La muerte del cordero A
Marie-Christine y Abelardo
Temerican pidió la mujer con la seguridad de quien está en su territorio. Y el camarero entendió bien y le puso el vaso mediano del té de menta con leche. Allí estaba de nuevo ella, en el mismo café y en la misma mesita donde la noche pasada Mohamed bebió un té tras otro con intención de extender el encuentro. Allí estaba ella, y, en la acera de enfrente, el hotel; como si sólo un momento antes se hubiera levantado y atravesado la calle para tomar el desayuno. Recorrió el boulevard de punta a punta hasta que no pudo más y entonces pidió la infusión. Ya no sentía coraje. No encontrar el número 2 de Pasteur sobre todo le provocó eso, cansancio. Había llegado el momento en que la espera ya no era punzada. Acaso el estado aletargado de las cosas. Una sensación de entumecimiento interno. Au revoir contestó el garçon con amplia sonrisa, tal vez provocada por los dirham depositados en la mesilla, más propios de un almuerzo sustancioso que del té americano. II ¿Quieres? preguntó sonriendo el viejo guía; se inclinó sobre el dorso de la mano y absorbió el polvillo verde por cada fosa nasal. No esperó a que ella respondiera. En el bolsillo del pantalón guardó el botecito de película fotográfica que utilizaba para llevar el polvillo, y enseguida se puso en pie tras una pareja de turistas con el rostro color camarón que recién desembarcaban ("El demasiado sol"). El anciano se había acercado y entonado añejas canciones del país de ella y mencionado una ciudad ("Ah, la eterna primavera...") como testimonio de que, viejo lobo, surcó los mares. De su boca casi sin dentadura salían pasajes de cancioncillas mientras su piel gruesa y gris que recordaba la textura de las tortugas, se estremecía por el recuerdo. Ella lo miraba con la simpatía del viajante que siempre agradece los encuentros de circunstancia. Después ("¿Quieres?") el guía le había ofrecido del polvo verde que ella aún desconocía. III La mujer recargada en la baranda, vertical contra el viento que agitaba sus ropas y el cabello, esperaba divisar la entrada del Casablanca pero el horizonte parecía inamovible, como si por sus aguas ningún niño hubiese colocado un barco de papel, y las casitas color arena que formaban el brazo de bahía fueran tan sólo pintura de un paisajista. La luz dorada como trigo fue filtrándose por entre las nubes; la neblina del primer amanecer cedió finalmente. Empezaba a reconocer las distintas tonalidades del puerto... los sonidos que lo conformaban; aquellas voces, sinfonía atonal que se escuchaba alrededor de los soccos. Las plegarias, canto que escapaba de la mezquita bañando la atmósfera antes que la ciudad terminara de espabilar. En sus hombres había visto el gesto de la intriga. Y en las mujeres unos ojos como sombra. IV Era de noche y Mohamed no se sentía bien dejándola en mitad de la zona aduanera. Ella estaba a punto de la histeria. Pasó la tarde sentada en las sillas de plástico de la sala arives/ departiures, y ahora ellos pretendían que durmiera allí. Lo siento dijo el chico de la taquilla; aquí únicamente expendemos los boletos... Tendrá que esperar a mañana para cualquier reclamación. Supongamos que no me estoy quejando... Inclúyeme en la próxima salida, quieres, me daré por satisfecha aunque no regrese al punto donde salí. De aquí a mañana sólo hay un ferry de carga anunció recorriendo con el índice una lista de embarques. No se aceptan pasajeros dijo al tiempo que miraba a Mohamed como esperando la aprobación de éste, funcionario menor de Aduanas. Me niego a quedarme. ...Bueno pronunció el chico para sí, por hoy ha sido todo. Se despidió de Mohamed en su idioma y recogió sus papeles y las llaves de la taquilla. V Toma, no quiero verte triste... le ordenó el viejo como si al desenvolver el caramelo sabor piña que le obsequiaba, ella pudiera dejar de sentir que estaba condenada a permanecer en la sala en espera. En otro tiempo se hubiera hecho a la mar; poseía la virtud de una milenaria casta, aquellos que acomodaban el morral de lona al hombro, con más que algunos fetiches, y entendían la vida de buque en buque, de puertecillo en puertecillo. El mar que tiene por fondo tras la balaustrada del mirador, mientras el viento juega con las mangas del blanco pantalón. Sin embargo, la mujer había llegado a la etapa en que el viejo marinero se queda en puerto, a la espera del próximo desembarco, intercambiando noticias, observando a los viajeros. VI
