Jornada Semanal,  domingo 31 de agosto  del 2003             núm. 443
CHIFLEN Y APLAUDAN

Cuando era niña los apagones me encantaban. En cuanto se iba la luz, me ponía a gritar a todo pulmón, forzando la voz para que sonara como el grito de guerra de los apaches que salían en la tele. Aprovechaba la oscuridad y que a esas edades mi hermana, mi hermano y yo teníamos la misma voz de pito; así, mis padres no podían estar seguros de castigar al verdadero culpable y no les quedaba más remedio que reírse.

Nos encantaba andar a oscuras, encender las seis o siete velas que había en la casa y hacer canicas con la cera derretida que nos dejábamos caer en la palma de la mano. Todo: los muebles, el baño (ningún niño, invitado o familiar, iba a solas si no había luz), la ropa, el gato, se volvía extraño, misterioso. Si el apagón duraba más de diez minutos mi hermano aprovechaba para contar alguna mentira espeluznante:

–A que no saben qué… a un señor lo mordió un perro rabioso y le pegó la rabia. Al señor le dio hambre, se robó a un niño a la salida de la escuela y encontraron al niño muerto en el parque –afirmaba, acercándose la vela a la barbilla y haciendo bizco.

Mi hermana lo oía absorta, mientras la muchacha de la casa, la nunca olvidada Nicolasa, chamuscaba la punta de su trenza en la llama de una de las velas.

–En mi pueblo un señor rabioso mató a su hijo y a su señora con un machete y luego se perdió en el monte. A los que agarra los machetea y se los come –añadía Nicolasa con aire satisfecho.

Aunque sabíamos que no era cierto, mi hermana y yo gritábamos hasta que nos daba miedo de verdad. A esa entretenida actividad la llamábamos "tenebrear". Después de cuatro tenebreadas y de comer bombones asados (mi mamá siempre guardaba una bolsa de bombones rosas y blancos en la despensa) que tostábamos en la estufa, hacíamos la tarea a la luz de las velas. Esa variante nos gustaba porque nos daba pretexto para no echarle muchas ganas y achicharrar las puntas de los bolígrafos. ¡Ah! ¡Las horas deliciosas que pasé presa del hechizo del fuego, mirando la llama de una vela!

Una vez, para la tarea de Historia, arranqué la hoja del cuaderno, le hice pequeñas roturas, le chamusqué artísticamente los bordes y con una letra fingida y barroca contesté diez preguntas sobre el Plan de Ayala. Me quedó bonito, como los dizque pergaminos antiguos que salían en las películas del Santo, pero aun así me reprobaron porque las repuestas eran inventadas. Es que como no había luz, no pude encontrar el libro.

Si el apagón ocurría en las vacaciones, salíamos de la casa a cometer alguna tarugada: jugar a las escondidillas, cruzar terrenos baldíos a toda velocidad, y una noche en el pueblo costero de Dzixulub, en el estado de Yucatán, atravesar el cementerio. Todo esto envueltos en el, para nosotros, extraño silencio que acompaña a la ausencia de electricidad.

En la adolescencia los apagones son oportunidades para darse de besos con el novio o para prender un cigarro. Esas diversiones ocurrieron en casas que no eran la mía, porque mi madre en los apagones, inmediatamente gritaba:

–¡Chiflen y aplaudan! –para cerciorarse que tanto las bocas como las manos de la gente estuvieran ocupadas en estas sanas actividades, en lugar de andar explorando lugares non sanctos o fumándose sus Benson.

Pocas veces los apagones tuvieron consecuencias. En una casa clasemediera del DF los dueños se preocupaban por alguna docena de bisteces congelados o medio litro de helado de limón; si se pasaba la hora de la telenovela, o porque el Chocomilk hecho sin licuadora queda saturado de bolitas rellenas de polvo de chocolate. No mucho más. Años antes de que la computadora en la que escribo estas líneas fuera mi indispensable herramienta de trabajo y que por lo tanto los apagones me preocupen, pasé unos días en un rancho en el que no hay luz eléctrica. El anfitrión no era muy ducho en eso de prender los quinqués y daban más humo que luz. Además, a los lugareños les dio por preguntar "si ya me habían espantado", pero la experiencia de esas noches sin tele, en las que sí se veían las estrellas, me gustó.

Ahora, el pasado apagón en Nueva York me dio qué pensar. Me asomé a la ventana y vi los inextricables nudos de cables que coronan cada poste; los hilos colgando como lianas; imaginé los millones de "diablitos"; de usuarios "colgados" y demás mexicanadas. Pensé que si eso del efecto dominó es cierto, a causa del DF se podría fundir hasta el último foco de Alaska. Y, ¿cuánto a que Bush nos cobraría con Pemex?

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