![]() El libro primero del estudio esencial de Denis de Rougemont Amor y Occidente comienza con estas palabras: "Señores, ¿os gustaría oír un bello cuento de amor y de muerte?", fórmula que compone la apertura triunfal del Tristán de Bédier. Esta pregunta, enunciada desde los mitos desde la Antigüedad clásica y más cabalmente desde la Edad Media, ha sido contestada afirmativamente por la mayoría de los poetas y novelistas occidentales. La historia del amor desgraciado, del amor que lleva a la muerte y que excluye al mundo es para nosotros la expresión natural de lo que el filósofo G. Von Schubert llamaba "el lado nocturno" de la existencia. Su manifestación es tal vez uno de los hilos conductores más poderosos de la literatura, desde Shakespeare hasta Proust. No es casualidad, pues, que la acción de la novela Puente del cielo (Literatura Mondadori, 2003) de Adriana Díaz Enciso transcurra en una noche virtual y absoluta, en la que no irrumpen ni el día, ni los sonidos del mundo ("no podía ver nada. Se había apagado el farol del alumbrado público y la oscuridad a su alrededor era pavorosa"), pues este breve relato es una reflexión sobre el amor y su estrecha relación con la muerte.
En las horas que seguirán a esa invitación apática pero irrevocable, al "ándale pues", desganado e indiferente del principio, que Julián aprovecha como un vampiro, y en el teatro formado por un lecho y un cuarto de baño, ella habitará de nuevo el cuerpo que le había sido arrebatado por la enfermedad y el dolor. En este departamento que será prisión y refugio, la pareja amorosa, ese núcleo alejado de la sociedad y regido por leyes aparte, cumplirá el deseo de Julia al despertar en el hospital luego de su larga dolencia: no participar del mundo. Anheló quedarse en el hospital, no salir de ese espacio ordenado y puro. No desea morir, aclara varias veces, pero quiere abstenerse de entrar en el ritmo engañoso de la vida. Los diálogos con Julián, el extraño que le pide demostrarle "de qué está hecho ese amor que no es de este mundo, que no soporta la mentira ni la indiferencia", tienen un sabor casi siempre agrio y se suceden un ritmo pesadillesco, acezante, interrumpidos constantemente por el desmayo y el sueño, pues durante su extraño encierro, el sueño y el desmayo son una suerte de máscara detrás de la que se oculta la voluntad de los personajes. Estos momentos de silencio resaltan los diálogos, en los que se destaca la omisión de lo cotidiano. Ambos son terminantes, contundentes. En el mutuo seducirse de esta pareja no hay humor ni coquetería; han sido sustituidos por el tono grave de quienes van aceptando las condiciones de un pacto. Dice Denis de Rougemont que "no habría roman si Tristán e Isolda pudieran decir cuál es el fin que se preparan con su más profunda voluntad [ ] ¿quién se atrevería a confesar que quiere a la Muerte ?" En la belleza sobrenatural de Julián, Julia percibe una amenaza y se rinde voluntariamente a ella. Él no aclara de dónde viene: "Julián la había llevado a su casa y se había quedado a vivir con ella sin pedirle su consentimiento y como si no tuviera nada que hacer. No buscaba a nadie, no hablaba de nadie y no le contaba ninguna historia, solitario y puro, como si acabara de nacer." Ella tampoco habla mucho del futuro, de sus planes o su historia: el discurso de los cuerpos sustituye esas confesiones. Julián es, como escribió Maurice Blanchot en La comunidad inconfesable, un ser misterioso y evidente cuya realidad nunca se afirma mejor que en la inminencia de su desaparición. Y es cuando se cumple esta ausencia que Julia y el lector entenderán si el amor la empujó a la muerte o si, en el ejercicio de sus facultades originales, tuvo el poder de traerla de nuevo a la vida. |