La Jornada Semanal,   domingo 27 de julio del 2003        núm. 438
 José Homero

Sergio Pitol: el revés del tiempo

Ilustración de José HernándezUna caricatura ya clásica de Naranjo muestra a un sonriente y apurado Sergio Pitol cargando dos pesadas valijas rumbo a alguna parte. Nuestra imagen del escritor es la de un hombre en tránsito. El pasado 18 de marzo cumplió setenta años y, como si su calendario coincidiera con las revoluciones de su ciclo vital, a partir de entonces no descansa. Estará en la Ciudad de México para la presentación del primer tomo de sus Obras completas, que publica el Fondo de Cultura Económica, y desde abril hasta la Feria de Guadalajara, viajará al extranjero para asistir a las presentaciones de sus libros en Bogotá, Montreal, París, Alemania, Zurich, Moscú y Miami. "Los viajes me cansan pero también es un estímulo salir a otras partes. La más grata presentación que recuerdo en los últimos tiempos fue en Alemania, cuando estuve en Berlín y en Colonia, para presentar las traducciones. La recepción tan entusiasta me llenó de alegría." Es viernes 24 de enero y Pitol acaba de volver de México, donde permaneció una semana por motivos personales. Su hermano, cuya función en la vida de Sergio ha sido tutelar y con quien lo une un gran cariño, ha salido bien de una operación cardíaca más; el acontecimiento ha aliviado las preocupaciones de Sergio, que me saluda con entusiasmo, comentándome que se siente muy bien, "tengo mucha energía, trabajo mucho, como siempre, pero me siento mejor", dice, mientras ordena té y café y confía que está recurriendo a un médico homeópata para aliviar las carencias de oxigenación y los problemas gástricos que desde octubre lo vienen aquejando.

Entrar en los setenta, confiesa, con voz pausada, mientras enciende un cigarrillo, "es una situación muy dramática porque o se muere uno o ve uno morir a sus colegas y sus amigos. Casi todos mis colegas han muerto y es un aviso de la propia desaparición; por ello siento que los setenta años son decisivos, ya que al mismo tiempo es una época para arreglar cuentas, para saldar asuntos". Con un tono que me recuerda el que debió tener un filósofo presocrático, agrega: "A esta edad uno se encuentra siempre sobresaltado por la propia materia del tiempo."

En su amplio estudio-biblioteca, al cual la madera y una chimenea de cobre confieren un agradable calor esta tarde de cerrada neblina, sus dos perros no cesan de ladrar ni el teléfono de sonar. "Llegar a las obras completas es una especie de cancelación. Al principio estaba francamente preocupado, ya que la mayoría de los autores que ven en vida sus obras completas ya no escriben o han cancelado su producción. Sin embargo también me ha permitido reecontrarme con cosas. Releo obras que no había releído, excepto para las pruebas de corrección, y al ir corrigiendo, además de cambiar muchas cosas y aligerar otras, voy recordando mi vida de trabajo y junto a ello resurge todo el entorno vital con sus momentos inolvidables de entusiasmo y también los momentos de desilusión. Esas primeras novelas actúan como una caja de resonancia de sueños y ambiciones. Algo que me sorprende es cómo cambia nuestra concepción del tiempo. Hay cosas que parecen demasiado cercanas hacia atrás y que en realidad son episodios de hace cincuenta años que de pronto parecen unirse con el presente."

El tema del tiempo, las muescas de la desaparición, emergerán una y otra vez en la conversación. Como si desde sus últimos libros las fronteras entre los extremos se hubieran diluido, como el humo del último Marlboro se entrevera con la atmósfera azulosa de esta tarde ensimismada. "En cierta forma en mis últimos libros: El viaje, El arte de la fuga, algunos textos de Pasión por la trama, en mis cursos y conferencias, abordo estas relaciones en torno al tiempo. Por ejemplo, en el curso sobre literatura narrativa y narrativa cinematográfica que impartí recientemente en Letras [la Facultad de Letras Españolas de la uv en Xalapa, Veracruz] revisé los grandes clásicos que marcaron la literatura, digamos El gabinete del doctor Caligari y El acorazado Potiomkin. Efectué un recorrido de catorce películas, en forma cronológica, y me detuve especialmente en Potiomkin, que para Joyce fue decisivo por el tratamiento del montaje, que es en cierto modo el tratamiento del tiempo, y cuando hablaba de ciertas películas notaba que podía evocar escenas, imágenes muy cercanas, que estaban vivas en mí, a pesar de que ciertas cintas las vi cuando tenía nueve, doce años." (Más adelante insistirá en esta relación. Recuerda cuando se inscribió en el cineclub del ifal y el primer ciclo de películas fue Expresionismo Alemán. "Tengo muy vivas las impresiones de esas películas, de Murnau, Von Stroheim, como si las hubiera visto apenas ayer y fue hace cincuenta años. Es algo que me sucede con frecuencia, recordar imágenes de películas vistas hace mucho tiempo como si fuera ayer que las vi.") "En todo lo que escribo ahora siento que se encuentra el manejo del tiempo; la memoria, su trama, son los elementos concentradores."

