La Jornada Semanal,   domingo 17 de agosto del 2003        núm. 441
Carlos Bonfil

Hermosillo, la moral
y las buenas costumbres



En 1984 el recién fallecido historiador de cine mexicano Emilio García Riera, hizo, en La Jornada, un diagnóstico de los temas y preocupaciones de lo que había sido, en su opinión, el mejor cine mexicano de los setenta. Decía: "No ha habido en toda la historia del cine mexicano una generación más brillante que la representada por Ripstein, Cazals, Leduc, Fons, y Jaime Humberto Hermosillo. Ellos se opusieron de frente a la mayor tara del cine mexicano tradicional, o sea, su vena melodramática, su espíritu conservador, moralista e hipócrita. La capacidad de estos directores de reflejar la ambigüedad de lo real les permitió imágenes contrarias a las de la madre inmarcesible, el padre inobjetable, la juventud regañable, el sacerdote canonizable, la pecadora tan sublimable como sermoneable. Hicieron asomar a la pantalla el rostro de una verdadera realidad mexicana." El juicio de Riera tiene ya casi veinte años, y de los cineastas que menciona sólo dos permanecen fieles, en activo, a su primera actitud moral de transgresión e inconformismo: Arturo Ripstein y Hermosillo, y, en mi opinión, sólo éste último conserva además frescura y una inagotable capacidad de asombro –a un mismo tiempo audacia, determinación e inocencia. Cada película suya, desde su primer cortometraje, Homesick, de 1965, hasta la más reciente, Exxxorcismos, treinta y siete años más tarde, ha sido una aventura personal, apasionada, intransferible. Y de todas esas aventuras lo que con mayor entusiasmo se retiene es la lección de congruencia moral del propio cineasta, la ilustración elocuente de lo que un espíritu libre es capaz de lograr en un medio a menudo ingrato, tan lleno de claudicaciones y escollos, como lo es, hasta mejor noticia, el del cine mexicano.

En 1984, el mismo año en que Riera elabora su apreciación, Hermosillo sorprende con Doña Herlinda y su hijo, gozoso cuestionamiento de la moral tradicional. En la suave patria de la simulación, en el emporio de la hombría, dos amantes masculinos sellan con un beso en la boca la primera secuencia de la cinta, y de ahí en adelante la narrativa habitual del cine mexicano queda de cabeza: la madre abnegada de las cintas de Ismael Rodríguez –la Babiana/Dalia Iñiguez, de La oveja negra, se transforma en la Herlinda/Guadalupe del Toro, madre solapadora de los amoríos inconfesables de su propio hijo. Todo queda lúdicamente expuesto: la doble moral de la provincia, las buenas conciencias que prefieren la simulación y la mentira a la indecencia de lo muy visible. Lo que escapa a los detractores de esta película es su enorme contribución a la visibilidad y legitimación de la identidad gay en la pantalla –algo ya común hoy en día, cuando, sin mayor escándalo, se siguen las peripecias de la serie Queer as folk por televisión, pero algo muy arriesgado en el México provinciano de hace casi veinte años. Hermosillo había ofrecido ya, en 1974, la primera subversión homoerótica del cine nacional en El cumpleaños del perro, donde de manera apenas disimulada Héctor Bonilla y Jorge Martínez de Hoyos se encaminaban a un desenlace feliz luego de liberarse de ataduras conyugales engorrosas. En el cine extranjero proyectado en nuestro país identifico dos momentos capitales de primera afirmación homoerótica. En 1972 se proyecta Dos amores en conflicto (Sunday Bloody Sunday), cinta inglesa con Glenda Jackson y Peter Finch, y las butacas se estremecen y muchos de sus ocupantes chiflan entre nerviosos e indignados cuando con toda naturalidad Finch besa en la boca a Murray Head. Otro momento es la descripción desenfadada del encuentro sexual de dos hombres profesionistas en una cinta comercial, también pionera, la estadunidense Su otro amor (Making Love), de 1982, de Arthur Hiller, el director de la popularísima Love Story. Cintas como éstas, apenas una pequeña muestra del creciente número de visiones positivas de la homosexualidad en el cine extranjero de entonces, no tuvieron otro equivalente en México que el cine de Jaime Humberto Hermosillo. Incluso una cinta estupenda de 1977, El lugar sin límites, de Arturo Ripstein, no podía ofrecer, por razones dramáticas, o por desinterés, una visión menos tremendista de la condición homosexual. Señalaba la cinta de Ripstein, de modo muy certero, la persistencia de la homofobia en nuestro medio, pero no modificaba en lo absoluto la imagen degradada del paria sexual. Jaime Humberto se atrevió a hacerlo. No con ansia de militancia, ni con afanes protagónicos de pionero institucional, sino como una prolongación necesaria, inevitable, de su cuestionamiento más amplio de una moral social hipócrita. Esta crítica a la doble moral y sus saldos funestos la articuló con mayor virulencia en cintas que ignoran la cuestión homosexual; la más notable, La pasión según Berenice, de 1975, con una Martha Navarro encarnando una vigorosa afirmación femenina, hecha de una frustración sexual vuelta desafío, en un entorno provinciano hostil al que se enfrenta majestuosamente, mucho muy lejos, y muy por encima de lo que al respecto propone, un cuarto de siglo más tarde, la Otilia Rauda de Dana Rotberg. Hermosillo ha sido congruente en este cuestionamiento de la mezquindad moral, pero en sus señalamientos ha sabido además combinar géneros diversos y un formidable sentido del humor. Considérese una cinta explosiva como Las apariencias engañan, donde una Isela Vega con atributos femeninos y masculinos por igual descomunales somete sexualmente a su amante Gonzalo Vega. Lo que ese mismo año no logró la Manuela, lo consigue con creces la mayor Hembra del cine nacional de la época. Y lo hace como una variante local de la heroína polimorfo-perversa Myra Breckinridge, del escritor Gore Vidal.

