.. | México D.F. Jueves 14 de agosto de 2003
Margo Glantz
Una semana en Buenos Aires
En el magnífico Centro Cultural Malba varias conferencias,
festivales de cine y una exposición retrospectiva del pintor Guillermo
Kuitka: enormes espacios donde de repente aparecen diminutas camas, sillas,
parejas haciendo el amor, figuras edípicas: el ámbito de
lo privado. En otro contexto, reiterativa, obsesivamente, los lugares públicos,
las salas de concierto, los teatros, las cárceles, los cementerios,
los hospicios, los hospitales, los recintos judiciales, los confesionarios,
las salas de consulta, los aeropuertos, los anuncios publicitarios desmesurados,
en un principio asimétricos, desdibujados, garrapateados, y luego
sistemáticamente ordenados como si fueran proyectos arquitectónicos.
Abundan también los mapas sobre grandes telas o sobre colchones
que a veces se alinean geométricamente conformando murales que desde
lejos simulan estar construidos en piedra.
En
el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, que alberga
una colección de arte colonial muy bella, junto a la casa donde
habitaron Oliverio Girondo y Nora Lange, se inaugura una colección
de muñecas manufacturadas entre 1875 y 1935, donada por las hermanas
Mabel y María Isabel Fotheringham de Castellanos. "Fieles al contexto
histórico y social que las vio nacer -se lee en el programa- las
muñecas son mucho más que juguetes: reflejan las ideas y
los valores de su tiempo transmitiéndonos, si sabemos interrogarlas,
los cambios que se fueron produciendo en la representación y en
la imagen de lo femenino, en la crianza de los niños y en las costumbres
cotidianas de la vida familiar".
Las primeras muñecas son por lo general mujeres
vestidas a la moda, con cabeza y hombros redondeados en una sola pieza,
antebrazos y media pierna, todo en porcelana esmaltada, también
llamada china, pero confeccionada en Alemania, muchas veces en pequeños
talleres o en el hogar donde toda la familia colabora para terminar las
piezas, desde las adultas hasta las niñas: la habitación
más importante de la casa es, aquí, el cuarto de costura,
dato que se reitera en la exposición, a la que únicamente
asisten mujeres y niñas.
El pelo suele ser natural y la variedad de los peinados
es uno de sus atributos esenciales, mientras los ojos de vidrio se desmesuran
en su azul fijeza. Los trajes confeccionados en telas suntuosas con una
ropa interior impecable, voluptuosa. Con el tiempo se van introduciendo
cambios muy marcados, sobre todo cuando surgen como figuras predominantes
los bebés y los niños pequeños que coinciden con el
incipiente desarrollo de las ciencias de la niñez -puericultura,
pediatría, sicología- que les atribuye virtudes pedagógicas
a las muñecas.
La industria de juguetes es reveladora; da cuenta de procesos
económicos y sociales de varios países y señala la
dependencia que América tenía de esa industria, pues entre
las fechas que enmarcan a las muñecas de la colección la
mayoría proviene de Europa y de fábricas cuyos propietarios
fueron judíos, por lo que la producción cesa sintomáticamente
hacia 1935.
Voy con amigos (Arcadio Díaz Quiñonez, Ricardo
Piglia, Beba Eguía, Ricardo Nudelman, Silvia Zambrano) a escuchar
a Gerardo Gandini, pianista que fue de Piazzola, recién recuperado
de una embolia. Toca en un bar llamado Notorius, y cuando habla o camina
se nota que la enfermedad le ha dejado secuelas, pero su ejecución
es prodigiosa; maneja con maestría el pedal y sus manos son perfectas
cuando toca una composición inspirada en temas de Gardel: es genial,
viejo, pequeño, calvo, sobre la cabeza unos cuantos pelos que se
encrespan, las venas de la frente se le saltan, se conmueve, retuerce la
boca, cierra los ojos, las aletas de la nariz se hinchan, en suma, la imagen
clásica del músico genial.
Dos días después, subo a un taxi que me
lleva a Palermo viejo, ahora dividido en varias secciones que llevan curiosos
y globalizados nombres como Palermo Soho o Palermo Hollywood, justo en
la plaza dedicada a Cortázar, situada entre las calles de Borges
y Honduras, para encontrarme con unos amigos en el café llamado
El Taller, alrededor numerosos restaurantes y boutiques a la moda;
también plomerías, papelerías, almacenes, misceláneas,
cibercafés, algunos bancos, tintorerías, mucha basura, algunos
cartoneros, banquetas descascaradas.
En el camino escucho un reportaje sobre un fallido accidente
del helicóptero del presidente Kirchner. Kirchner, me dice el chofer
al oír las noticias, desdeña lo oficial y no acepta que lo
proteja un aparato de seguridad; no quiso abordar un aparato del ejército,
y mire usted los resultados, por poco y se nos mata. El locutor del programa
comenta: ¿se tratará de un atentado?
Y ya en el café, mis amigos exclaman asustados,
¿y qué haríamos si eso pasara?; el vicepresidente
es un imbécil. El chofer explica: Kirchner se pasea solo entre la
gente, les da la mano a las madres de la Plaza de Mayo, todos lo abrazan
y, claro, eso está bien, pero no debe olvidar que tiene que cuidarse;
es nada menos que el Presidente de la Nación Argentina.
Un día tomo café en un barecito que se encuentra
al lado de mi hotel, localizado en un barrio muy bacán, la
Recoleta. Cuatro personas en la mesa de junto comentan muy indignados las
recientes noticias, la posible extradición de los militares, Kirchner,
aseguran, ha resucitado cosas que debieran olvidarse, no es bueno encontrar
las heridas, hay que echar para adelante, pacificar a la nación
argentina, respetar la ley de amnistía y punto final. No dejar que
intervengan otras naciones: la Argentina no debería dejarse penetrar,
¿entendés lo que te digo? La dueña sirve café
y medias lunas, se excusa e interviene en la conversación: actuemos
parejo, si se acusa a los militares, que también los enjuicien a
Kirchner y a su mujer, fueron montoneros. Y dirigiéndose a mí,
esperando mi aprobación, me dice a boca de jarro, ¿no le
parece, señora?
Me levanto sin acabar el café y salgo indignada
sin mirarla.
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