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México D.F. Viernes 29 de agosto de 2003

Raúl Vera pronunció un mea culpa porque la Iglesia les cerró las puertas en 1978

Conmemora el Comité Eureka 25 años de la huelga de hambre en catedral

Sus hijos fueron sembradores de paz, dijo el obispo a madres de desaparecidos en los 70

BLANCHE PETRICH

Con una tardanza de 25 años, la Catedral Metropolitana abrió sus puertas a las doñas del Comité Eureka, a las madres y esposas de los detenidos-desaparecidos por el régimen de los años 70. En la misa para conmemorar la huelga de hambre que realizaron en ese sitio 84 mujeres y cuatro hombres hace un cuarto de siglo, el obispo de Saltillo, Raúl Vera, pronunció un mea culpa en nombre del alto clero que el 28 de agosto de 1978 ordenó cerrarle las puertas del altar mayor a este grupo de víctimas del Estado.

ibarra_debe"¿Dónde estaba la Iglesia, dónde estaban los cristianos en esa hora, en ese México que siendo tan católico dejó solo al pueblo?", preguntó Vera desde el altar del Perdón. Añadió: "Los mexicanos tenemos que estar muy apenados y muy avergonzados por lo que se hizo aquel día".

Ese 28 de agosto -en los terribles años 70- sumaban ya casi 500 las personas que en las batidas represivas del Ejército y la policía habían sido apresadas y jamás consignadas ante tribunal alguno. En secreto, con el propósito de eludir a los espías que Gobernación enviaba para seguir los pasos de la incipiente organización, las familias de los desaparecidos acordaron emprender una huelga de hambre para exigir la presentación de sus seres queridos. Optaron por hacerlo en la catedral, a un costado del Zócalo, el espacio que en 1968 el presidente Gustavo Díaz Ordaz prohibió para las manifestaciones sociales.

"Habían pasado ya 10 años del 68; ningún movimiento popular pisaba ese sitio desde entonces. Nosotras entendimos que era clave que rompiéramos ese cerco mental que nos hacía pensar en nuestro Zócalo como algo intocable", recuerda Rosario Ibarra de Piedra, dirigente del Comité Eureka.

Siguiendo a esta mujer, los ayunantes instalaron mantas y cobijas en el atrio, porque no les permitieron entrar a catedral. Cuatro días permanecieron a base de agua y azúcar, bajo el sol, la luna y el sereno, hostigados por policías uniformados y de civil, bombardeados de mensajes ominosos que les enviaban desde Bucareli. Hasta que se atravesó en esas fechas el asesinato de Hugo Margáin, hijo de un ex miembro del gabinete de Luis Echeverría. Entonces la orden del secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, fue terminante: "O desalojan o reprimimos". La huelga se levantó con las manos vacías, para instalarse, tres meses después, en la iglesia de la Santa Veracruz, a un costado de la Alameda.

Ayer no eran las 84 mujeres del 78. De negro, como suelen vestir, bordeando los 70, los 80 años, sólo llegó al Zócalo un puñado de ellas, rodeadas de un centenar de los solidarios de siempre. En primera fila estaban doña Lichita Vargas, madre de Eduardo Hernández; Acela, mamá de Hilda Austreberta; Esperanza Galós, madre de Daniel Mendoza; Priscila Chávez, hermana de Juan Chávez, desaparecido de Puebla; Matilde González, mamá de Jesús Avila; Elisa Gutiérrez, mamá de cuatro muchachos de Oaxaca, los Cortés Gutiérrez.

En la segunda hilera, Rosario Ibarra, mamá de Jesús Piedra; doña Celia Piedra, esposa de Jacobo Nájera; Ofelia Maldonado, hermana de Benjamín; Luz Pineda Henestrosa, hermana del maestro juchiteco Víctor Pineda; Inti Martínez, sobrino del chihuahuense Javier Gaytán; Sara Hernández y Pavel Ramírez, esposa e hijo de Rafael Ramírez Duarte, y Mario Cartagena, él mismo ex desaparecido.

No asistieron funcionarios, legisladores, líderes de los partidos políticos ni los dirigentes de las organizaciones no gubernamentales que surgieron en los años 90 y que adeudan a estas mujeres la brecha que abrieron. Tampoco acudió el pastor de ese templo, cardenal Norberto Rivera, ni los periodistas de los medios electrónicos.

Como hace 25 años, los políticos profesionales les dieron la espalda. En 1978 -otro recuerdo de doña Rosario- ni Valentín Campa ni Demetrio Vallejo ni Heberto Castillo estaban de acuerdo con la decisión de los familiares de los desaparecidos de hacer una huelga de hambre. "Decían que les íbamos a echar a perder la reforma política. En realidad, la cosa era al revés. Nosotros reclamábamos una amnistía. ¿Cómo iban a hacer una reforma con las cárceles llenas de presos? Yo sostengo que esa huelga fue decisiva para que el gobierno cediera. Y López Portillo concedió, poco tiempo después, la amnistía."

Ese reconocimiento que otros aún le regatean a las doñas se los brindó en la homilía el obispo Vera, vocal de la Pastoral Social y de Justicia. "Ustedes -dijo en un emotivo sermón- han puesto el ejemplo al no buscar venganza sino justicia, para que otras mamás no sufrieran lo mismo. Ustedes hace 25 años tenían que haber sido mamás de sus hijos. No las dejaron. Fueron entonces las mamás que nos enseñaron a los demás mexicanos que no tenemos por qué aguantarnos todo, no tenemos que justificar todo. Nos enseñaron a organizarnos para defender los derechos humanos. Ustedes, hermanas, convirtieron su dolor en vida para muchos. Ustedes, no sin dolor, han dado a luz a un México diferente. ¡Gracias y benditas sean, mujeres fieles!"

Y haciendo un pronunciamiento insólito al referirse a las organizaciones armadas de los años 70, víctimas de la guerra contrainsurgente, Vera expresó: "Y sus hijos fueron sembradores de paz". Entonces tocó un tema personal: "Yo pude haber sido hermano de muchos de ellos. Yo vengo de esa misma raíz."

Vera hablaba de una vivencia personal que minutos más tarde, ya "de civil", en el atrio, platicaba: "Yo iba a presentar mi examen profesional como ingeniero químico en la Universidad Nacional Autónoma de México el día en que el Ejército entró a Ciudad Universitaria, en 1968. Como no pude, el 2 de octubre fui a que me dieran otra fecha. Si no, hubiera estado en Tlatelolco. Quién sabe si no hubiera sido uno de los que ahora estamos cafeteando aquí". Y hubo risas y abrazos, a 25 años de distancia.

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