Jornada Semanal,  27 de julio de 2003         núm. 438

ANA GARCÍA BERGUA
NUESTRA 
SHEREZADA

Existen narradores que parecen dotados de un poder caudaloso a la hora de escribir. Es como si fuesen dueños de las palabras, al grado de que su pluma les otorga una especie de influjo hipnótico como el del rezo. Es el caso, por ejemplo, de Gabriel García Márquez o del propio Juan Rulfo; son prosas que siguen un curso propio. Yo había leído Auliya y El fuego verde, de Verónica Murguía, y era consciente de que ella es poseedora de este poder caudaloso que pocos narradores tienen, y que además no está de moda en la literatura para adultos, pues se trata de una escritora que además sabe encandilar a lectores tan difíciles como los niños. El ángel de Nicolás (era, 2003) su primer libro de relatos, no hace sino confirmar este poder narrativo.

Al igual que sus novelas, los cuentos de Verónica Murguía, acordes con su formación de historiadora y su pasión por Oriente, abordan asuntos antiguos: la historia del emperador Federico, que quiso aprender de los recién nacidos el idioma del paraíso y prohibió a sus nodrizas que les cantaran y les hablaran; cómo supo el poeta Al-Mutanabbi para quién había escrito a fin de cuentas sus poemas; la caída de los griegos a manos de los búlgaros; la historia de Herodías; la conversión del duque de Radbod; la historia de la mujer de Lot; la del feo pastor Marsias y el orgulloso dios Apolo, amante de la belleza. Fábulas bíblicas, árabes, griegas, medievales, órficas, todas ellas plantean además dilemas morales desgarradores. Sin embargo, la visión que propone Verónica Murguía de estas historias tiene un rizo mágico, distinto, no menos doloroso. Por ejemplo, en el caso de Herodías o el de la caída de Sodoma, su punto de vista es el de la mujer y el de la piedad. En general, me atrevería a decir que estos cuentos son una meditación sobre el significado de la piedad o más bien sobre el dolor que causa la ausencia de ella, aun a despecho de la justicia. De hecho, es sintomático que sea "El ángel de Nicolás" el que le dé título al libro, pues es el relato que habla directamente de la piedad; de la piedad frente a los enemigos y de la piedad de Dios. La piedad, en estos cuentos de Verónica Murguía, está relacionada con el acto de ver, o más bien de no cegarse: no cegarse con la sed de sangre como Nicolás, o con la sed de saber (como el perverso Federico), o con la vanidad o con la virtud, como Lot. Lot aparece en el cuento de Verónica Murguía como un ser cegado por la soberbia de ser defendido por ángeles. Y un cuento hermosísimo es el del duque de Radbod y por qué no se bautiza, pero no lo diré, para que Verónica Murguía sea quien se lo cuente a ustedes de manera inmejorable.

Sin embargo, estos cuentos se encuentran muy lejos de abordar su asunto como un ejercicio intelectual. Su gran poder –pues leerlos es un ejercicio doloroso, un imán lacerante– radica en que la prosa que los urde es casi testimonial. Verónica Murguía no tiene reparos en echar mano del tono bíblico o de la prosa medieval, de manera que cada cuento encuentra su exacto ámbito narrativo sin que se note el artificio, ni se haga especial gala de transformismo. Yo pienso que en este caso la narradora recurre a alguna clase de transubstanciación merced a la cual convierte a su prosa en la misma materia de lo narrado con sorprendente naturalidad. Es la fuerza de que hablaba al principio, que se manifiesta aquí con una gran riqueza, pues el libro muestra varios registros y a la vez posee unidad temática.

Tengo la suerte de poder visitar a veces a Verónica Murguía en su estudio; en alguna ocasión me la he encontrado rodeada de fotografías de tigres por alguna historia que estaba escribiendo, o escuchando alguna música árabe que la entusiasmaba por la misma razón. Para mí estas escenas no han sido sólo muestra de que es una persona sumamente simpática y afín en muchas cosas –que lo es–, sino que aquel apasionamiento por habitar el mundo de su prosa se trasluce en ella, decía, como algo caudaloso. Es una escritora que nos lleva y no nos suelta, pues verdaderamente le va la vida en narrar.