Jornada Semanal,  10 de agosto de 2003         núm. 440

ANA GARCÍA BERGUA

EL VERDADERO 
AMOR DE ORDORICA

Va uno a visitar a Ordorica a su oficina y lo mira hablar por teléfono; a duras penas Ordorica puede saludar a quien tiene enfrente, ocupado en responderle cosas al aparatito, o a veces oprime un botón y se permite el lujo de hablarle al teléfono mientras da vueltas por el despacho y lanza miradas de complicidad al visitante, quien espera con paciencia a que termine alguna de aquellas conversaciones tediosas o estridentes que lo bombardean incesantemente. El visitante queda convencido de que la próxima vez que quiera hablar con Ordorica, no se deberá molestar en visitarlo, sino que lo telefoneará desde su casa para obtener su atención. Ordorica sale a un restaurante con su secretaria, novia y amante. Sentado a la mesa habla por el celular con la esposa y le dice que trabajará hasta tarde, mientras lanza a la secretaria, novia y amante alguna mirada de complicidad. Después, efectivamente, se pone a trabajar por teléfono en lo que olisquea el menú y tuerce alguna sonrisa en su cara y mastica alguna carne o se deja besar. A su alrededor, unas señoras solitarias que esperan a otras señoras solitarias juegan con sus celulares o regañan por ellos a sus sirvientas, y otros comensales hablan por sus celulares frente a otros comensales, o le piden al mesero el teléfono del comensal de más allá. Ordorica también habla por teléfono y sabe hacer negocios cuando maneja, gracias a que posee un aparato que se coloca diestramente en la cabeza como los pilotos de avión para desocuparse las manos y poder manejar con ellas o acariciarle las piernas a la secretaria, novia o amante, la cual lleva su propio celular para hacer las llamadas que Ordorica le pide que haga y alguna que hace para sí misma, más por despecho que por verdadera necesidad. En realidad está harta, triste, y su sueldo es bajo, pero se ha terminado por resignar. Ante todo es cursi; entonces lo convence de que vayan a ver una película de Walt Disney. Ordorica está de buen humor y acepta, pero siempre se angustia cuando ve el anuncio que lo conmina a apagar el celular (es algo que también le pasa en los aviones). Sin embargo no lo apaga completamente; el muy pillín lo pone en su modalidad de vibrador y se aburre, se aburre infinitamente con la película y las melosidades de la secretaria o amante que, con eso de que lo conoce tan bien, ya se está pareciendo a su esposa y a su novia Gertrudis de la preparatoria, pero el aparatito no vibra y eso que se lo ha guardado justo en el bolsillo, y lo toca, y lo revisa, no lo vaya a haber apagado por error. Por fin vibra el celular y Ordorica, con una emoción que no logra ocultar, obliga a toda una fila de niños manchados de chocolate a pararse para poder salir al pasillo a hablar, en realidad no le importa con quién, con permiso, con permiso, pero cuando por fin contesta, resulta que está equivocado, ni siquiera están llamando a un celular sino a un taller mecánico. Aprovecha entonces para hablarle a su hermano y decirle que está en el cine adivina con quién, y qué crees que estoy viendo, y prolongar la conversación lo más que se pueda, de preferencia hasta que termine la película, y en una de esas hasta algún negocio se le puede ocurrir o alguna instrucción a su secretaria, pero su secretaria está en el cine. Cuando por fin sale ella de la película, le da una serie de instrucciones que le sabrían mejor si se las diera por teléfono. Luego van al hotel de siempre y hacen lo de siempre, con Ordorica acostado y la secretaria encima utilizándolo de objeto sexual. A la mitad suena el teléfono varias veces y Ordorica no lo contesta por caballerosidad; sin embargo trata de terminar lo antes posible para revisar en el buzón quién puede haber sido. Lo peor es que nadie dejó recado, a excepción de su mamá. Ordorica siente un rencor infinito hacia su secretaria y considera seriamente que es el momento de terminar esa relación con ella. Quizá no de golpe, para no meterse en líos, quizá espaciando las salidas, enfriando un poco las cosas, como cuando uno va dejando de llamarle a alguien por teléfono. Mientras habla con su cuñado sobre la posibilidad de comprar entre los dos diez cajas de vino español por el teléfono que trae puesto en la cabeza para poder manejar, deja a la secretaria en un sitio de taxi y se despide de ella con cierta indiferencia. Luego llega a su casa y saluda a su esposa; le dice que está molido, que no ha dejado de trabajar. Que si no ha llamado nadie.