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México D.F. Miércoles 23 de julio de 2003

Carlos Martínez García

Los evangélicos y las elecciones

Entre los múltiples damnificados por las elecciones se encuentra un sector de los evangélicos que con inusitado optimismo y una lectura errónea de la realidad incursionaron en la competencia electoral del pasado 6 de julio. Lo hicieron postulados por varios minipartidos, esos que eufemísticamente Dante Delgado, de Convergencia, llama "partidos emergentes".

Por diversas razones la postura mayoritaria en décadas pasadas en el seno de las iglesias evangélicas y sus líderes era permanecer en una especie de huelga social, consistente en tener una intensa vida de relaciones de fe común y afectivas hacia el interior de la propia agrupación de creyentes, y por otro lado mantenían un rechazo hacia todo involucramiento político partidista.

En los últimos 10 años el péndulo se fue hacia otro lado, sobre todo entre las iglesias que antes fueron las que más criticaron la participación política y recientemente consideraron este terreno un espacio de conquista desde el cual influir más efectivamente con sus creencias religiosas a la sociedad. En este sentido coinciden con las posturas católicas que conciben al gobierno como un facilitador, y creador de espacios, para desde las instituciones públicas contribuir a diseminar principios éticos característicos de una comunidad eclesial particular. Al privilegiar esta posición, los evangélicos que se convencieron de ella incurrieron en la misma tentación constantiniana en la que el catolicismo romano ha sido maestro a lo largo de la historia.

Por sus propias razones, distintos partidos en busca de votos para lograr el anhelado 2 por ciento marcado por el IFE para mantener el registro incorporaron entre sus candidatos a evangélicos. Entre éstos leyeron la ocasión como una oportunidad para hacer valer el peso poblacional que alcanza el protestantismo en nuestro país. Principalmente fueron dos partidos, Convergencia y Liberal Mexicano, los que negociaron candidaturas con algunos personajes y organizaciones evangélicas deseosas de tener presencia en el Congreso.

Los evangélicos en cuestión ofrecieron, según sus cálculos, gran caudal de votos a los dos partidos que buscaban incrementar los sufragios en su favor. Los líderes protestantes que negociaron con los partidos se ilusionaron pensando que la tenían ganada en zonas de gran presencia de iglesias evangélicas. Creyeron que con sólo postularse y dejar correr la especie entre sus correligionarios de fe de su común creencia con ellos y ellas, aquéllos se volcarían a las urnas. Hicieron sumas alegres y se olvidaron de que en México se necesita una estructura entrenada para alcanzar a los posibles votantes. El fenómeno se centró mayormente en los estados del sureste, pero también tuvo lugar en otras partes del territorio nacional.

Los secos y contundentes resultados de la jornada electoral del 6 de julio debieron ser un golpe severo a las ilusiones de quienes se pensaron en San Lázaro, llevados allí por una entusiasta ola evangélica que se volcaría a las urnas. Para que esto no sucediera confluyeron tanto la optimista candidez de los candidatos como el casi nulo apoyo con recursos de los partidos postulantes. Los dejaron abandonados presupuestalmente, demostrando así que nada más les interesaba tener candidatos en distritos en los que como partidos políticos eran inexistentes. Buscaron aprovechar la supuesta popularidad y gran apoyo que levanta-rían los candidatos evangélicos entre el pueblo protestante. Pero el pueblo no les respondió, o no supieron levantar una respuesta favorable. Se fueron por el lado del abstencionismo o votaron por otros partidos. Con esto se vino abajo la teoría, acuñada por quienes impulsaron candidaturas de evangélicos como nunca antes, consistente en impulsar una especie de corporativismo político religioso del que resultarían beneficiados con una curul. Si quieren proseguir en su proyecto tienen que analizar a fondo por qué fueron incapaces de movilizar a su electorado natural.

La riqueza de las iglesias de creyentes, las que enfatizan la incorporación al grupo de manera personal, voluntaria y consciente, es que históricamente han sostenido y practicado la idea de que no se puede imponer desde el poder determinada creencia y valores éticos a la sociedad. Esta propuesta tiene su contraparte en el constantinismo, que aspira a usar el poder político para expandir su moral entre la población. La historia muestra que así no se expande la fe, pero sí se abren los cauces para prácticas oscurantistas.

En una sociedad como la mexicana tal vez el papel de la creciente minoría evangélica esté más en la defensa de los abusos y violación a sus derechos humanos, que siguen padeciendo en varios lugares del país, y no tanto en la búsqueda de visibilidad política de unos cuantos líderes que tienen una agenda que no necesariamente comparte la mayoría del pueblo evangélico. Por lo menos tendrían que reflexionar el asunto a la luz de los desastrosos resultados obtenidos en las pasadas elecciones.

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