Recorro con la mirada las líneas faciales del escritor; un rostro amable, marcado por paisajes geográficos, por pronunciadas aristas, por fuertes rasgos cuya piel agosta ya la edad. Confiesa que entre las traducciones que más le entusiasman se encuentra la griega. "Quiero ver mi libro en caracteres griegos", dice sonriente. Este hombre que lamenta la pérdida de sus maestros de juventud ("sólo quedaron uno o dos, y también han comenzado a desaparecer mis compañeros") es también el que evoca la relación feliz de su generación –la del Medio Siglo– con la vida: "vida y literatura se encontraban imbricadas. No había separación; representaban las dos caras de la moneda. En esa época, teníamos desde la adolescencia una cultura literaria. Por ejemplo, los primeros ensayos de Salvador Elizondo eran sobre los clásicos de la vanguardia. Al mismo tiempo teníamos la afición, el gusto, por familiarizarnos con los clásicos, no sólo castellanos, sino de otras literaturas. Éramos un grupo muy unido. Conversábamos mucho y nos veíamos con mucha frecuencia para ir al cineclub, a los conciertos, para comer, tomar café o ir a los centros nocturnos. Hay que señalar, sin embargo, que no éramos sólo literatos, también atendíamos la parte vital. No éramos académicos sino hombres que vivíamos con felicidad y placer. A diferencia de ahora, no existía esa mercadotecnia que convierte a la literatura en obligación." Y como si temiera mancillar nuestra conversación, apaga la grabadora y me confiesa que él nunca ha disfrutado esa actitud, que se siente muy contento por la grata acogida que sus obras han recibido, sobre todo en Alemania, sin que él haya movido un dedo para promoverse.

Pitol, el memorioso, el hombre que parece mirar más allá de la realidad, es también el hombre que habita constantemente entre un sitio y otro del tiempo. Como si no bastara con esa recapitulación sobre su escritura que le ofrece la corrección de sus obras completas ni las referencias a la duradera impresión de cintas como El ladrón de Bagdad –que junto con El Sheik, ambos en formato de dvd, aguarda en un escritorio de su biblioteca una nueva reproducción– o el influjo de Lubitsch en su obra, Pitol ha recuperado una amistad de la niñez.

"Hace tres semanas me llamó una amiga, una compañera de la primaria a la que no oía desde hace cincuenta y cinco años. Cuando íbamos a la escuela en Potrero, éramos seis o siete amigos inseparables y ella era el líder. Así que cuando ella me llamó y dijo: ‘Te llama Alicia Hernández, ¿sabes quién soy?’, respondí: ‘Claro que sí, vivías junto al mercado de Potrero, donde estaba la escuela.’ La reconocí de inmediato, simplemente por el tono, porque aún no lo ha perdido. Me contó que sigue viendo a esos amigos. Que hablan de mí cuando se reúnen y que han seguido mis libros y me propuso que nos viéramos. Viste que les dije [a sus ayudantes] que no me pasaran llamadas, excepto las de esta señora, porque estoy esperando su llamada." Y cogiendo su rodilla con las dos manos, se balancea ligeramente sobre su sillón y exclama, con su habitual sonrisa de niño feliz: "Estoy felicísimo porque posiblemente mañana nos reunamos en un desayuno en Veracruz, que es el sitio que nos queda cercano. Unos vendrán de Córdoba, otros de Catemaco, de Veracruz."

En uno de los más bellos poemas de Gastón Baquero, un anciano Anaximandro comprende el sentido del tiempo cuando elige pasar sus días de mañana a tarde contemplando en la playa los núbiles juegos de las ninfetas. Una tarde ve emerger en la costa de Corinto la barca de un hombrecillo con canotier llamado Marcel y comprende que ambos han descubierto la reversibilidad del tiempo. Como si Pitol hubiera hecho suya esta parábola, ahora busca develar la sutil y reversible sustancia del tiempo revisando su pasado y entreverándolo con el presente.

"Una parte de mis familiares provienen de Belluno, una región cercana a las montañas de Venecia, un lugar alpino, muy pobre, con unas pequeñas ciudades feudales al estilo del siglo xii. Debido a la pobreza de la tierra, sus habitantes debieron emigrar a Brasil, Venezuela, Argentina y México. Pero yo no viví con esas ramas de la familia, sino con mi familia materna, que son italianos también pero no emigrantes, sino aventureros –no se sabe, por ejemplo, por qué salió mi padre de su tierra; murió muy joven.

