La Jornada Semanal,  domingo 21 de septiembre  de 2003         446

EL FRACASO AL REVÉS
LEO MENDOZA 
Julio Ramón Ribeyro,
La tentación del fracaso.
Diario personal (1950-1978),
Editorial Seix Barral,
Barcelona, España, 2003.

Maurice Blanchot señala que un diario inaugura el proceso de escribir en el tiempo, con toda la humildad de la fecha para preservar cada día de vida. El diario se escribe bajo el peso de los acontecimientos y en éste los sucesos, objetos e incidentes adquieren gran importancia en su intercambio con el mundo exterior. En suma, para el escritor francés, un diario es un presente activo.

Esta idea de Blanchot la encontramos, de forma certera, en los diarios del extraordinario prosista peruano Julio Ramón Ribeyro, quien pasó buena parte de su vida en París y murió en 1994, precisamente cuando iniciaba un viaje por Estados Unidos, poco después de que se le otorgara Premio Juan Rulfo de Literatura. Autor de una centena de cuentos que se encuentran entre lo mejor del género, de tres novelas –Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia– y de textos aforísticos recogidos en Prosas apátridas y Dichos de Lude, Ribeyro fue durante muchos años un autor reconocido –especialmente en su Perú natal, sobre todo por escritores que, como Bryce Echenique, se entusiasmaron con su obra- aun cuando alejado de la fama pública la que, al parecer, sólo llegó fugazmente durante los años finales de su vida.

Ribeyro podría hacer suya una de las frases que Musil escribió en sus páginas póstumas –que, por cierto, escribió en vida–: toda vocación auténtica, al final, parece hecha de los pedazos de dicha vocación. Lo curioso es que en el caso de Ribeyro este mundo fragmentario, este deseo de tirar la toalla y rendirse ante las circunstancias –con el que evidentemente casi todos los autores coquetean y algunos lo consiguen– lo invade desde el primer momento de sus tentativas literarias. Sus diarios así nos lo muestran: dubitativo siempre, quizá dispuesto a abandonar el mundo de la literatura a cambio ya no se diga de una vida con aspiraciones burguesas sino –como buen hijo de nuestro subcontinente– simple y llanamente para sobrevivir al derrumbe. Pero hay también un marasmo interior: lo que el propio Ribeyro llamó el desasosiego de la obra acabada contra la cual, precisamente, conspira el diario íntimo en donde se mezclan las reflexiones, los hechos y los momentos íntimos. De ahí el título del volumen que Seix Barral ha puesto a circular toda vez que la edición peruana –en tres tomos, editados en 1992, ’93 y ’95– es, prácticamente, inencontrable: La tentación del fracaso.

Recientemente, en El mal de Montano, Enrique Vila-Matas convocaba a los grandes escritores de diarios –entre éstos, Musil y Grombrowicz– para intentar salvar a la literatura de todo aquello que conspira en su contra. No es casual: el diario resulta a final de cuentas un refugio, una forma de seguir practicando la escritura, en el presente, sin abandonarnos a ella. El mismo Ribeyro era un apasionado lector de diarios. Había leído todos –dice uno de sus prologuistas, Santiago Gamboa– y hablaba de los muy diversos tipos de diarios existentes aun cuando reconocía que, en el fondo, el primer diario que lo cautivó fue el del pedagogo suizo Henri-Frédéric Amiel en cuyas 16 mil páginas se logra la hazaña –señala Gregorio Marañón– de no consignar nada brillante ni extraordinario, pura y simple vida cotidiana. ¿Es así como Ribeyro concibió su diario? Sí y no, quizá sea mejor que repitamos aquí las palabras del escritor en torno a lo que para él deberían ser unas memorias: "Un libro de memorias –en un grado mucho mayor que la novela– es un verdadero cajón de sastre. En él caben las anécdotas, las reflexiones abstractas, el comentario de los hechos, el análisis de los caracteres, etcétera. Es un libro, además, sin problemas de composición."

La fórmula al parecer fue aplicada por Ribeyro y no sólo en sus diarios. Junto a sus excelentes cuentos, hay dos libros de prosas diversas que se acercan mucho a esta idea. Uno de ellos, Prosas apátridas, está considerado como uno de los mejores del autor y explorando sus diarios nos podemos dar cuenta que muchas de sus primeras versiones quizá se encuentren esbozadas en estas páginas y serán reconocidas sin lugar a dudas por los devotos lectores –que los hay– del peruano.

Como su mejor crítico, Ribeyro, al dialogar consigo mismo, pincha su orgullo debido a la falta de confianza en su obra y en sus capacidades –de ahí el título. En estos diarios, es posible ver de cerca ese combate con el ángel que para algunos es la literatura: por un lado la conciencia lúcida de las limitaciones, de los vicios, de todo aquello que aleja al escritor del oficio y, del otro, el deslumbramiento ante la terminación de cuento o la publicación de un nuevo libro y vuelta nuevamente a la cuerda floja de la desconfianza y al suplicio tantálico de la escritura. Y es que el diario se presta tanto para ejercitar la reflexión sobre el oficio como para hablar de la vida misma.

Es, como diría algún crítico, work in progress: Sin la tentación de publicarlo –aunque no hay quien se resista, pasado algún tiempo–, el escritor puede dar rienda suelta a sus impresiones de lo momentáneo como a las constantes preguntas que lo asaltan y lo obsesionan: cómo se escribe un cuento, qué es para él un cuento, por qué no ha intentado la novela, con qué tipo de autores comulga –en un momento, por ejemplo, Ribeyro se entusiasma con la obra de Bukowski y realiza algunos certeros juicios en torno a la escritura de Robbe-Grillet. El autor se recrimina todo el tiempo la forma como la carpeta de proyectos, cuentos y novelas en preparación engruesa y se queda así convertida en una más de sus preocupaciones. Ahí están esos textos (pre-textos) de los que poco a poco, casi a la fuerza, extrae alguno.

Más allá, está la novela de la propia vida del escritor: sus amores juveniles, la zozobra de los enamoramientos y la angustia del abandono. Sus viajes y peripecias, los almuerzos con sus amigos y también el testimonio de cómo muchos de ellos se fueron borrando mientras que otros ascendieron al Parnaso literario –como ocurrió en el caso Vargas Llosa–, largas noches de vino y de exceso y luego, la caída y el padecimiento de la culpa. Su descubrimiento de otros países y su relación con París, su trabajo en la agencia France Press y, luego, la vida en pareja, la pasión por los libros y los vasos comunicantes que lo llevan de la lectura de un artículo a comprar algunas de las obras de Herman Hesse; los encuentros con jóvenes escritores que lo admiran, los años como funcionario de la unesco, el nacimiento de los hijos y los padecimientos físicos –gripes y cólicos estomacales– que, finalmente, también revelan parte de la personalidad del escritor. A lo mejor asomarse así a una obra quizá sea una indiscreción que, sin embargo, fue motivada por el propio autor quien los entregó a la imprenta –quizá para que no aparecieran como póstumos o para ponerles un punto final.

Los lectores de Ribeyro por supuesto que no se verán decepcionados con esta obra que, como Ribeyro mismo claramente señala en el prólogo, la única unidad que encuentra en sus diarios es la sensación de desasosiego: "esa sensación de descontento, de duda, esa constante interrogación sobre si lo que estoy escribiendo tiene valor, ya hasta una especie de deseo de no realizar una obra definitiva, pues quizá eso me condenaría a nada más"•