Marguerite
Yourcenar
Antígona
o la elección
¿Qué
dice el mediodía profundo? El odio se cierne sobre Tebas como un
espantoso sol. Desde que murió la Esfinge, la innoble ciudad no
tiene secretos: todo acaece de día. La sombra baja a ras de las
casas, al pie de los árboles, como el agua insípida al fondo
de las cisternas: las habitaciones ya no son pozos de oscuridad, almacenes
de frescor. Los transeúntes parecen sonámbulos de una interminable
noche blanca. Yocasta se ha estrangulado para no ver el sol. La gente duerme
de día, ama de día. Los durmientes acostados al aire libre
parecen suicidas; los amantes son como perros que copulan al sol. Los corazones
están tan secos como los campos; el corazón del nuevo rey
está tan seco como la roca. Tanta sequedad llama a la sangre. El
odio infecta las almas; las radiografías del sol roen las conciencias
sin reducir su cáncer. Edipo se ha quedado ciego de tanto manipular
esos rayos oscuros. Sólo Antígona soporta las flechas que
dispara la lámpara de arco de Apolo, como si el dolor le sirviera
de gafas oscuras. Abandona aquella ciudad de arcilla cocida al fuego, donde
los rostros endurecidos se hallan modelados con la tierra de las tumbas.
Acompaña a Edipo fuera de la ciudad cuyas puertas, abiertas de par
en par, parecen vomitarlo. Guía por los caminos del exilio al padre
que es, al mismo tiempo, su trágico hermano mayor: bendice la venturosa
culpa que lo arrojó sobre Yocasta, como si el incesto con la madre
no hubiera sido para él sino una manera de engendrar una hermana.
No descansará hasta verlo reposar en una noche más definitiva
que la ceguera humana, acostado en el lecho de las Furias que se transforman
inmediatamente en diosas protectoras, pues todo dolor al que uno se abandona
acaba por convertirse en serenidad. Rechaza la limosna de Teseo, que le
ofrece vestidos, ropa blanca y un sitio en el coche público, para
volver a Tebas; regresa a pie a la ciudad, que convierte en crimen lo que
sólo es un desastre, en exilio lo que no es sino una partida, en
castigo lo que no es más que una fatalidad. Despeinada, sudorosa,
objeto de irrisión para los locos y de escándalo para los
cuerdos, sigue a campo traviesa la pista de los ejércitos sembrada
de botellas vacías, de zapatos usados, de enfermos abandonados que
los pájaros de presa toman ya por cadáveres. Se dirige hacia
Tebas, como San Pedro a Roma, para dejarse crucificar. Atraviesa los siete
círculos de los ejércitos que acampan en torno a Tebas, deslizándose
invisible como una lámpara en el rojo Infierno. Entra por una puerta
disimulada en las murallas, coronadas de cabezas cortadas, como en las
ciudades chinas. Se desliza por las calles vacías a causa de la
peste del odio, sacudidas en sus cimientos por el paso de los carros de
asalto; trepa hasta las plataformas en donde mujeres y niñas gritan
de alegría cada vez que un disparo respeta a uno de los suyos; su
cara exangüe entre las largas trenzas negras ocupa un lugar en las
almenas, en la fila de cabezas cortadas. No elige a sus hermanos enemigos,
ni tampoco la garganta abierta ni las manos repugnantes del hombre que
se suicida: los gemelos son para ella un sobresalto de dolor, como antes
lo fueron de gozo en el vientre de Yocasta. Espera la derrota para dedicarse
al vencido, como si la desgracia fuera un juicio de Dios. Vuelve a bajar,
arrastrada por el peso de su corazón, hacia los bajos fondos del
campo de batalla; anda sobre los muertos como Jesús sobre el mar.
Entre aquellos hombres, nivelados por la descomposición que comienza,
reconoce a Polinice por su desnudez expuesta como una siniestra ausencia
de fraude, por la soledad que le rodea como una guarida de honor. Vuelve
la espalda a la baja inocencia que consiste en castigar. Aun estando vivo,
el cadáver oficial de Eteocles, ya frío por sus actos, se
halla momificado en la mentira de la gloria. Aun estando muerto, Polinice
existe igual que el dolor. Ya no acabará ciego como Edipo, ni vencerá
como Eteocles, ni reinará como Creonte; no puede inmovilizarse;
sólo puede pudrirse. Vencido, despojado, muerto, ha alcanzado el
fondo de la miseria humana; nada se interpone entre ellos, ni siquiera
una virtud, ni siquiera un minúsculo honor. Inocentes de las leyes,
escandalosos ya en la cuna, envueltos en el crimen como en una misma membrana,
tienen en común su espantosa virginidad que consiste en no ser ya
de este mundo: sus dos soledades se encuentran exactamente igual que dos
bocas en un beso. Ella se inclina sobre él como el cielo sobre la
tierra, volviendo a formar así en su integridad el universo de Antígona:
un oscuro instinto de posesión la inclina hacia ese culpable que
nadie va a disputarle. Aquel muerto es la urna vacía donde echar,
de una sola vez, todo el vino de un gran amor. Sus delgados brazos levantan
trabajosamente el cuerpo que le disputan los buitres: lleva a su crucificado
como quien lleva una cruz. Desde lo alto de las murallas, Creonte ve llegar
a aquel muerto sostenido por su alma inmortal. Se abalanzan unos pretorianos,
que arrastran fuera del cementerio a esta gárgola de la Resurrección:
sus manos acaso desgarren en el hombre de Antígona una túnica
sin costuras, se apoderan del cadáver que empieza a disolverse,
que se derrama como un recuerdo. Cuando se ve libre de su muerto, aquella
muchacha que baja la frente parece soportar el peso de Dios. Creonte se
enfurece al verla, como si sus harapos cubiertos de sangre fueran una bandera.