"Mis padres murieron cuando éramos niños. Mi hermano y yo quedamos a cargo de mi abuela materna y de un tío. A mi abuela desde niña la enviaron a Italia a estudiar. Poseían otro estatus social, se viajaba con frecuencia a Italia, para educarse y conocer a los parientes. Cuando visité a mi familia me encontré con un pequeño castillo, con unos parques y jardines maravillosos y entonces recordé el mundo de mi abuela [este episodio se relata en El arte de la fuga]. Pero yo no tenía ninguna relación con esa otra parte de la familia que provenía de Belluno. Sabían que eran del norte pero incluso cuando estuve en Italia no los visité. Al recibir la noticia del premio en Belluno, que es un reconocimiento a la emigración, decidí no ir. Por esos días fui a casa de mi tío, a quien suelo visitar con mucha frecuencia, y me preguntó por el Premio. Había leído la noticia en La Jornada. Le dije que no me interesaba, porque no era un premio literario. Cuando le dije que era de Belluno, me dijo: ‘Ahí nació mi papá.’ Mi padre, dijo, vino a los dieciséis años y nunca volvió porque murió muy joven. ‘¿Qué, nunca has ido?’, añadió –él tampoco ha ido, pensé–, pero mientras me hablaba de mis primos y sus visitas, sufrí una honda emoción y comencé a preguntarme cómo sería estar ahí, caminando por esas calles en las que caminaron mis abuelos, en las que ellos fueron niños."

"En realidad nunca me he sentido gente de la emigración. Yo siempre me he sentido mexicano. Incluso cuando viví en Europa nunca tuve la tentación de sentirme europeo. En Italia la gente me tomaba por un italiano más. Si iba a una provincia pensaban, por el acento, que era de otra región; y si iba a esa región, creían que yo venía de la otra. Yo les decía siempre que era mexicano. Siempre me ha parecido una infinita cursilería esa pose de varios latinoamericanos quienes lamentaban haber nacido en Buenos Aires o en Medellín, en vez de nacer en París o Londres."

Varios son los motivos de entusiasmo de Pitol. Quizá el más importante desde la perspectiva literaria sea la escritura de una novela largamente pospuesta. "La estoy tratando de escribir desde hace veintidós años. En Juegos florales aparece una cápsula, cuando el narrador cuenta la historia de la novela que quiere escribir, sobre unos episodios del siglo xix. Y nunca la había podido escribir."

"El año pasado me encerré durante un mes y medio en Stitges, un poblado cercano a Barcelona. A pesar de que me encontraba muy cerca de Barcelona sólo viajé cada quince días. Venían amigos –Herralde, Vila-Matas– a comer los fines de semana, pero el resto de los días me dedicaba a escribir. Había decidido escribir unos ensayos –un volumen de ensayos breves, porque ahora leo mucho ensayo, ya que me parece un género muy libre– y un día en que contaba en un ensayo cómo no había conseguido escribir esta novela, me di cuenta que ahí estaba el principio de la novela. Escribí como poseso toda la noche y al día siguiente la mecanografié [Pitol escribe a mano y él mismo transcribe a máquina sus textos]. Ahora que ya tengo muy avanzada la composición pienso dedicarme a concluir el libro de ensayos breves que pensaba escribir en Stitges." Con gesto confidente, sin dejar de sonreír, agrega que este volumen saldrá en Pre-Textos. "¿Y Herralde?", le pregunto. "Verás, cuando se lo dije a Jordi, el sólo me dijo: ‘Acéptalo, es un regalo. Es un lujo publicar en esa editorial, así que considéralo una distinción.’"

Mientras estruja la cabeza del cigarrillo consumido contra el cenicero, Pitol sonríe y comienza a explicar cómo esta novela la dejó olvidada en un hotel de España, cómo fue recuperada por Ricardo Cayuela, cómo fue enviada a Malasia por error, cómo volvió otra vez a Europa, cómo llegó a Xalapa, cómo volvió a perderse y cómo finalmente fue recuperada en La Lomita, su casa de campo en Briones, en las inmediaciones de Xalapa. Parece una trama delirante, en la vena de El desfile del amor; se lo comento y sonríe.

Y mientras observo su amplia sonrisa comprendo que al igual que el Anaximandro de Baquero, él también ha develado el misterio del tiempo. Sé que Sergio continúa siendo uno de esos niños que asistían a la escuela en Potrero y comento: "Entonces mañana se reúnen los niños."

"Sí", dice, escrutándome con un destello irónico en sus ojos, "mañana nos reunimos los niños… los niños de setenta años."