La Jornada Semanal,   domingo 3  de agosto del 2003        núm. 439
 Horacio Kustos en la escalera

Alberto Chimal

Ofrecemos a nuestros lectores otro número dedicado íntegramente al cuento. Avilés, Chimal, Loreto, Moheno y Vega perfilan ese otro lado de la realidad que se deja ver bajo las estrictas reglas de un género literario que sabe premiar a quienes osan vérselas con su dificultad. Por su parte, Fabrizio Mejía nos habla de una serie de personajes cuya existencia en el mundo parece más cuentística que real, y por esa razón su línea de los espectros forma parte de este cuentario.

Ilustración de Marcelo Pifarre(Hotel Santa Perpetua, Toluca, México)

Su primera excusa, lista por si hacía falta, era que justo en aquel cuarto había tenido, años atrás, un breve encuentro que no podía olvidar. Su segunda excusa, por si el encargado sabía, era la misma:

–Pero el encuentro, claro –habría agregado–, fue, cómo le digo, espiritual, ¿ha oído hablar del éxtasis de Santa Teresa?

Sin embargo, al pedir el cuarto, el encargado ni lo miró. Tampoco miró a la cucaracha, enorme, que trepó a los dedos de Horacio cuando pagaba. Horacio procuró tirar a la cucaracha con un movimiento digno, o al menos lento (a veces tenía sus aprensiones); el encargado se apartó del mostrador sin decir una palabra.

Horacio, limpiándose los dedos en el pantalón, avanzó por el corredor, no sin escuchar dos o tres crujidos bajo sus zapatos. No quiso mirar. Pronto llegó al pequeño patio al que se abrían todos los cuartos. La puerta del suyo estaba pintada, con gran torpeza, de rojo, sobre una capa previa de color azul cielo que asomaba aquí y allá. Al entrar, Horacio vio que, como don Cruz le había dicho, había un excusado abierto y maloliente, un piso de cemento y, en vez de una cama corriente, una litera de metal sin pintar en un rincón.

DON CRUZ (aquel otro día): Esa cama es al mismo tiempo la escalera, ¿me entiende?, y yo no sé por qué será así pero es útil para que el viajero, que bastante cansado está ya del mundo y sus trabajos, repose y no haga todo el ascenso en una sentada. ¿No le parece hermoso? Poquito a poco, usted la sube y se olvida de la tierra y de sus penas. Como el rey Dharmaputhra.

HORACIO: ¿Quién?

DON CRUZ (sin mirarlo): ..., derechito a la región inconcebible, con cuerpo y todo.

Ya en el cuarto, Horacio se dio cuenta de que la litera tenía, contra la costumbre, más de dos pisos, cada uno con su correspondiente colchón. Cuando quiso contarlos, no pudo hacerlo. Vio tres, cuatro, cinco, seis antes de percibir que la habitación era mucha más alta de lo que había supuesto, y entonces quiso mirar hacia arriba, pero el techo no se veía: más allá del piso siete, ocho, nueve, diez, once había sólo oscuridad.

Previsor, Horacio sacó una linterna, pero sólo consiguió alumbrar, sin confusión, hasta el piso veintitrés, veinticuatro, veinticinco.

Ilustración de Marcelo PifarreProbó sentarse en el primer colchón: apestaba a orina, semen, excremento pero resistió su peso. Junto a él, a un lado y a otro, iban y venían innumerables cucarachas. Con algo de trabajo, Horacio ascendió al segundo colchón (no había una escalerilla, como en las literas comunes, para ayudarlo), y al tercero. Descansó en el cuarto, que olía como los anteriores y seguía lleno de cucarachas. Luego pasó al quinto y sintió un poco de vértigo al mirar hacia abajo. Siguió subiendo: seis, siete, ocho, nueve, diez, y cada colchón era tan sucio, áspero, repelente como el anterior.

Desde el decimoprimero ya no se veía el suelo...

