Jornada Semanal, domingo 3 de agosto del 2003        núm. 439

COMER AL ESTILO DEL PAÍS

La prosa necesaria para describir las cosas de la mesa y de los manteles largos o cortos, solemnes o cotidianos, debe ser clara y sabrosa, pues sólo así puede captar los olores y sabores, la esmerada atención de los sentidos despiertos y entusiastas en el acto manducatorio, así como las historias de las costumbres que agregan interés y gusto a cada plato. Así, Fernando Díez de Urdanivia, gracias a su prosa que reúne las características antes señaladas, nos lleva por los caminos de la gastronomía mexicana, poniendo un énfasis especial en los platillos insólitos y en las muestras de originalidad de una cocina que, al igual que la china, combina sabores, aromas, texturas y colores y lleva a sus sartenes y peroles todos los animales que pululan por la tierra y todas las plantas y yerbas que en ella crecen y medran.

Es una buena idea partir del inteligente y gracioso chismerío de doña Frances Erskine, Marquesa de Calderón de la Barca por su matrimonio con el ministro plenipotenciario de la majestad española, para entrar a una comida de influencia hispánica, pero marcada por los remotos orígenes y los igualmente complicados ingredientes y productos comestibles provenientes de la cultura de nuestros padres indígenas. La Marquesa, admirada ante todo lo nuevo que tenía ante sus ojos escoceses e hispánicos y criticona como buena consorte diplomática, describe los viajes y banquetes, las tazas de casi evanescente chocolate con sus espumas multicolores, los vestuarios, los usos y costumbres de una sociedad que le interesó, le admiró y le repugnó. Después de un intermedio francés, Fernando se detiene en Catemaco, lago de brujos poderosos y de prodigiosas mojarras, de luminosos topetes y de rápidos tegologos. Viaja Fernando por los mercados de Guadalajara y nos asegura, con razón, que Colima es mucho más que cocadas. De la tuba para hacer boca y refrescar el alma después de una noche tormentosa y antes de un desayuno abundante y agridulce, nos vamos a Alvarado para probar variopintos digestivos y panes de barrocas facturas. Su santa abuela le permite hacer las alabanzas del delicioso y peculiarísimo cuitlacoche, hongo que, más que excrecencia de nuestra planta nacional, es una declaración de principios culinarios y una manera de sorprender a los extranjeros que andan por nuestras mesas y fogones. Fernando especula sobre los hábitos alimenticios de distintas regiones del país y del mundo. Filosofa y poetiza, gusta de historiar y de hacer comentarios enriquecidos por el humor jovial y por la prosa fluida y original. Alguna vez un buen tragón parisino me mostró su escándalo ante el correteo de los jumiles y la procesión de las tantarrias por las rugosas ramas del mezquite. Cayó en el clásico eurocentrismo y habló abundantemente sobre nuestra barbarie americana y nuestro irreductible salvajismo. En respuesta, cité los escargots y los sanguinolentos erizos, las angulas, lampreas, anguilas y otros seres de aspecto peculiar. No halló cómo contestarme y prefirió cambiar de tema y aterrizar en la más convencional y tranquilizadora repostería. Los jumiles nacidos y devorados en la tierra de don Juan Ruiz de Alarcón y las tantarrias descritas por el antropólogo queretano Agustín Escobar (tuve el glotón honor de prologar su libro sobre cocina ñañhu y de la sierra gorda), van a parar a la tortilla con su apetitoso olor y sus sabores de nueces tostadas y de crujientes crustáceos, previamente despedorradas por los peritos en la cocina insólita y en el recetario dictado por las necesidades y las estrecheces de las tierras flacas. Los grandes escritores comelones del siglo xix pasan por estas páginas: Manuel Payno, Prieto, Altamirano y Joaquín Herrera, entre otros. Da un salto prodigioso y cae en los manteles barrocos del virreinato y en los paseos de los viajeros europeos que nos vieron y describieron. Antes de hablar de Balbuena, viaja a Chiapas con Juan Pérez Jolote y su autor, el amealcense Ricardo Pozas, y regresa a los tiempos de la Conquista y a los alelados testimonios de Bernal Díaz del Castillo ante la vajilla de oro, los tubillos para el tabaco, las salsas multicolores y la espuma de chocolate del banquete del Tlatoani. Con Balbuena se detiene, para nuestro deleite, un buen rato y circula por los caminos gastronómicos de su Grandeza mexicana. Don Bernardo, Abad de Jamaica, autor del gran poema épico “El Bernardo” y Obispo de San Juan Bautista de Borinquen, ciudad en la que ardió su biblioteca durante la invasión de los piratones holandeses de Guillermo de Nassau, y en la que realizó una gran labor de cronista y de pastor (“Nunca Puerto Rico fue tan rico” dice Lope de Vega en “El Laurel de Apolo” para festejar a Don Bernardo), es nuestro cronista mayor de todo lo comestible. Así, en su Grandeza, hace el encomio de las frutas novohispánicas: “porque un chicozapote, a la persona del mismo rey le puede ser empresentado, como el fruto mejor que cría Pomona”. El maestro Díez de Urdanivia nos recuerda otras descripciones de Don Bernardo del “reino del contento” novohispano.

Mucho le agradecemos a Fernando sus recetas familiares: el revoltijo conmemorativo, los robustos y transgenéricos ayocotes y la milagrosa gama de los pipianes y pepianes, aterciopelados enaltecedores de las carnes y las verduras. Fernando nos recuerda el poema de Juan de la Cueva: “el pipián es célebre comida/ que al sabor del,/ os comeréis las manos”. Nos habla, además, del recetario fronterizo de María Gertrudis Sánchez y Aguas en el cual destacan una “vaca exquisita” y una serie de especias y de sazonadores. No olvidemos que el sazón no tiene explicación científica ni natural, pues su presencia es milagrosa y pertenece a los reinos de las gracias y de los misterios. No podía faltar la nogada y sus historias patrióticas y cívicas cuando baña los chiles poblanos con su relleno agridulce y la hermosa compañía del perejil y de la granada. En otro capítulo, la música y la cocina se juntan y el maestro Mendoza proporciona los ejemplos. Lo mismo sucede con la poesía y, por lo tanto, Fernando nos hace recordar a Pablo Neruda y su oda elemental al caldillo de congrio, a don Ricardo Palma, Renato Leduc, uno de nuestros poetas nacionales, y a Oliverio Girondo.

El emblemático tamal ocupa todo un capítulo de honor y sus orígenes yucatecos, chiapanecos, poblanos, norteños y occidentales muestran las diferencias en sus rellenos, formas de cocción y envolturas. La cocina de Huimilpan, el reparador de crudas que es el chocolomo peninsular con su toque de fiero habanero, los charapes, las flores (aquí recordamos a don Agustín Aragón Leyva), los desayunos (dice Savater que los que van al cielo son acreedores a tomar un desayuno mexicano) y el mítico caldo de piedra, completan este insólito, divertido, riguroso y sabrosísimo libro de cocina y de usos y costumbres coquinarias de este mosaico de razas, lenguas y comidas que es la tierra nuestra. Salud, Fernando, con un curado de apio o de piña o con un tequila que hay que pagar a plazos. Se acerca la hora de la cena y tus lectores queremos plasmar en la práctica las enseñanzas sabias y joviales de tu historia gastronómica. 


HUGO GUTIÉRREZ VEGA
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