La Jornada Semanal,   domingo 20 de julio del 2003        núm. 437
 ¿Un cuento de hadas?

Natalia Núñez

He aquí un país que los medios convirtieron para el mundo en algo similar a una zona de guerra. La imagen que se vende es la de una nación devastada. Una especie de Bosnia. Puede que el término sea aplicable a una nación saqueada por sus gobernantes, con crisis sociales y políticas significativas, pero que no lo son al estilo hollywoodense. Los argentinos, tras décadas de gobiernos antidemocráticos y corruptos, decidieron declararle la guerra al sistema, y las movilizaciones del 19 y 20 de diciembre de 2001 fueron el clímax, mas no el comienzo, de una larga batalla histórica. Aprendieron de los golpes como un niño aprende a caminar cayéndose, practicando el equilibrio breve. Aquellos días fueron el comienzo del fin. Cuando la incredulidad envuelve al mundo, por tantas mentiras dichas oficialmente, y se privilegia determinada información para beneficiar intereses que sólo corresponden a determinados sectores del poder, es muy difícil encontrar verdades que inspiren utopías. Los golpes duelen, y tendemos a creer cada vez menos para evitar desplomes dolorosos. Pero no contamos con la diferencia entre descreer y aprender a caer, a luchar en contra de las cosas que pretenden arrebatarnos el idealismo, que ya no es más que la realidad en la que quisiéramos vivir. 

El azar acaso tiene que ver con cómo las cosas fueron cayendo por su propio peso en Argentina. Hace sólo unos meses nadie sabía con seguridad por quién votar para presidente; la consigna –"que se vayan todos"– incluía a la clase política entera. La posibilidad y el rumor le daban el triunfo a Menem, así que los indecisos que por nada del mundo lo hubieran votado, sufrían la derrota adelantada de los pesimistas. El voto de castigo y la capitulación de las expectativas menemistas –que calculaban ganar por mayoría abrumadora en la primera vuelta– pusieron a Kirchner, justicialista también, en la terna por el balotaje; para como estaban las cosas, pudo haber sido cualquier otro. 

Durante la campaña, Kirchner no dio señales de ser distinto a los demás. Era el candidato del presidente Duhalde, sumergido en una batalla dentro de su propio partido, y eso ya era motivo para desconfiar. Tampoco las campañas son muy distintas unas de otras, y en la "normalidad democrática" de hoy, 
las frases hechas son el común denominador antes y después de las elecciones; las promesas se rompen o se fabrican rotas. 

Menem abandona la contienda con el fin de no legitimar su vergonzosa derrota ni el seguro triunfo de Kirchner. Sólo tenía entre el diez y el doce por ciento del electorado gracias a la conversión de parte de los votantes, que habían sufragado en blanco en la primera vuelta, y que ahora decidían no avalar el peor de los males. 

De pronto un Kirchner desconocido asume el 25 de mayo como presidente de la República Argentina. Allí comienza la verdadera sorpresa. Aquel que había mantenido un pálido perfil se revela como un verdadero estadista. Si sus intenciones hubiesen sido conocidas antes del ejercicio electoral, indiscutiblemente hubiera sido el líder de una gran parte progresista del pueblo argentino. 

Por primera vez en la historia del país del sur, un presidente logra su verdadera popularidad a posteriori de las elecciones. Desde su primer discurso, directo y sin las retóricas propias de la clase política tradicional, hasta el día de hoy, ha reflejado en sus acciones y corroborado día a día su vocación democrática, al interpretar el sentir de las mayorías y enfrentarse a los poderes fácticos de siempre.