No quiero quedarme aquí... insistía ella imaginándose en el dédalo que formaban esas callejuelas iluminadas tenuemente, como confeccionadas para trinqueteros y amantes desobedientes del gran Alá. Venga conmigo, conseguiré un lugar para usted la voz de Mohamed traslucía ternura mientras sus ojos negros y brillosos delataban que la mujer le había transmitido inquietud; llevaba el desgastado portafolios de una mano a otra y sus piernas parecían seguir el mismo juego de balancearse. Ahora ella sentía los nervios de Mohamed. Mujer, contrajo los puños crispados y prometió que sería fuerte. VII ¿Todavía estás aquí?... se sorprendió el viejo sin detenerse. Y ella casi sentía culpa por todavía estar ahí. La mirada inquisitiva de los otros pasajeros en la sala, seguros de que su transbordador ya ha sido voceado, le hicieron creer que, por supuesto, sí era de ella la culpa. Por lo tanto bajó la vista... Reparó en sus pies acaso preguntándoles cómo la estaban pasando, y descubrió una uña crecida más que el resto; no le vendría mal sumergirlos en agua caliente, se le ocurrió mientras recordaba lo placentero de llegar a casa y hundirse en la tina después de un día vagando por la ciudad. VIII Espere aquí Mohamed subió la oscura, empinada y estrecha escalera de la Posada España. No pienso pasar la noche allí dentro aclaró ella cuando regresó Mohamed. De cualquier manera no había lugar. Puedo pagar algo mejor... Entendí que había gastado hasta el último dirham. Y entendió bien, ahora necesito cambiar dinero. ¿Trae pesetas? Mejor que eso. Bueno, sé de un cambista... ¿Un agente de Aduana en el mercado negro? Mohamed la guió por la oscuridad y la basura del socco donde apenas quedaban algunas tiendas y cafés abiertos. Ella notaba cómo la inquietud en Mohamed adquiría otra expresión; ahora sus nervios pulsaban la vena del estado alerta. El pequeño funcionario de Aduanas sabía que en cualquier momento alguien podía estar al acecho, un ladronzuelo o la misma policia folletos y guías turísticos advertían al viajero no acudir en su ayuda, de preferencia. Hablaba un francés entrecortado que a ella se le dificultaba seguir, tanto como las vueltas sin sentido que, le parecía, estaban dando. Mohamed... se detuvo ella no entiendo lo que dice y no entiendo por qué damos tantas vueltas. Él echó una mirada a su alrededor antes de encontrarse con la de ella... IX Hola saludó el viejo con familiaridad canturrenado el hoolaa, y siguió de largo. Ella regresó al café frente al hotel. El garçon habló sobre la intensidad del Levante ese día, y le llevó el té americano acompañado de unas galletitas de casa. El camarero era un joven atractivo y de buen humor; ella lamentaba que al igual que Mohamed, Abdellah aquel cocinero del Casablanca quien de ida la invitó a degustar junto con la tripulación, "¿Por qué viaja sola?", el hotelero del París y el viejo guía de turistas, sino es que todos los hombres en aquel país tuvieran la dentadura tan evidentemente incompleta. Tan pronto tuvo esa impresión se cruzó con aquella otra que la embargaba tiempo atrás: la sensación de quien se encuentra varado por causas técnicas; un tranvía obligado a desviar la ruta, un autobús descompuesto a mitad del camino, un vendaval en el puerto, el viajero que espera un giro para continuar viaje. Au revoir la despidió el garçon con su amplia sonrisa. Hasta mañana. La mujer fue por víveres. El socco parecía haber iniciado su mercadería más temprano que de costumbre. Durante el trayecto encontró hombres con el cordero a lomo como costaleros, corderos dejándose llevar sujetos por un lazo, o como en ese renault cuatro ele abriéndose camino: en la parte trasera, gran señor con chofer, un corderillo asomaba su desconcierto. X A la siguiente mañana se encaminó directo al embarcadero. Desde la mezquita escapaban las plegarias, y las nubes doradas escondían el cielo azul claro, casi blanco. Recargada en la baranda disfrutaba que su rostro fuera tocado por la brisa y el ligero viento jugueteara con su falda de alto vuelo. A lo lejos, divisó cómo el Casablanca se perfilaba por fin para entrar a puerto, disminuyendo la marcha, casi estático. Recordó que ese día Mohamed estaría en recogimiento como correspondía a los mahometanos. Las líneas de los trasatlánticos, las casas de cambio, los locutorios y las tiendas de productos libres de impuesto tenían las cortinas bajadas. El puerto parecía abandonado desde hacía años. Los viajeros descendieron del ferry, éste debía continuar travesía. A su salida del embarcadero semejaba un pato tan grande como torpe balanceándose en el lago. La mujer quedó en la baranda un rato más. Regresaría sobre sus pasos. Tomaría té americano, intercambiaría algún comentario con el camarero. Si todo iba bien, la mañana siguiente
volvería el Casablanca, y por la noche, entre el dédalo
pobremente iluminado, ella encontraría su mirada reflejada en los
oscuros ojos de Mohamed.
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