La ciudad sin compasión ignora los crepúsculos: el día
oscurece de golpe, como una bombilla fundida que deja de dar luz. Si el
rey levantara la cabeza, los faroles de Tebas le ocultarían ahora
las leyes inscritas en el cielo. Los hombres no tienen destino, puesto
que el mundo no tiene astros. Sólo Antígona, víctima
por derecho divino, ha recibido como patrimonio la obligación de
perecer y ese privilegio puede explicar el odio que se le tiene. Avanza
en la noche fusilada por los faros: sus cabellos de loca, sus harapos de
mendiga, sus uñas de ladrona muestran hasta dónde puede llegar
la caridad de una hermana. A pleno sol, ella era el agua pura sobre las
manos sucias, la sombra en el hueco del casco, el pañuelo en la
boca de los difuntos. Su devoción a los ojos muertos resplandece
sobre millones de ciegos; su pasión por el hermano putrefacto calienta
fuera del tiempo a miríadas de muertos. Nadie puede matar a la luz;
sólo pueden sofocarla. Corren un velo sobre la agonía de
Antígona. Creonte la expulsa a las alcantarillas, a las catacumbas.
Ella regresa al país de las fuentes, de los tesoros, de las semillas.
Rechaza a Ismena, que no es más que una hermana en la carne; al
apartar a Hemon evita la horrible posibilidad de partir vencedores. Parte
de la búsqueda de su estrella situada en las antípodas de
la razón humana, y no la puede alcanzar a no ser pasando por la
tumba. Hemon, convertido a la desgracia, se precipita tras sus pasos por
los negros pasillos: este hijo de un hombre ciego es el tercer aspecto
de su trágico amor. Llega a tiempo para ver cómo ella prepara
el complicado sistema de chales y poleas que le permitirán evadirse
hacia Dios. El mediodía profundo hablaba de furor; la medianoche
profunda habla de desesperación. El tiempo ya no existe en aquella
Tebas sin astros; los durmientes tendidos en el negro absoluto ya no ven
su conciencia. Creonte, acostado en el lecho de Edipo, descansa sobre la
dura almohada de la razón de Estado. Algunos descontentos, dispersos
por las calles, borrachos de justicia, tropiezan con la noche y se revuelcan
al pie de los hitos. Bruscamente, en el silencio estúpido de la
ciudad que duerme su crimen como una borrachera, se precisa un latido que
proviene de debajo de la tierra, crece, se impone al insomnio de Creonte,
se convierte en su pesadilla. Creonte se levanta, y palpando a ciegas encuentra
la puerta de los subterráneos, cuya existencia sólo él
conoce; descubre las huellas de su hijo mayor en el barro del subsuelo.
Una vaga fosforescencia que emana de Antígona le permite reconocer
a Hemon, colgado del cuello de la inmensa suicida, impulsado por la oscilación
de aquel péndulo que parece medir la amplitud de la muerte. Atados
uno a otro como para pesar más, su lento vaivén los va hundiendo
cada vez más en la tumba y ese peso palpitante vuelve a poner en
movimiento toda la maquinaria de los astros. El ruido revelador traspasa
los adoquines, las losas de mármol, las paredes de barro endurecido,
llena el aire reseco de una pulsación de arterias. Los adivinos
se tienden en el suelo, pegan a él el oído, auscultan como
médicos el pecho de la tierra sumida en su letargo. El tiempo reanuda
su curso al compás del reloj de Dios. El péndulo del mundo
es el corazón de Antígona.
Tomado de Fuegos,
traducción
de Emma Calatayud, Alfaguara.
Amar
con lo ojos cerrados es amar como un ciego. Amar con los ojos abiertos
tal vez sea amar como un loco: es aceptarlo todo apasionadamente. Yo te
amo como una loca.
***
Aún me queda una sucia esperanza.
Cuento, a pesar mío, con una solución de continuidad del
instinto. Lo equivalente, en la vida del corazón, al acto del distraído
que se equivoca de nombres y de puertas. Te deseo con horror una traición
de Camilo, un frasco junto a Claudio y un escándalo que te aleje
de Hipólito. No me importa cuál sea el paso en falso que
te haga caer sobre mi cuerpo.
***
Se llega virgen a todos los acontecimientos
de la vida. Tengo miedo de no saber cómo arreglármelas con
mi dolor.
***
Un dios que quiere que yo viva te ha ordenado
que dejes de amarme. No soporto bien la felicidad. Falta de costumbre.
En tus brazos, lo único que yo podía hacer era morir.
***
Utilidad del amor. Los voluptuosos se las
componen para realizar sin él la exploración del placer.
No se sabe qué hacer con el deleite durante una serie de experiencias
sobre la mezcla y combinación de los cuerpos. Después, se
da uno cuenta de que aún quedan descubrimientos por hacer en tan
oscuro hemisferio. Necesitábamos el amor para que nos enseñara
el Dolor.
Tomado de Fuegos,
traducción de Emma Calatayud, Alfaguara
Ilustración de
Margarita Sada
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