Carlos
Bonfil
Hermosillo,
la moral
y
las buenas costumbres
En
1984 el recién fallecido historiador de cine mexicano Emilio García
Riera, hizo, en La Jornada, un diagnóstico de los temas y
preocupaciones de lo que había sido, en su opinión, el mejor
cine mexicano de los setenta. Decía: "No ha habido en toda la historia
del cine mexicano una generación más brillante que la representada
por Ripstein, Cazals, Leduc, Fons, y Jaime Humberto Hermosillo. Ellos se
opusieron de frente a la mayor tara del cine mexicano tradicional, o sea,
su vena melodramática, su espíritu conservador, moralista
e hipócrita. La capacidad de estos directores de reflejar la ambigüedad
de lo real les permitió imágenes contrarias a las de la madre
inmarcesible, el padre inobjetable, la juventud regañable, el sacerdote
canonizable, la pecadora tan sublimable como sermoneable. Hicieron asomar
a la pantalla el rostro de una verdadera realidad mexicana." El juicio
de Riera tiene ya casi veinte años, y de los cineastas que menciona
sólo dos permanecen fieles, en activo, a su primera actitud moral
de transgresión e inconformismo: Arturo Ripstein y Hermosillo, y,
en mi opinión, sólo éste último conserva además
frescura y una inagotable capacidad de asombro a un mismo tiempo audacia,
determinación e inocencia. Cada película suya, desde su primer
cortometraje, Homesick, de 1965, hasta la más reciente, Exxxorcismos,
treinta y siete años más tarde, ha sido una aventura personal,
apasionada, intransferible. Y de todas esas aventuras lo que con mayor
entusiasmo se retiene es la lección de congruencia moral del propio
cineasta, la ilustración elocuente de lo que un espíritu
libre es capaz de lograr en un medio a menudo ingrato, tan lleno de claudicaciones
y escollos, como lo es, hasta mejor noticia, el del cine mexicano.
En
1984, el mismo año en que Riera elabora su apreciación, Hermosillo
sorprende con Doña Herlinda y su hijo, gozoso cuestionamiento
de la moral tradicional. En la suave patria de la simulación, en
el emporio de la hombría, dos amantes masculinos sellan con un beso
en la boca la primera secuencia de la cinta, y de ahí en adelante
la narrativa habitual del cine mexicano queda de cabeza: la madre abnegada
de las cintas de Ismael Rodríguez la Babiana/Dalia Iñiguez,
de La oveja negra, se transforma en la Herlinda/Guadalupe del Toro,
madre solapadora de los amoríos inconfesables de su propio hijo.
Todo queda lúdicamente expuesto: la doble moral de la provincia,
las buenas conciencias que prefieren la simulación y la mentira
a la indecencia de lo muy visible. Lo que escapa a los detractores de esta
película es su enorme contribución a la visibilidad y legitimación
de la identidad gay en la pantalla algo ya común hoy en día,
cuando, sin mayor escándalo, se siguen las peripecias de la serie
Queer
as folk por televisión, pero algo muy arriesgado en el México
provinciano de hace casi veinte años. Hermosillo había ofrecido
ya, en 1974, la primera subversión homoerótica del cine nacional
en El cumpleaños del perro, donde de manera apenas disimulada
Héctor Bonilla y Jorge Martínez de Hoyos se encaminaban a
un desenlace feliz luego de liberarse de ataduras conyugales engorrosas.
En el cine extranjero proyectado en nuestro país identifico dos
momentos capitales de primera afirmación homoerótica. En
1972 se proyecta Dos amores en conflicto (Sunday Bloody Sunday),
cinta inglesa con Glenda Jackson y Peter Finch, y las butacas se estremecen
y muchos de sus ocupantes chiflan entre nerviosos e indignados cuando con
toda naturalidad Finch besa en la boca a Murray Head. Otro momento es la
descripción desenfadada del encuentro sexual de dos hombres profesionistas
en una cinta comercial, también pionera, la estadunidense Su
otro amor (Making Love), de 1982, de Arthur Hiller, el director
de la popularísima Love Story. Cintas como éstas,
apenas una pequeña muestra del creciente número de visiones
positivas de la homosexualidad en el cine extranjero de entonces, no tuvieron
otro equivalente en México que el cine de Jaime Humberto Hermosillo.
Incluso una cinta estupenda de 1977, El lugar sin límites,
de Arturo Ripstein, no podía ofrecer, por razones dramáticas,
o por desinterés, una visión menos tremendista de la condición
homosexual. Señalaba la cinta de Ripstein, de modo muy certero,
la persistencia de la homofobia en nuestro medio, pero no modificaba en
lo absoluto la imagen degradada del paria sexual. Jaime Humberto se atrevió
a hacerlo. No con ansia de militancia, ni con afanes protagónicos
de pionero institucional, sino como una prolongación necesaria,
inevitable, de su cuestionamiento más amplio de una moral social
hipócrita. Esta crítica a la doble moral y sus saldos funestos
la articuló con mayor virulencia en cintas que ignoran la cuestión
homosexual; la más notable, La pasión según Berenice,
de 1975, con una Martha Navarro encarnando una vigorosa afirmación
femenina, hecha de una frustración sexual vuelta desafío,
en un entorno provinciano hostil al que se enfrenta majestuosamente, mucho
muy lejos, y muy por encima de lo que al respecto propone, un cuarto de
siglo más tarde, la Otilia Rauda de Dana Rotberg. Hermosillo
ha sido congruente en este cuestionamiento de la mezquindad moral, pero
en sus señalamientos ha sabido además combinar géneros
diversos y un formidable sentido del humor. Considérese una cinta
explosiva como Las apariencias engañan, donde una Isela Vega
con atributos femeninos y masculinos por igual descomunales somete sexualmente
a su amante Gonzalo Vega. Lo que ese mismo año no logró la
Manuela, lo consigue con creces la mayor Hembra del cine nacional de la
época. Y lo hace como una variante local de la heroína polimorfo-perversa
Myra
Breckinridge, del escritor Gore Vidal.
