Jornada Semanal, domingo 31 de agosto del 2003        núm. 443

ERMITAÑOS Y PASTORES

Algunos grupos teatrales se aprestan a preparar y a ensayar las pastorelas que pondrán en las próximas fiestas navideñas. Ojalá que repasen viejos textos y se acerquen a la tradición popular. Lo digo por la sencilla razón de que las influencias más notables en algunas pastorelas recientes son las televisivas, pues los teatreros han olvidado las graciosas interpretaciones campesinas del misterio de la Pascua de la Natividad. Bastan algunos ejemplos para demostrar la gracia, el candor y la picardía de las pastorelas populares: en una representación celebrada en los altos de Chiapas se canta una original alabanza: “Ya parió María, ya parió José, parieron los pastores y el niño también.” Hace ya muchos años asistí a una pastorela escenificada en Jalpa, Zacatecas. En un momento importantísimo, los ángeles y los pastores rinden homenaje al Arcángel de la Anunciación. Así le dicen: “Grabiel, Grabiel, eres tan grande que merecites ser la madre de Dios.” El homenaje se prolonga y los celebrantes rodean una pequeña columna en la que está parado el Arcángel. Viste falda corta, coraza de cartón y casco emplumado. Se adorna con unos anteojos negros y unas bien lustradas botas mineras y blande una reluciente espada de madera. Los ángeles y los pastores pronuncian esta invocación formulada como pregunta: “¿Quén como tú Grabiel, quén, quén?” Y responde el Arcángel bajando la vista e inflando el pecho: “Pos naiden, ¿pos quén?” En la famosa pastorela de los charros, originaria de Los Altos de Jalisco, el Chamuco se queja cuando el jefe de los ejércitos celestiales, el Arcángel Miguel, lo manda de regreso a los infiernos: “Detén tu brazo, Miguel, qué chingadazo me has dado”, mientras que, en Ixmiquilpan figura, gracias a una liberrísima licencia poética e histórica, el conquistador don Hernando Cortés (por supuesto que esta pastorela es de principios del siglo pasado): Un pastor entra corriendo y, con gran agitación, comunica su mensaje: “Ahí viene Hernán Cortés, trae a los indios en chinga.” Uno de los pastores le pregunta: “¿Y quén es ese cabrón”, obteniendo esta respuesta: “Es un viejito barbón con ojos como de gringa.” Ignoro las razones por las cuales, en una pastorela zacatecana del siglo XIX, aparece San Lorenzo, el mártir cristiano que fue rostizado por los romanos y que inspiró a Herrera y a Felipe ii para dar al gigantesco Escorial su forma de parrilla. La alabanza de los pastores es muy original: aparece el santo en pleno tormento (las llamas son de papel rojo), tranquilo y ecuánime. La invocación incluye a los judíos, no por antisemitismo sino por necesidades de la rima: “San Lorenzo en la parrilla les gritaba a los judíos: ‘¡echen más leña, cabrones, que tengo los huevos fríos!’”

Los españoles nos trajeron los dos grandes ciclos de la tradición medieval: el de la Natividad y el de la Pasión del Señor. Los indígenas, guiados por su amor a las representaciones y a las danzas, muy pronto participaron en las puestas en escena y, gracias a la tolerancia de algunos misioneros, incluyeron sus peculiares interpretaciones de los misterios de la fe. La Inquisición metió sus garras en el asunto y empezaron los cortes y las prohibiciones pero, con el paso del tiempo, triunfó la imaginación popular y las representaciones recuperaron su frescura y, justo es decirlo, una profundidad filosófica y psicológica que la censura había liquidado con sus fuegos y tenazas. Hace algunos años asistí a una representación de la pasión de Cristo en un pueblo del Estado de México. En la escena del Huerto de los Olivos queda de manifiesto el miedo experimentado por la persona humana de Jesucristo: un apóstol empavorecido se le acerca para informarle: “Que ai te buscan.” “¿Quén?”, responde el señor. “Unos soldados.” “Ah, pos diles que no estoy, que salí para un asunto.”

En las pastorelas del rumbo de Totatiche, el ermitaño aparece como un viejecillo pícaro y lenguaraz. ¿Se olvidaron los autores de su vida de estrecheces y de soledades en el yermo y de su lucha contra las tentaciones (véase de nuevo y mil veces Simón del desierto, de Buñuel) o, posiblemente, pensaron que las palabrotas y las picardías actuaban como una forma de catarsis, como un desahogo que le permitiría continuar su vida de silencio y sacrificios? No lo sé de fijo. Que los lectores formulen sus conclusiones sobre este espinoso tema: llega el ermitaño, pequeñajo y barbado, al vivac de los pastores y uno de ellos le pregunta de dónde viene. El viejecillo burlón responde: “Si queres saber quén soy y de la tierra que vengo, arremángame el capote y verás qué verga tengo.” Para mayor aclaración se presenta: “Yo soy un pobre ermitaño vestido de pura jerga, que cada dos años baja a que le pelen la verga.”

Federico García Lorca ha hablado de las representaciones campesinas andaluzas en las que estallaban las palabrotas con todas su frescura, su picardía y sus candores originales. El pueblo no les tiene miedo a las palabras y las suelta con prestancia y alegría. Además, Bocaccio decía que “más a menudo está la malicia en los oídos del que escucha que en los labios del que habla”. Por estas razones, mis lectores recibirán con sano regocijo estas muestras del ingenio popular ahora en peligro por la acción y la vulgaridad de ciertos programas de la televisión buhonera.

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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