Hermosillo participa y saca el mejor provecho del clima de liberación sexual –y en el cine mexicano de los setenta son pocos los directores que realmente comprenden el impacto de los cuestionamientos más radicales de la contracultura. Interesa en el cine comercial de los setenta la epopeya histórica o el costumbrismo que sueña con rebasar el melodrama renovando a su modo propuestas de telenovela. Hermosillo destaca en este medio por su espíritu picaresco e inasible, por su modo de imponer conductas marginales en el territorio de la normatividad satisfecha. Y el desenfado se manifiesta a sus anchas en Amor libre, de 1978, con Alma Muriel y Julissa, sus traviesas heroínas pre-almodovarianas; y años después en las utopías liberadoras que son Clandestino destino y De noche vienes Esmeralda; o en juegos de poder y de masacre como Confidencias, basada en un relato de Luis Zapata, y Encuentro inesperado, estelarizada por María Rojo y Lucha Villa.

Pero no sólo manifiesta Hermosillo su deseo de ser absolutamente moderno e irreprochablemente cosmopolita en la elección de sus temas, sino en el modo, siempre novedoso, de filmar sus películas. En 1990 vuelve realidad exitosa en La tarea el ejercicio de estilo que iniciara en su video del año anterior, El aprendiz de pornógrafo. En la novedad de realizar toda una cinta en una sola toma, y de incluir en el relato minimalista buena parte de sus obsesiones temáticas –de modo destacado, su crítica a las instituciones tradicionales–, el director sugiere opciones a la realización industrial, siempre onerosa, siempre atenta al prestigio de la gran producción y los grandes repartos. Hermosillo elige la sencillez, y esta opción le permite ganar eficacia; eficacia y soltura narrativa, y un mayor impacto en espectadores a los que sin duda atrae el morbo (¿qué tanto sucede, qué tanto se ve en la hamaca?), pero también las ganas de ver algo distinto en un cine mexicano donde por lo general no sucede gran cosa. En momentos en que la derecha y las propias autoridades de salud evitan toda alusión al condón como método de prevención del sida, la cinta lo menciona de modo explícito y sin reservas, y esto es sólo uno de los elementos en la cinta que tanto molestan a las buenas conciencias, al punto de prohibir, años más tarde, su pase por televisión en Monterrey. Del mismo modo en que Hermosillo demostró la eficacia del uso del video en La tarea y La tarea prohibida, y de la narración de varias historias entrelazadas en esa toma única, magistral, que para muchos sigue siendo Intimidades en un cuarto de baño, con ese mismo impulso explora doce años después las posibilidades del video digital en Exxxorcismos, un retorno a la experimentación y una prueba más de la capacidad de Hermosillo para ser el hombre orquesta (escritor, productor, director, distribuidor, falta sólo actor) de sus proyectos más arriesgados. Sus métodos y estrategias de trabajo son fascinantes, y su congruencia moral, a lo largo de tantos años, una constatación siempre grata. Si un cinéfilo no puede dejar de detectar las huellas en su cine de tantos entusiasmos suyos de espectador; las huellas de Cukor y de Minnelli, de Hitchcock y de John Ford; de Lubitsch y de Fassbinder, el privilegio de su trato proporciona claves nuevas y un número mayor de adicciones entrañables. Entre las inquietudes que despierta cada nuevo acercamiento a su obra, figuran la reflexión a que esta figura solitaria e independiente obliga al relacionarla, inevitablemente, con el cine que hoy se hace en México. La constatación es inmediata: el cine nacional ha sido capaz de derribar últimamente los tabúes en política y religión al hablar explícitamente de la corrupción que domina en ambas esferas (La ley de Herodes y El crimen del padre Amaro), y sin embargo no se atreve aún a abordar de frente el tema de la homosexualidad, a derribar el tabú más persistente, y también el más absurdo en tiempos de globalización y mercantilización instantánea. Basta considerar la presencia cada vez mayor de protagonistas gay en series de televisión por cable, en telenovelas brasileñas y mexicanas, en festivales de cine alternativo, en comedias estadunidenses o europeas; basta observar el descrédito de la homofobia, una actitud que desde hace años dejó de tener rentabilidad en taquilla, y la emergencia y persistencia de temas como las sociedades de convivencia y el matrimonio gay en las agendas políticas de tantos países, la consolidación también de un mercado gay (hombres solteros profesionistas, figura mágica del consumo garantizado), toda esta realidad cambiante, vuelve cada vez más obsoleta la renuencia de productores y realizadores para abordar el tema de la disidencia sexual.

Jaime Humberto Hermosillo jamás ha sido el abanderado de ninguna causa, pero si alguna causa pudiera contar con su apoyo moral y su contribución espontánea sería sin duda la lucha contra la intolerancia y el prejuicio institucionalizado. En el cine mexicano Jaime Humberto ha sido el mayor demoledor de lo que en su pueblo de Aguascalientes, y en el nuestro capitalino, sigue aún denominándose "buenas costumbres". No percibir ni apreciar esta dimensión de resistencia moral es no entender su propuesta artística; es complacerse en las certidumbres de un primer plano y escamotear la complejidad y las riquezas de todo un paisaje.