber actuado diligentemente. Así, la traición a la cual aludiese Salvador Allende termina por adscribirse, con el paso del tiempo, a una parte destacada de sus co-rreligionarios. La pérdida de memoria y el abandono de los principios éticos facilitan soltar rastre. La ética del compromiso se transforma en el ingrávido discurso del pragmatismo tecnoburocrático. Los victimarios y una buena parte de los desplazados políticos se parean, unos con el objetivo de seguir impunes, y los otros con la finalidad de recuperar el poder.

En Chile se representa una gran farsa. El destino terminó urdiendo una tragicomedia. Tres generaciones están inmersas en la mentira. Cada una se justifica a sí misma. Nadie quiere reconocer que en Chile el golpe de Estado significó una ruptura de la vida republicana donde se evidenció el poco o ningún apego democrático de la burguesía chilena al orden constitucional, menos aún de sus representantes políticos obstinados en destruir cualquier atisbo de proyecto nacional, democrático, de justicia social y de contenido social. Para ellos el golpe de Estado fue salvar el país del marxismo-leninismo, muletilla con la cual justifican el asesinato y la desaparición de las personas. Viven convencidos de su buena ac-ción católica y celebran el 11 de septiembre como una liberación. Sus coetáneos, miembros de la Unidad Popular, se achacan, incomprensiblemente, el papel de verdugos de la democracia. Sus análisis reclaman para sí la culpa del golpe. Todo fue intransigencia y los errores de sectarismo fueron minando el gobierno hasta hacerlo ineficaz y débil. Esta visión la trasladan a la generación siguiente, aquella que, en ciernes, volcó su juventud en apoyar el gobierno.

Hoy, un respetable dirigente del Partido Socialista, Camilo Escalona, por allá en 1973 con poco más de 18 años, dice haber sido un mero espectador, cuando era uno de los principales dirigentes estudiantiles de la Unidad Popular. Vaya manera de lavarse las manos expiando sus pecados de niño, haciéndose irresponsable o considerándose manipulado. Así hay ministros, subsecretarios, embajadores y miembros de la nomenclatura que supieron callar y esperar su turno. Hoy cogobiernan el país. Los mayores de 50 años, los primeros en degenerar hu-manamente, se aferran a disculparse. Sa-bedores de sus ignominias, sólo les cabe hacer una piña para evitar ser descubiertos. Viven un mundo de apariencias, de modos, de gestos donde la superficialidad y la hipocresía se han transformado en valores recurrentes, moldeando un ca-rácter conformista y sumiso. Son una ge-neración sin deseos de reflexionar. Han decidido vivir sin conciencia. Pero lo más destacado es que han sabido proyectar este mundo de miseria a la generación subsiguiente, aquella que vivió el golpe militar con pocos años o que nació en su "regazo". Llenos de soberbia, configuran el Chile sociológicamente pinochetista. Sus valores están llenos de tópicos y de eslóganes de mercado. Para ellos todo se puede comprar y vender. No hay principios, con la dignidad no se vive. El mundo debe estar en manos de los más fuertes, de los poderosos. Los débiles son materia prima para manipular, moldear y utilizar hasta su muerte física. No hay lugar para la amistad o la honradez. Para ellos el 11 de septiembre de 1973 es una efeméride comercial y, cuanto más, un anecdotario de un Chile que repudian, no quieren conocer y con el cual no se sienten ni histórica ni culturalmente comprometidos. Así ya no hay dudas, Pinochet triunfó gracias a la celeridad con que sus opositores le rindieron pleitesía y a la mutación de otros en cuya cara reconocemos el rostro del dictador: José Miguel Insulza, ministro de Relaciones Exteriores defendiendo su libertad (en Londres) y hoy ministro del Interior por recomendación expresa del tirano. ƑHabrá otra generación que rompa la mentira? Para ello se trabaja.

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