Entonces, Horacio recordó que don Cruz le había dicho también:

DON CRUZ: Los colchones sobre el primero, sean cuantos sean, yo desde luego no sé, ya sabe, mi ciática, los colchones, digo, son cada vez de repugnancia menor, que así es justo con ellos, y se vuelven de asco tan decreciente hasta que, en esa altura que, insisto, yo ignoro con plenitud, llegan a ser como los colchones nuevos, recién salidos de la mueblería, o hasta mejores: luminosos, tibios, aromados como todas las flores.

…Y, dado que no podía ver ninguna diferencia entre un colchón y el siguiente, supuso que la jornada debía ser larga, agotadora, y tal vez imposible de concluir en una vida humana.

HORACIO (nos diría ahora): A menos, claro, eso pensé, que se tuviera el tesón sobrehumano que hacía falta, el empeño, la disciplina.

Tras varios colchones más (doce, trece, catorce), Horacio pensaba, comenzaba a pensar, que la jornada sería terrible porque además de no percibir disminución alguna en el hedor, éste era tan fuerte que, más bien (sinceramente, podría decirnos), parecía ir en aumento.

Entonces oyó un murmullo, y sintió una vibración en la litera, tenue, apenas perceptible; cuando se convenció de que no los imaginaba, ya el murmullo era un ronroneo, un rechinar, un bramido, y los colchones se estremecían, y un momento más tarde todo a su alrededor temblaba, del suelo hasta (pensó Horacio) los pisos más altos, dos, tres, cuatrocientos, mil, ocho mil, y el ronroneo se había transformado en un rugido que lo ensordeció mientras el temblor casi lo arrojaba al aire y algo negro, enorme, aún más fétido que cualquier cosa en el cuarto y en la vida previa y futura de Horacio, acabó por llegar desde arriba a donde estaba el hombre, y era frío, y se asía, para bajar, a las patas de la litera, y pasó sobre Horacio y tocó el suelo, y salió al patio.

Horacio oyó, lejos, el retumbar de lo que se alejaba.

Mucho tiempo después, nos dice, alcanzó a ver al encargado, silencioso como siempre, despejando el pasillo con una pala; pero más no quiere contar, ni tampoco de su partida en busca de don Cruz, que vivía en una ciudad cercana, ni de lo que le dijo cuando por fin lo halló, y le pidió una respuesta, y don Cruz se rió en su cara.

HORACIO (tal vez): ¿De qué se ríe?

DON CRUZ (quizá; nunca lo sabremos, aunque si lo dijo, de seguro fue con miedo): No, de nada, ¿por qué? Es el frío; me duele la cara y por eso hago muecas.

HORACIO (a nosotros, si de pronto se aviniera a contarnos la historia): Después resultó que él había pasado por lo mismo cuando era joven, y ahora se vengaba del universo, o algo así dijo, enviando a otros pobres incautos al mismo cuarto y a la misma escalada...

Ilustración de Marcelo PifarreDON CRUZ: ¡Y además se las da de muy culto, cuando ni siquiera conoce la historia del rey Dharmaputhra!

Lo que sí sabemos es que Horacio, aterrado, bajó esa noche del decimocuarto colchón, y luego del decimotercero, el decimosegundo, el decimoprimero, cada vez más rápido hasta llegar al tercero, segundo, primero, y entonces saltó al piso, tronaron bajo sus zapatos los cuerpos de innumerables cucarachas, y él advirtió de que se sentía muy pesado.

Se sacudió y, al hacerlo, centenares de insectos como los que había pisado cayeron de sus hombros y su cabeza. Nosotros (no pudimos evitarlo) pensamos en el rey Dharmaputhra.

(HORACIO: En realidad sí me sé su historia; es sólo que en el momento no entendí lo que decía don Cruz. Ya está grande; ya no articula bien. Y cuando esa cosa horrible me pasó...)

Se nos figuró que aquel rey lejano, desde lo profundo de su leyenda, se quedaba mirando a Horacio, quien gritaba y una cucaracha se le metía en la boca y él la escupía y tornaba a gritar. Nos pareció que el rey Dharmaputhra estaba triste.