Jornada Semanal, domingo  27 de julio de 2003           núm. 438

MICHELLE SOLANO

NI POOL NI CARAMBOLA

La semana pasada se estrenó en el Foro Rodolfo Usigli Pool (Las reglas del juego), de Jorge Celaya, quien asume también la dirección y uno de los personajes de la obra.

Dice Vicente Leñero en la presentación del programa de mano: "Jorge Celaya se muestra aquí, con su dramaturgia de excepción, como un autor seguro de sus recursos e implacable en sus contenidos..." Que me perdone el Maestro Leñero, pero en esta obra en especial (por el momento dejamos de lado otras como Búfalo herido, Puerto… esperanza y la ya lejana Bar y desierto) la dramaturgia deja mucho que desear.

La situación es clara, se trata del narcotráfico; las alusiones a personajes y situaciones reales como el Señor de los Cielos y las cirugías para transformar rostros y despistar a otros carteles así como a la policía son muy evidentes. Lo que no se ve por ningún lado es la estructura: rompimientos temporales, diálogos torpes y carentes de chispa que vuelven demasiado predecible el devenir de la obra, personajes que no justifican su existencia dentro del universo de ficción, que obedecen más a una composición arbitraria del autor que a la selección cuidadosa y el aprovechamiento de los elementos del drama.

La historia, juzgándola por sí misma, constituye una mezcla mal lograda de Pedro Páramo (Leonardo, el hijo de un narcotraficante llamado "El Gallo", fue secuestrado durante su niñez por el cártel enemigo y años después regresa a buscar a su padre), Edipo Rey (pues descubre que en realidad es hijo de "La Negra" una de las amantes de "El Gallo", con quien también él ha tenido relaciones y a la que en un intento no sé si de humor o franca referencia le dice "no me voy a sacar los ojos") y todos los narcocorridos que usted, amable lector, tenga a bien recordar. A eso súmele ciertas sentencias lanzadas a propósito de hacer una alegoría entre el juego de pool y las reglas de la vida "saber jugar pool es como saber vivir", aforismo light que no escapa de la pretensión, más propia de un dramaturgo principiante que de un miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

El montaje no podía tener resultados felices cuando el texto no permite hacer mucho; sin embargo es la puesta en escena la primera detractora del texto, pues no logra escaparse del nivel de ilustración.

Una de las constantes claras en la obra de Celaya es el regusto por el desnudo y las escenas que se pretenden sórdidas por el contenido sexual. Ya desde Bar y desierto veíamos que podía no pasar nada, pero desnudos siempre habría. No se trata de llamar aquí a la Liga de la Decencia (Dios nos libre) pero sí de tomar en cuenta la inteligencia del público, que no necesita ver encuerados y coitos por doquier y a la menor provocación para aprehender una historia (incluso habría que dudar si la historia misma los requiere).

En algún momento y con motivo del estreno de Puerto… esperanza, decía Jorge Celaya: "Creo que el teatro moderno debe despertar emociones, conciencias y, a la vez, plantear recursos visuales novedosos." Para ser consecuente con esta creencia se requería de una iluminación y una escenografía que pudieran elaborar dicha propuesta visual novedosa; probablemente aquí saldrá a defensa el argumento de la carencia de recursos, pero pienso entonces en otras puestas (que son muchísimas) en donde la falta de dinero ha sido paliada por la imaginación, la creatividad y el oficio.

Si el texto y la puesta no logran salir del nivel amateur, tampoco lo logran las actuaciones. El elenco está conformado por Romeo Becerra, Saúl Enríquez, Rebeca Patiño, Magda Giner, Héctor Illanes –quien resalta del conjunto por esa capacidad histriónica con que ejecuta a pesar del breve personaje que tiene a cargo– Andrés Treviño y el mismo Jorge Celaya.

A pesar de la dirección, que no atina, un actor debiera trabajar en la elaboración de su personaje tomando como primer y elemental punto de partida el sentido común. Los personajes que Celaya propone son norteños y es de suponerse que su vocabulario y su tono corresponderán a esa característica geográfica, de modo que no se vale que a la media obra ya estén hablando como defeños o que abandonen el poder de la dicción porque están a mitad de un llanto profuso e intenso. Los textos se pierden no nada más por la falta de pericia del elenco, sino también por la cantidad de información que quieren sostener hacia el final de la obra, cuando después de una hora donde nada ocurre, el final amenaza y hay que apurar los hilos de la historia.

En fin, los teatros de Sogem tienen fama de no tener gran poder de convocatoria, pero una vez más apelo a la revisión de los contenidos que en ellos se programan. No hay público que dure cien años, ni tampoco teatro que aguante –temporada tras temporada– una apuesta donde se deja de lado la calidad. El peor teatro es el que no se tiene, estoy de acuerdo, pero si dice Vicente Leñero que con obras como ésta de Jorge Celaya, el teatro mexicano va bien, muy bien, que a nadie sorprenda entonces un mayor número de puestas en escena de autores extranjeros que las que pueblan la cartelera actual.
 

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