La Jornada Semanal,   domingo 3 de agosto del 2003        núm. 439
Velázquez

Edgar Omar Avilés

I

Ilustración de Gerardo Romero SáenzVelázquez tiene una sombra diferente a lo habitual: lleva un minuto de anticipación y toda sombra que se esté topando con la suya también: si su sombra se rasca, luego él se rascará; si otra sombra se une con la de Velázquez, podrá ver el dueño de la otra sombra cómo ésta se tropieza: un minuto después el dueño se tropezará, quizás, por no mirar al frente. 

Para Velázquez su sombra es un talento, debido a que lo aleja de lo que más teme, a lo que justamente están expuestos a diario los demás mortales y él no: la incertidumbre.

Velázquez se encuentra perdido en medio de la mar: en el sorteo del pueblo ha sido elegido para el destierro que se ofrenda cada año. Así se dirige sin ruta, a bordo de una lancha tan pequeña que con dificultad él cabe. 

Ha demostrado ser un hombre sereno en medio de esta adversidad. Pero empieza a gritar de pánico mientras voltea hacia atrás y a todos lados para corroborar que, efectivamente, flota en la mar, en medio de la más tremenda soledad, y ésta no es lo que lo llena de terror, tampoco podría ser la muerte. Y continúa volteando sin comprender cómo ocurrirá, ¡torturado por la pavorosa incertidumbre!: acaba de darse cuenta de que su sombra proyecta a un hombre atrás de él, volándole los sesos con una escopeta. 

II

Velázquez volvió a nacer, pero ahora en un mundo diferente: su sombra, por su parte, sigue enferma de anticipación. Así que en la primera oportunidad logra deshacerse de ella: la vende a un mercader de dragones, el cual le paga con una delgadísima moneda de oro.

Velázquez se encuentra en medio de la plaza mayor: está en el juicio en el que se decidirá su castigo. La multitud, violenta y excitada, grita que se le condene a la pena capital: El Barril de las Inmundicias.

–Por ser culpable del lamentable suceso del Venerable Sapo y el Bolígrafo, se te condena a ser arrojado al pozo, para que los feroces duendes morados abran tus piernas en horqueta, te aten de los tobillos y te pongan de cabeza. Así te serrucharán desde tu entrepierna, hasta partirte en dos mitades –sentencia el Gran Regidor. 

–Fue una torpeza... ¡Yo no sabía que estaban atrás! –Velázquez comienza a llorar, gimotea rogando piedad y, de alguna forma, cada uno de los diecisiete fluidos de su cuerpo es excretado en medio del pánico. 

El Gran Regidor, al ver lo bien que se humilla el acusado, decide reconsiderar.

–Has demostrado que eres repugnante... Yo y los consejeros tomaremos una decisión más clemente.

Las miradas carniceras de la multitud se sienten traicionadas, pero aguardan, ávidas de algún otro suplicio.

–Gracias, ¡oh Gran Señor de la bondad! –dice Velázquez en medio del charco viscoso que han creado sus miasmas.

El Gran regidor, después de discutir con los ancianos del consejo, alza las manos para acallar a la multitud.

–Bien, hemos resuelto: pensaba, simplemente, indultarte y ya. Pero la moneda que hemos encontrado entre tus ropas me ha dado una idea de cómo te ganarás mi perdón.

Velázquez alza la cara con arrobo. 

–¡Oh Gran Señor lleno de bondad y de justicia! –luego se inclina hasta que su nariz toca los, para entonces, resecos fluidos.

–Sí.

Las bocas de la multitud espumean, mientras muestran sus afilados dientes y bífidas lenguas.

–Usted ordena, ¡oh el más sabio de los Regidores que han existido y existirán!

El Gran Regidor arroja la moneda a Velázquez, que ansioso la atrapa al vuelo.

–Debes saber que, si cae del lado donde está grabado el rostro del Venerable Sapo, serás condenado a los duendes morados...

–...Y si cae del lado del Bolígrafo... ¡me habré salvado...! ¡Oh Gran Señor de la sublime misericordia! –dice interrumpiendo, con el rostro iluminado de agradecimiento.

–¡No! Si cae del lado del Bolígrafo serás condenado a pudrirte vivo vistiendo, hasta que la muerte llegue, El Barril de las Inmundicias. Que será llenado con entrañas de hadas, estiércol de gato y frutas podridas.

La multitud sonríe, luego aplaude.

–¿Y la misericordia...?, ¡y la misericordia...! –gime mientras solloza de rodillas y junta las palmas en súplica. 

–No la he olvidado: lanza alto la moneda y, si cae parada de borde, podrás irte con los tuyos.

–Gracias... ¡Oh...!, señor –aspira profundo, hincha los pulmones de fe, y proyecta la delgadísima moneda de oro al cielo. Mientras gira en el aire, Velázquez en la tierra es torturado por la pavorosa incertidumbre; por eso, instintivamente, voltea hacia el suelo para ver si su sombra muestra alegría o desdicha, pero sólo confirma que ya no está.