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P O L I T I C A
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México D.F. Domingo 28 de septiembre de 2003

Juan Saldaña

Declaraciones y aclaraciones

Numerosas y variadas pueden ser las interpretaciones de la señora afirmación presidencial en el sentido de que "...Pemex se irá de México si no hay reforma..."

Afirmación sorprendente cuando, de entrada, se refiere a la industria nacional por excelencia. A la industria más íntimamente ligada al ser nacional en la más reciente etapa histórica del país.

Se trata de una afirmación ligera, en el mejor de los casos. Pareciera, en verdad, evocar la conducta comercial de aquellas empresas de particulares que incapaces de optimizar sus rendimientos en nuestro territorio deciden emigrar a la búsqueda de mejores destinos. Podría haberse referido el ilustre declarante a cualquiera de las inversiones "golondrinas" que han transcurrido por estos lares.

Los mexicanos podemos entender que una empresa refresquera, textil o automovilística cambie su sede al exterior si sus negocios en México no se ajustan a sus diseños y expectativas. Pero la grave sentencia presidencial se refiere, como a la pura pasadita, a la industria nacional por antonomasia: la petrolera. Además, alude a ella utilizando la denominación oficial de la empresa nacional que la administra: Pemex.

Así pues, en la hipótesis presidencial, será Pemex la que "se irá de México" de no lograrse -se dijo en la reunión- la plena integración del capital privado (nacional y trasnacional, desde luego) a los programas de inversión de la empresa petrolera nacional.

Se habló, en la reunión de marras, de los "obstáculos" constitucionales para la privatización de la industria petrolera, pero en singular mescolanza, se sugirió -ante inversionistas, hombres de negocios y periodistas-, la posibilidad de evadir el yugo constitucional, asociando a la empresa nacional con capital extranjero, más allá de nuestras fronteras. Para ejemplificar esto, el Presidente aludió a algunas formas de asociación con refinerías norteamericanas que Pemex exploró en el pasado y, hasta donde sé, aún operan.

Se quiera o no, el contenido de los escasos 15 minutos de la charla presidencial ha provocado, en diversos foros, una retoma de los hilos de una añeja discusión nacional.

Aun cuando nuestras líneas deban enfrentar los gestos de fastidio de dos o tres neoliberales modernistas, resulta oportuno reiterar, dentro de los márgenes de la más elemental congruencia histórica, que la lucha por el petróleo ha representado para México un capítulo central en el camino de su integración económica.

Dejando de lado a la recurrente sensiblería histórica de los mexicanos, la decisión cardenista objetivada en aquel marzo del 38 constituye uno de los acontecimientos más relevantes de la historia contemporánea de México.

No puede dudarse que la paulatina y siempre inacabada integración de la industria petrolera ha rendido, desde su inicio, eminentes servicios a la nación. Que ha fortalecido al desarrollo del país. Que ha modernizado la concepción de nuestra planta industrial. Que ha representado referente fundamental para la incorporación del país a la modernidad productiva planteada a escala mundial, como imperativo inevitable.

De todo ello no hay duda posible. Tampoco puede ocultarse, frente a declaraciones apresuradas, la paradoja representada por un gobierno que dice propugnar la consolidación y progreso de su industria petrolera nacionalizada cuando consume, insaciable, los más altos porcentajes de la renta comercial y financiera del petróleo.

Porque esa industria que hoy deseamos internacionalizar, en volandas, no se sabe bien a bien para beneficiar a quién, recuperó, ya bajo los signos de la soberanía nacional con la riqueza del subsuelo, cierta suerte de orgullo nacional que renovó las esperanzas en el avance y en el progreso de México.

Y es precisamente este asunto del orgullo nacional lo que ha permanecido siempre en el sustrato poco aludido de la polémica petrolera. Constituye así parte definitiva del "inconsciente colectivo".

No podemos y, sobre todo no debemos, hacer amables y cálidas nuestras apariciones públicas a fuerza de "trivializar" las grandes cuestiones nacionales. Por ese camino el yerro habrá de manifestarse por doble partida: por un lado, el auditorio inmediato que deseamos convencer sonreirá divertido y, por el otro, la sociedad interesada, nuestra comunidad nacional, recibirá el mensaje como una burla más.

Es necesario reconocerlo. Los demagógicos arranques de un patrioterismo desvergonzado en el pasado congelaron la idea de las grandes luchas de nuestro pueblo por la preservación del patrimonio nacional. Así, la verborrea oficialista dio cuenta de los ideales petroleros, como de los agrarios y varios más, y los convirtió en suave carnaza discursera.

De otra parte, los estertores de un régimen político que, en un sentido o en otro, desaparecerá, han teñido con los torvos colores de la corrupción los programas vitales de la República. Así, petróleo, electricidad, agricultura, desarrollo social y decenas de segmentos del esfuerzo público han padecido los efectos desmoralizadores de la desviación de recursos y del desafuero con diferentes signos políticos.

Ni los excesos verbales, ni la inmoralidad punible habrán de lesionar el espíritu justiciero que constituyó como propiedad inalienable de la nación mexicana a las riquezas del subsuelo. La declaración y la historia verdadera no estorban ni congelan el desarrollo indispensable de nuestra industria petrolera. Lo deben procurar y acelerar.

Se trata sólo del triunfo de los principios, en la lucha secular contra las manipulaciones

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