Jornada Semanal, domingo  10 de agosto de 2003           núm. 440

MICHELLE SOLANO

MAMÁ, YO NO VIVO EN DISNEYLANDIA

A Edgar Chías y Beatriz Luna, por tanto y tanto


Desde hace ya un tiempo, se está presentando en el Teatro Orientación, la obra La historia de la oca, de Michel Marc Buchard, bajo la dirección de Boris Schoemann.

Existe una polémica en torno al teatro para niños y los temas que trata. A decir de muchos, obras como El ogrito, Salvador (ambas de Suzanne Lebeau) o La historia de la oca, no son adecuadas para el público infantil, aun cuando ese sea su propósito. Aquí cabe una revisión rápida de lo que es y ha sido el teatro para niños en México: acostumbrados durante generaciones a sucumbir ante los encantos enajenantes de los personajes del cine y la televisión, tenemos por teatro infantil a todos aquellos espectáculos burdos y torpes donde existen las botargas, números musicales infumables, vestuarios llamativos e historias que lejos de invitar a la reflexión de padres e hijos sirven para contribuir al lucro de quienes se aprovechan del éxito que ha tenido una caricatura o un juguete.

Si los padres pretenden llevar a sus hijos al teatro los sábados o los domingos sólo con el afán de entretenerlos, o hacer que permanezcan sentados porque qué flojera correr tras ellos en un parque, pues sí, obras como La historia de la oca resultan inadecuadas, ya que también exigen la atención de los adultos y la disposición a un diálogo posterior con los niños.

Vuelvo a la vieja broma: una cosa es el teatro para niños y otra muy diferente el teatro infantil. El teatro debe ser visto por los padres como una oportunidad no sólo de esparcimiento sino también de educación. ¿Cómo, o con qué fin habremos de ocultarle a los niños ciertos temas que saben e intuyen suyos, pues están implícitos en la realidad que viven? ¿Les ocultamos la muerte, la crueldad, la maldad, la guerra, el abandono? De todos modos están expuestos a ellos a través de la televisión y el diario cotidiano: la casa, la escuela, los comentarios de la gente con la que conviven. Mejor es buscar contenidos inteligentes y después hablar, resolver sus dudas (si nos es posible, claro. Generalmente suele ser al revés).

Cabe aclarar que, aunque últimamente se clasifican las obras para niños según la edad – es decir, "de 7 años en adelante", o "para mayores de 4"– es responsabilidad de quien los lleva al teatro averiguar de qué va el asunto, no porque los niños sean incapaces de comprender, sino porque luego, ya dentro de la función, son los adultos quienes se indignan y se ofenden ante la obra en cuestión. La historia de la oca es muchas historias; existen en ella al menos tres o cuatro posibles lecturas para distintos niveles de comprensión, de modo que cada cual alcanza a aprehender de la anécdota lo que le conviene, esa es quizá una de las mayores virtudes del texto de Buchard.

El tema de la violencia contra los niños se expone aquí de manera magistral: la relación de Mauricio con una de las ocas que crían sus padres es, de alguna forma, el reflejo de todo aquello que aunque no vemos, intuimos. La historia bien podría haber caído en la fórmula fácil de develar los hechos de una manera cruda y tajante, pero la apuesta aquí va más por el subtexto, por las cosas que no se dicen pero que sin estarlo, están.

En una vorágine de gozo, ternura y dolor, el niño es guiado a uno de los más fecundos propósitos del teatro: descubrir desde otra perspectiva, desde la historia de uno como él (no superhéroes, ni seres provenientes de otros mundos que ostentan algún poder) las cosas que le suceden, darle un nombre a los sentimientos que lo acompañan, lo cual es un privilegio en esa edad en que las preguntas sobre el comportamiento humano –en especial el adulto– parecen muchas para tan pocas respuestas.

La dirección de Schoemann una vez más es atinadísima. Ha logrado un montaje hermoso, recargado en su ingenio para conformar un discurso inteligente a la vez que sutil. Destaca la labor de los dos actores: Alejandro Morales, que da vida a un niño y a quien se le agradece enormemente haya dejado de lado esa manía que tienen muchos actores de encarnar a un niño como si fuese un débil mental, y Emmanuel Márquez que, con la oca, ha construido a un personaje entrañable, digno del mejor de los aplausos. La escenografía y la iluminación de Jorge Ballina son irreprochables; ha creado una atmósfera ideal para el devenir de la obra.

La historia de la oca encarna un universo al que es posible acceder a través del sentimiento y la conciencia que claman por la desaparición del terror que se ejerce contra los niños, y no se trata nada más de los golpes y el maltrato físico; están también aquellas actitudes que castran sus derechos más elementales, como el de pensar por sí mismos.

Dijo una señora en plena función a su hija como de ocho años: "Nos vamos, esto no es para ti. ¿Cómo se atreven? Uno trae a sus hijos para que se diviertan." La niña abandona el teatro de la mano de su madre. Antes de perderse tras la puerta de la sala, se alcanzó a escuchar la respuesta de la niña: "Yo quiero verla, tengo un amigo como Mauricio… Mamá, yo no vivo en Disneylandia."

¿Para qué más, verdad?
 

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