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México D.F. Lunes 15 de septiembre de 2003

Leonardo García Tsao

Los premios de Toronto 2003: el público acierta más que el jurado

Toronto. El público de Toronto es de una cinefilia tan refinada que, año tras año, ha votado por películas sumamente meritorias. Este año la ganadora del AGF People Choice's Awards, otorgado por uno de los principales patrocinadores del festival, ha sido la japonesa Zatoichi, de Takeshi Kitano. Para mi gusto el título más entusiasmante de los que vi esta ocasión en Toronto. Claro, resulta difícil elegir entre 254. Contando los que conocía de otros festivales, apenas lograba cubrir una quinta parte del programa. Pero uno ya está algo curado de ese afán de absoluto.

Por otro lado, el jurado oficial premió a Les invasions barbares, de Denys Arcand, con el City Award al mejor largometraje canadiense. Aquí sí hay divergencias. Para la mayoría de los críticos, la película canadiense sobresaliente del festival fue The saddest music in the world (La música más triste del mundo), de Guy Maddin. Si bien siempre ha sido un cineasta excéntrico, en esta ocasión ha podido canalizar su curiosa visión en una unidad casi coherente.

La película se sitúa en Winnipeg en 1933, cuando la prohibición está a punto de llegar a su fin. Aprovechando el ambiente sombrío de "la capital mundial de la tristeza" -Maddin es oriundo de Winnipeg, por cierto-, la oportunista dueña de una cervecera (Isabella Rossellini) organiza un concurso mundial radiofónico para nombrar a la música ganadora del premio enunciado por el título, pues es evidente que si se promueve la tristeza, ésta a su vez favorecerá el consumo de cerveza. Sobre esa premisa, el realizador abunda en su gusto por el cine antiguo. El estilo visual de The saddest music in the world reproduce el aspecto desgastado y opaco de una de esas cintas de derechos vencidos que pasan por televisión a las tres de la mañana, al mismo tiempo que rinde homenaje al expresionismo alemán. Hay tal abigarramiento de ocurrencias -algunas chistosas, otras francamente sangronas- en esa orgía de exceso posmoderno, que acaba por volverse cansina en su última parte.

Aun así, Maddin se aparta del medio tono dominante en la cinematografía de su país. Ciertamente ningún otro realizador actual tiene esa capacidad de recrear el cine de antaño (su corto Heart of the world, de 2000, era un pastiche magistral del periodo soviético mudo) y llevarlo a su propio terreno de delirio. En comparación, la obra de Arcand se ve aún más convencional y mediocre.

El City Award para la mejor opera prima canadiense fue para Love, sex and eating the bones (Amor, sexo y comerse los huesos), de Sudz Sutherland. No vi este debut. Como señalé en mi primer artículo, cubrir la sección canadiense puede ser riesgoso para la salud. Aún recuerdo la desazón del colega mexicano que aceptó ser su jurado hace unos años: después de ver veinte y pico largometrajes canadienses, hablaba solo y tenía la mirada perdida.

El premio Fipresci, o sea de la crítica internacional, fue para la española Noviembre, segundo largometraje de Achero Mañas, "por su frescura y original mezcla entre la ficción y el documental, su mensaje humanista y la alta calidad de sus interpretaciones". Curiosamente, Noviembre competirá la próxima semana en el festival de San Sebastián. (No es común que una película llegue a concursar en su propio país con un premio extranjero a cuestas, pero esas son las excepciones que permiten galardones no oficiales como el de Fipresci, en un festival no competitivo como el de Toronto.)

En resumen, el 28 festival de Toronto concluyó ayer con uno de sus mejores resultados. De alguna forma, hubo un balance satisfactorio entre los diversos factores que nutren a un festival. Es decir, esa rara combinación de arte y comercio, culto a la estrella e interés por el cine de autor, frivolidad publicitaria y seriedad analítica, que caracteriza a los festivales en verdad importantes.

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