Jornada Semanal, domingo 10 de agosto del 2003        núm. 440

LATINOAMERICANOS EN EUROPA

Leyendo a Cortázar, Pitol, Bryce Echenique y otros latinoamericanos que vivieron largas temporadas en Europa, me puse a pensar en los peruanos, mexicanos, argentinos, puertorriqueños, colombianos, brasileños, venezolanos, ecuatorianos y cubanos que conocí y traté en mis días romanos, londinenses y atenienses. Me atrevería a decir que ser latinoamericano en las grandes ciudades europeas es como pertenecer a una especie de rito masónico en el cual se practican las formas del compañerismo, la solidaridad y una serie de pautas de conducta nacidas de las infancias parecidas, las “formaciones” sentimentales pautadas por el catolicismo y todas sus angustias, neurosis y desasosiegos, así como varias lecturas comunes, canciones y bailes, películas y personajes, personas y personitas de las culturas popular y comercial. En suma, se compartían tantas cosas que, a la larga, y sin necesidad de reuniones de jefes de Estado con comelitones y orgías folclóricas (o, más bien dicho, folclorizantes), se tenía una sensación de fraternidad prevaleciente sobre las diferencias que enturbiaban las relaciones entre los nacionales de países vecinos con una larga historia de robos de pedazos de tierra, invasiones, guerras hasta por cuestiones futboleras y otras tonterías propias de los peores aspectos de los conflictos interfamiliares.

En la Roma de principios de los sesenta sobrevivía una pequeña colonia latinoamericana en la cual los argentinos constituían la mayoría. Los mexicanos (excepción hecha de los numerosísimos clérigos del Pío Latino, la Gregoriana, el “Gesú”, la burocracia vaticana y sus aparatos de propaganda. Todavía no llegaban los legionarios con sus millonadas, pero ya estaban ahí los del Opus Dei, tanto peninsulares como ultramarinos), cubanos y puertorriqueños formábamos una minoría entusiasta, pero, a diferencia de los argentinos, con escasas cualidades de adaptación a la vida romana, cosmopolita en algunos aspectos, pero, en otros, absolutamente provinciana (esta es una simple constatación que nada tiene de peyorativa, pues este bazarista es, también, irremediablemente provinciano y bueno ¿y qué? y a mucha honra y “ay, Jalisco no te rajes...”). La mayor parte de los miembros de la logia latinoamericana (el racismo español llama “sudacas” hasta a los mexicanos que, más bien, somos “nordacas” y “centracas”... en fin, como dicen los de Molotov, estos peninsulares son también bastante racistas y culeros) nos dedicábamos a las tareas artísticas y nos estábamos preparando para regresar a nuestros países para encabezar las vanguardias y toda la vida cultural. Recuerdo a varios pintores que merodeaban por los rumbos de Gutusso, pintaban “morandis” con cacharros indígenas, llegaban tarde a las figuras ceremoniales de De Chirico y se asomaban tímidamente a las ninfetas reclinadas de Balthus que, en esos tiempos, era director del Instituto de Francia en Roma. Uno de ellos, colombiano caribeño, logró entrar a uno de los círculos de la dolce vita que tenía su intríngulis desenfrenado aunque no tanto como lo pinta Fellini en su hermosa y desasosegada película. El caribeño, fuerte como un árbol tropical, aguantó el ritmo de la dolce hasta que algo se le desconectó en la sesera y un buen día se encueró por completo y exhibió “sus vergüenzas” en la marquesina del hotel Excélsior y ante los alelados turistas y locales que, de inmediato, lo sentenciaron árabe o latinoamericano. Lo visitamos en el sanatorio (institution llama a esos sitios el puritanismo victoriano), pero no logramos llegar a su cerebro habitado ya por una bruma extrañamente beatífica.

Un rico ecuatoriano de Guayaquil, funcionario ad honorem de su embajada, tenía el firme propósito de convertirse en cineasta. En su caso, la erudición helénica era más que una virtud una desventaja, pues a ella le debía una serie de obsesiones y de proyectos artísticos bastante desmesurados y estrambóticos. Recuerdo que su Medea pertenecía a una rica familia ganadera de Guayaquil y que hablaba una curiosa mezcla de términos arcaizantes y de localismos costeños. Por otra parte, su trabajó consistía en trasladar la obra de Eurípides a la plantación y agregar algunos colores locales y varias palabras regionales. Acepté hacer un pequeño papel en la película, más por amistad y solidaridad latinoamericana que por otra cosa, y me enfrenté a su cámara súper ocho por algunas interminables semanas. Filmar una Medea de Guayaquil en Roma no era poco desafío. Además el invierno romano tiene sus días desapacibles y los pinos de Fregene no tenían mucho que ver con la costa ecuatoriana. En fin... aprovechando al máximo las licencias poéticas filmamos y filmamos algo que no sé a dónde fue a parar. Unos años más tarde, Manuel Puig, que había conocido al director ecuatoriano cuando estudiaba en “Cine Cittá”, me contó que, al terminar una película, la veía tres veces y luego la quemaba, pues estaba convencido del carácter efímero de las verdaderas obras de arte. El cine universal debe haber agradecido esa teoría y esa sana costumbre que lo libró de un considerable número de verdaderas obras de arte.

Pepe Negrón salió de Puerto Rico (había nacido en Caguas) a los quince años. Vivió su westsidestory (sin tener un Robbins que la contara) durante año y medio y, cansado de tantas y tan fatigosas discriminaciones, se fue a hacer su Europa con unos pocos dólares ahorrados en un restaurante “neorican” que ofrecía unos regios mofongos. Primero París (los latinoamericanos de esos años pensaban que los parisinos, como en las películas yanquis de los cincuenta, se pasaban la vida en las calles cantando, bailando, enamorando y comiendo en glorioso tecnicolor) y después Roma. Se nos presentó cuando ensayábamos la aleluya erótica de García Lorca, Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín. Habíamos formado el Grupo de Teatro Latinoamericano de Roma y nos presentábamos, con éxito más bien discreto, en el viejo teatro Goldoni cercano a la Piazza Navona. Nos habló de algunas experiencias teatrales, tanto en Caguas y San Juan como en “Loisaida” (Lower east side en la lengua patronal) y aceptó hacer una prueba. Era un actor aceptable y le dimos el papel de uno de los duendes: “¿a dónde vas compadrillo?”. Pepe era un hombre parsimonioso y puntual; vivía en una increíble buhardilla por los rumbos de la Nomentana, contaba calorías y mantenía, contra viento y marea, una espantable soltería. Al terminar la breve temporada desapareció. Lo buscamos para darle un papel en Noche de guerra en el Museo del Prado, de Alberti, pero nos dijeron que había dejado su piso sin decir a dónde iba. Al poco tiempo recibimos una carta en la que nos comunicaba su ingreso a un convento benedictino de Parma. Su parsimonia y su sentido del orden lo habían llevado a la experiencia mística. Lo pienso, pequeño y laborioso, trabajando en el campo y cantando el oficio de tinieblas.

Muchas cosas les pasan a los latinoamericanos en Europa. Así lo demuestran los textos de Cortázar, Pitol y Bryce.

HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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