Jornada Semanal, domingo 27  de julio de 2003         núm. 438
Placeres permitidos
EVODIO ESCALANTE

PACHECO Y PAZ

Sostenía Alcmaión, un alumno de Pitágoras: "Las personas se desbarrancan porque no están en condiciones de enlazar el principio con el final." Pertinente llamado a la congruencia intelectual y moral que no es ocioso recordar ahora que José Emilio Pacheco ha sido distinguido con el Premio de la Fundación Octavio Paz. Aunque pocos escritores hay entre nosotros que tengan el talento, el oficio y la erudición del galardonado, autor de una obra rica en hallazgos de la que ya no podríamos prescindir, el talante gnóstico de la cita me obliga a referir que también distingue a Pacheco un extraordinario sentido de la rectitud intelectual. A subrayar lo anterior va encaminada esta rememoración. Cuento una historia que tiene cerca de cincuenta años de antigüedad, pero que muestra la contextura moral del poeta. Durante los años finales de la década de los cincuenta, Elías Nandino, director de la revista Estaciones, invitó a colaborar a un par de talentosos adolescentes a los que brindó toda suerte de facilidades. Sus nombres: José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. Calculo que por entonces andarían entre los diecisiete y los dieciocho años. El lado problemático del asunto es que la revista Estaciones parecía haber nacido con una consigna bien definida: ridiculizar al surrealismo y atacar todo lo que tuviera relación con él, en particular si se trataba de la figura (que sin duda les parecía repelente) de Octavio Paz. 

El primer número lo dejó todo perfectamente claro. Se abría con un ensayo de Alfonso Reyes, nuestro clásico por antonomasia, quien bordaba sobre las preciosuras del verso de Mallarmé, y se continuaba con un largo alegato de Salvador Echavarría en el que se demostraba que el surrealismo era literalmente y en todos los sentidos la peste. Incluso el moderado Albert Beguin salía raspado de la mención: "A raíz de la primera guerra mundial surge un monstruo: el surrealismo. No sé cómo Albert Beguin, en su bello libro El alma romántica y el sueño, concede a ese engendro carta de ciudadanía entre los románticos franceses y alemanes." No necesito añadir que número tras número, Estaciones se empeñaba en guillotinar ese engendro de cien cabezas que parecía haber resucitado entre nosotros en la persona de Paz.

Un Paz muy activo, por otra parte. Cuando todavía no se acababa de secar la tinta de El laberinto de la soledad y de El arco y la lira, la Imprenta Universitaria de la unam publicó Las peras del olmo, reunión miscelánea de ensayos de Paz. Aquí es donde resalta el valor del jovencísimo Pacheco. En su atrevida reseña del libro, aunque reconocía de entrada los tamaños y el talento del ensayista mexicano, José Emilio Pacheco –congruente con la línea de la revista– lamentó la pavorosa infección de surrealismo que estaba dando al traste no sólo con las ideas literarias sino también con la producción poética de su criticado. Como para que doliera, Pacheco afirmaba que era imposible comparar la esbeltez lírica de la "Elegía para un compañero muerto en el frente" con las retorcidas (esta es la palabra que utiliza Pacheco) "Semillas para un himno", de la reciente vocación surrealista de Paz.

Cito el párrafo final de su nota, para que se vea que no exagero un ardite: "Octavio Paz en plena madurez artística e intelectual debe valorar serenamente su obra y decidir su futuro camino, pues tiene todo para llegar a ser el gran poeta de América, cuando se aleje de súbditos laudatorios y críticos particulares que tanto daño le están haciendo."

Pacheco se definía a sí mismo, pues, como un crítico del surrealismo. Lo interesante, y esto lo pinta de cuerpo entero, es que unos pocos meses después Octavio Paz publicó un texto que de manera unánime sería calificado como una de sus piezas maestras, el largo poema Piedra de sol, con sus más de quinientos "endecasílabos perfectos", como los llegaría a calificar en otra ocasión el propio Pacheco. Pero lo que me interesa es su reacción inmediata, no lo que sucedió dos décadas después: en el duro trance de tener que redactar una nota acerca de este poema que sin duda lo deslumbró, Pacheco no vio otra salida que escribir lo que yo creo que es una de las reseñas más singulares de la literatura mexicana del siglo xx. Anotó al principio, como se acostumbra, la ficha bibliográfica del libro, y enseguida, en lugar de una reseña, insertó un soneto de su autoría. El soneto quizás no es la gran cosa, pero era una forma de decir: "Octavio Paz, discúlpame, tu poema es algo tan asombroso, tan maravilloso, tan especial, que la única manera que yo tengo de agradecer su existencia es escribir no una nota, por laudatoria que ésta pueda ser, sino un poema." Se diría que Pacheco se acogió a la vieja consigna de los románticos, cuando sostenían que la única respuesta valedera ante un poema es otro poema. Sólo lo semejante conoce a lo semejante. Eso hizo Pacheco, en una muestra absoluta de honestidad que implicaba romper en solitario con la política de la revista en la que colaboraba.

Quizá lo más extraordinario no es la actitud de Pacheco, ya de por sí singular, sino su consecuencia más inmediata. La revista Estaciones, que con tanta insistencia había denostado a Paz y al movimiento surrealista, cambió radicalmente de signo, dando hospitalidad en sus páginas a un poema del propio Paz. Aunque Ud. no lo crea. El solo juicio del adolescente Pacheco pesó tánto que logró cambiar la dirección de una nave piloteada por viejos lobos de mar. Me gustaría creer que el premio de la Fundación Paz a Pacheco rememora de algún modo este ejemplo de congruencia y valor intelectual.