Jornada Semanal,  domingo 3 de agosto  del 2003             núm. 439
HALCONES Y POESÍA

En los primeros versos de El cantar de los nibelungos, esa epopeya que tanto gustaba a Borges, aparece con toda naturalidad la desbordada afición que los príncipes medievales sentían por sus halcones: "En su alma virgen/ Kriemhild soñaba/ Que criaba un halcón/ fuerte, bello y salvaje/ A éste lo agarraron dos águilas/¡lo que ella tuvo que ver!/ No pudo sufrir dolor/ Más grande en esta tierra."

Por supuesto, el halcón del sueño es en realidad Sigfrido, quien a lo largo de las treinta y nueve aventuras que componen el poema se convierte en el ideal caballeresco alemán de la Edad Media. Pero la cetrería es anterior y no sólo alemana, aunque existe la hipótesis de que los alemanes fueron los primeros europeos en cultivarla, allá por el siglo ii d. C. El emperador Carlomagno habla de sus falconarii, Noruega es llamada en el siglo x Hank-ei, la isla de los halcones por el poeta Hakon Jarl y por supuesto en España los árabes la practicaron muchísimo y legaron su sabiduría a los príncipes cristianos. El tratado más antiguo de cetrería es obra de Gatrif, gran halconero de la corte omeya y fue escrita alrededor del año 783. Algunos de los historiadores que se ocupan de este tema están de acuerdo en afirmar que la cetrería es invento de los beduinos del norte de África, pero otros sostienen que ya en el antiguo Egipto el halcón, la encarnación del dios Horus, era auxiliar del hombre. Pero lo que comenzó como una necesidad se convirtió en arte, y como la Edad Media fue una época tan propensa a la exageración como ésta, también fue un vicio. En el estudio preliminar al Libro de la caza de las aves, de Pero López de Ayala (Editorial Castalia) del siglo xiv, el doctor José Fradejas cuenta que "el obispo decía la misa con su ave sobre el altar; los dispendios eran enormes y más de un caballero o infanzón se arruinó a causa de su pasión por la cetrería; los concilios, sínodos y predicadores protestan contra esta serie de cosas alegando que muchos que conocen perfectamente los Libros de cetrería y no abren jamás un Libro de horas…". Además, ya hubieran querido las mujeres de la época que alguien escribiera un tratado tan amoroso y tan genial como el de López de Ayala, digno rival del Del arte venandi cum avibus escrito por el emperador Federico ii, ese rey halconero y erudito. Ambos recomiendan tratar a las aves con dulzura y adivinar sus estados de ánimo. Con frecuencia los mercaderes les cosían los párpados a los pollos de halcón para transportarlos con más facilidad y para que la cara de su dueño fuera la primera cosa que vieran. Y López de Ayala recomienda para cuando los descosieran: Haz que sea de noche, a la candela y entonces se tranquilizará más. Y también exhorta al halconero para que no amarre al halcón a la percha, pues el halcón suele soñar que vuela y si se cae soñando, se puede herir la pata con la cuerda o quebrarse el ala contra la pared. Luis de Góngora, en quien confiamos para ver las formas más hermosas, describe así a las aves de cetrería en la Soledad segunda: sin luz, no siempre ciega/ sin libertad, no siempre aprisionada.

Al acercarnos a las pinturas, los tratados y los poemas, se dibuja una relación única entre el hombre y el ave. No la complicidad que existe entre el cazador y el perro, que exige una total obediencia; no la del caballero y su montura y mucho menos la del cazador y su presa. Es esta una relación en la que el hombre pondrá todo su empeño en entender al animal, sin destruir su fiereza, sin quebrantar su orgullo, como le llamaban a su bravura. Las características físicas y el temperamento, todo en el neblí, en el sacre o el borní provocaba curiosidad, amor y admiración. Quizás porque el hombre medieval llegó a conocer de veras a los halcones, éstos no aparecen en los Bestiarios más importantes. El Fisiólogo no los menciona, tal vez porque el halcón no era símbolo más que de sí mismo.

La cetrería se perdió cuando apareció el rifle y con ella una dimensión espiritual que acercaba al hombre al cielo físico.

Qué lección nos dan esos escritores y poetas medievales a nosotros, destructores a escala industrial de todos los animales posibles. Estamos tan lejos de ellos, que llamamos halcones a gente como Bush, Aznar y Blair. Alfonso x el Sabio, practicante de la cetrería, y Luis de Góngora, el poeta de los raudostorbellinos de Noruega, nos hubieran reclamado airadamente esta equivocación.