Óscar Oliva esa audacia de quedarme junto a una hoja, no despegar ningún lamento, ser la energía última en la cerrazón del denuedo, lágrima tejida en la muerte cuando desaparezco
boqueando débilmente/
Cuando no hay fulgor, cuando el vaso de las precipitaciones se agrieta en el mismo pájaro inicial, otra vez ataviado con joyas tremendas, otra vez percatarme de los ruidos de la ceniza bajo la memoria sin rescoldo dándoles números a los pájaros, pájaros al sol sin párpados, porque todo resueña en esta algarabía sin contener cuando respiro más allá del límite que me fue señalado bajo la nube encanecida, la más torpe, trastocada a mi semejanza sin criatura, a las nubes
de un libro ilegible/
Resoñando, tiritando como un cuchillo, con presunción de lince voy a aturdir el campo inerte de la trama, a dejar la letra más incierta en la intimidad aturdida del eucalipto, en el impulso sexual del día que resiste, de las imágenes en los lienzos de la resurrección, las que ocultan serpientes en celo, en cielo primordial, el vacío sonoro de las imágenes recias, las más impuras, solo con lumbre, sin naturaleza, libres
de toda estatura/
En lo que se quema al abrirse la tierra para que puedan dormir alas en el otro derrumbe, para que nazcan otras que también van a ser derrotadas en el campo sin manto, raído, que es la poesía al nacer incierta, como un pollo sin cobijo, en todo lo que produce la guerra para encandilar y otros miedos, otras situaciones que comienzan en el salto y no tendrán fin en el desvarío, donde debo picar, piando, la cáscara de celo cuando desnudo en el universo visible ya no puedo comunicarme porque el júbilo mortal me hace entrañable sin morir, cuando
no hay nada/
¿Qué árbol escupió
en la cabeza de mi hija?
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