Hermosillo
participa y saca el mejor provecho del clima de liberación sexual
y en el cine mexicano de los setenta son pocos los directores que realmente
comprenden el impacto de los cuestionamientos más radicales de la
contracultura. Interesa en el cine comercial de los setenta la epopeya
histórica o el costumbrismo que sueña con rebasar el melodrama
renovando a su modo propuestas de telenovela. Hermosillo destaca en este
medio por su espíritu picaresco e inasible, por su modo de imponer
conductas marginales en el territorio de la normatividad satisfecha. Y
el desenfado se manifiesta a sus anchas en Amor libre, de 1978,
con Alma Muriel y Julissa, sus traviesas heroínas pre-almodovarianas;
y años después en las utopías liberadoras que son
Clandestino
destino y De noche vienes Esmeralda; o en juegos de poder y
de masacre como Confidencias, basada en un relato de Luis Zapata,
y Encuentro inesperado, estelarizada por María Rojo y Lucha
Villa.
Pero
no sólo manifiesta Hermosillo su deseo de ser absolutamente moderno
e irreprochablemente cosmopolita en la elección de sus temas, sino
en el modo, siempre novedoso, de filmar sus películas. En 1990 vuelve
realidad exitosa en La tarea el ejercicio de estilo que iniciara
en su video del año anterior, El aprendiz de pornógrafo.
En la novedad de realizar toda una cinta en una sola toma, y de incluir
en el relato minimalista buena parte de sus obsesiones temáticas
de modo destacado, su crítica a las instituciones tradicionales,
el director sugiere opciones a la realización industrial, siempre
onerosa, siempre atenta al prestigio de la gran producción y los
grandes repartos. Hermosillo elige la sencillez, y esta opción le
permite ganar eficacia; eficacia y soltura narrativa, y un mayor impacto
en espectadores a los que sin duda atrae el morbo (¿qué tanto
sucede, qué tanto se ve en la hamaca?), pero también las
ganas de ver algo distinto en un cine mexicano donde por lo general no
sucede gran cosa. En momentos en que la derecha y las propias autoridades
de salud evitan toda alusión al condón como método
de prevención del sida, la cinta lo menciona de modo explícito
y sin reservas, y esto es sólo uno de los elementos en la cinta
que tanto molestan a las buenas conciencias, al punto de prohibir, años
más tarde, su pase por televisión en Monterrey. Del mismo
modo en que Hermosillo demostró la eficacia del uso del video en
La
tarea y La tarea prohibida, y de la narración de varias
historias entrelazadas en esa toma única, magistral, que para muchos
sigue siendo Intimidades en un cuarto de baño, con ese mismo
impulso explora doce años después las posibilidades del video
digital en Exxxorcismos, un retorno a la experimentación
y una prueba más de la capacidad de Hermosillo para ser el hombre
orquesta (escritor, productor, director, distribuidor, falta sólo
actor) de sus proyectos más arriesgados. Sus métodos y estrategias
de trabajo son fascinantes, y su congruencia moral, a lo largo de tantos
años, una constatación siempre grata. Si un cinéfilo
no puede dejar de detectar las huellas en su cine de tantos entusiasmos
suyos de espectador; las huellas de Cukor y de Minnelli, de Hitchcock y
de John Ford; de Lubitsch y de Fassbinder, el privilegio de su trato proporciona
claves nuevas y un número mayor de adicciones entrañables.
Entre las inquietudes que despierta cada nuevo acercamiento a su obra,
figuran la reflexión a que esta figura solitaria e independiente
obliga al relacionarla, inevitablemente, con el cine que hoy se hace en
México. La constatación es inmediata: el cine nacional ha
sido capaz de derribar últimamente los tabúes en política
y religión al hablar explícitamente de la corrupción
que domina en ambas esferas (La ley de Herodes y El crimen del
padre Amaro), y sin embargo no se atreve aún a abordar de frente
el tema de la homosexualidad, a derribar el tabú más persistente,
y también el más absurdo en tiempos de globalización
y mercantilización instantánea. Basta considerar la presencia
cada vez mayor de protagonistas gay en series de televisión por
cable, en telenovelas brasileñas y mexicanas, en festivales de cine
alternativo, en comedias estadunidenses o europeas; basta observar el descrédito
de la homofobia, una actitud que desde hace años dejó de
tener rentabilidad en taquilla, y la emergencia y persistencia de temas
como las sociedades de convivencia y el matrimonio gay en las agendas políticas
de tantos países, la consolidación también de un mercado
gay (hombres solteros profesionistas, figura mágica del consumo
garantizado), toda esta realidad cambiante, vuelve cada vez más
obsoleta la renuencia de productores y realizadores para abordar el tema
de la disidencia sexual.
Jaime Humberto Hermosillo jamás
ha sido el abanderado de ninguna causa, pero si alguna causa pudiera contar
con su apoyo moral y su contribución espontánea sería
sin duda la lucha contra la intolerancia y el prejuicio institucionalizado.
En el cine mexicano Jaime Humberto ha sido el mayor demoledor de lo que
en su pueblo de Aguascalientes, y en el nuestro capitalino, sigue aún
denominándose "buenas costumbres". No percibir ni apreciar esta
dimensión de resistencia moral es no entender su propuesta artística;
es complacerse en las certidumbres de un primer plano y escamotear la complejidad
y las riquezas de todo un paisaje.
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